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– Creía que no te iba a encontrar. Cuando venía para aquí, pensaba si estarías en tu casa.

– Si no estoy, dejas aquí el recado. Ya sabes, como siempre. ¿Ocurre algo?

– No, nada de particular -sus ojos brillaron y esbozó una sonrisa-. ¿A que no sabes quien va a venir con nosotros en el negocio?

El sujeto del mostrador atravesó el bar con dos vasos de cerveza en la mano y los colocó encima de la mesa.

– Se te ha atragantado el gatillazo, je, je, je -repitió-. Se oía el ruido de la cama desde la calle. Que bestia eres, Chema.

– ¡Vete a la mierda! -contestó. Cuando el otro se fue, bajó la voz-. ¿Qué es eso de quién va a venir con nosotros?

Bebió un sorbo de cerveza.

– Adivínalo.

Se encogió de hombros.

– No sé, coño.

– Uno de la Tercera.

– ¿De nuestro tiempo?

– Sí. ¿A que no sabes quién?

– No, quién es… ¿Rufino?

– No.

– Pues, no sé… ¿Gerardo?

– El Espadista -respondió-. Lo encontró el otro día el peón en la calle de la Ballesta. Estaba más borracho que una cuba.

Se quedó serio y chascó los dedos.

– ¡Hmm! -exclamó-. El Espadista…, no me lo figuro con nosotros -levantó la cara-. ¿Le dijiste cómo era el trabajo?

– Sólo lo que nos interesa que sepa. Y aceptó por treinta billetes. El Espadista está acabado, se pasa el día borracho y lleva sin trabajar desde antes del invierno.

– De todas formas yo no me fiaría del Espadista, Miguel. El Espadista no es tonto. Se dará cuenta que el botín es grande.

– El Espadista es un desgraciado, Chema. Conozco a los hombres. Está acabado, te lo digo yo. Es lo mejor que podíamos encontrar. Además, es un profesional. Eso de entrar a las joyerías se lo sabe de memoria. Matamos a dos pájaros de un tiro.

Soltó una risotada.

– En esa estamos, Chema -continuó-. ¿Y tú cómo andas? ¿Estás preparado?

– Yo siempre estoy preparado, Miguel. ¿Para cuándo es?

– Ya pronto, ya te avisaré.

– ¿Le has dicho al Espadista que estaba yo en el rollo?

– Sí, y deja de preocuparte. El Espadista no es superman, coño. No se dará cuenta.

– Tú no lo conoces como yo. Estuvimos juntos en una celda durante dos meses…

– ¿Y qué? -preguntó Miguel. Un rictus de desagrado, se dibujó en su boca. Antes de continuar hablando, levantó su vaso de cerveza y lo vació de un solo trago. Luego dijo-: ¿Qué me importa a mí el mierda del Espadista? Es un muerto de hambre y un borracho. Si tienes a otro, lo dices y si no te gusta, te largas. Encontrar a un tío para un asunto como el nuestro es fácil. Le doy una patada a un farol y caen cincuenta. Así que aclárate, Chema. No me jodas con el miedo al Espadista. Ya no es lo que era antes. Además, me da igual.

El otro saltó en el asiento.

– ¡Yo no le tengo miedo a nadie! ¡A ver si te enteras, Miguel!

– Cálmate.

– Te digo que no le tengo miedo al Espadista.

– Un atraco como el que vamos a hacer sólo ocurre una vez en la vida. Vamos a ser ricos, Chema. ¿Te gusta la idea?

– Me mola mucho -enseñó los dientes en una sonrisa-. Me voy a comprar un buga de aquí te espero. ¿Y tú, que vas a hacer con tanta manteca?

Se encogió de hombros.

– Ya lo pensaré -agitó su vaso vacío. Estoy seco. ¿Va otra? Esta de mi parte.

Se volvió en la silla y le gritó el pedido al hombre del bar.

– ¿Qué te ocurre? -habló de nuevo Miguel.

– Nada.

– No te preocupes, va a salir bien.

– Ya lo sé… -hizo una pausa-. ¿Dónde dices que encontró el peón al Espadista?

– En la Ballesta. Estaba con una fulana y más borracho que una cuba. Parece que lo llamó cuando estaba sereno y después no se acordó. El peón lo llevó a rastras a su taxi.

Soltó una corta risa y movió la cabeza.

– ¡Qué jodío el Espadista! -dijo -. Pero qué jodío.

El tipo alto del bar, llamado Vicente, trajo los dos vasos de cerveza y los colocó encima de la mesa. Se fue sin decir nada. Cuatro o cinco clientes más habían entrado al bar y se entretenían manipulando la máquina tragaperras.

Los dos bebieron de sus vasos.

– Qué buena está la cerveza -dijo Miguel.

– Sí -contestó el otro-. A mí es lo que más me gusta. Estaría bebiendo cerveza siempre.

– Se está bien en este bar. Es fresco y la cerveza es buena.

– No está mal.

– Te llamaré mañana o pasado. Quiero que estés atento. Puede ser muy pronto. ¿Has conseguido la pistola?

Asintió con la cabeza.

– Nueve largo, nueva.

– ¿Del Ejército?

– Puede. El número de guía está limado, me salió por veinte talegos.

– ¿Quién te la ha proporcionado?

– No creo que lo conozcas, es un portugués. -No quiero que se aten cabos por ahí. Todos esos portugueses son confidentes. ¿Has hecho antes negocios con él?

– Yo no, pero un colega, sí: y varias veces. Es un tío legal y más le conviene.

– No quiero que se pregunte para qué querrá una fusca el Chema y vaya con el cuento a la madera. La mayor parte de los portugueses son confites.

– No hay problemas con ese portugués.

– Esperemos que no -sonrió sin ganas. Se levantó-. Acuérdate, te llamaré mañana o pasado. El trabajo está al caer.

– No te preocupes -no se movió del sitio-. Tú llámame que yo estaré aquí. Y no pagues eso, estás en mi territorio.

– Como quieras -contestó.

Y abandonó el bar.

ME LO DIJO ADELA

Bueno, estaba yo en el bar de Ferrándiz con los amigos. O sea, Julito, Lolo, Tomasín, el Barquero, Santiago y el mismo Ferrándiz. Estábamos en la barra dale que te pego con las cañas. Y entonces va el Ferrándiz y dice:

– ¿Quién sabe cómo lo tienen las negras, eh? Vamos, ¿quién lo sabe?

– Pues negro -dice Lolo.

– No -dice el Tomasín-. Lo tienen muy extendido y rizado. Así lo tienen, si señor.

– ¡Extendido! -afirmó el Barquero-. ¡Bah!

Yo terminé mi cerveza.

– ¡Ferrándiz otra caña! -le dije.

– ¡No grites, coño!

Me la sirvió. Bebí otro poco.

– Pues uno me dijo una vez, uno de Villa García de Arosa, ¿no? me dijo que un día se encontró a una negra que lo tenía rubio -dijo el Barquero-? Fijaros, rubio.

– ¡Je, je, je! -reí yo-. Rubio.

– Sería portuguesa -movió la cabeza Julito-. Muchas portuguesas se lo tiñen de rubio.

– Eso sería -asintió el Barquero.

– Bueno -salta el Ferrándiz de nuevo- mira que sois pardillos. Las negras lo tienen rizado y aplastado, eso es. No sabéis nada.

– Eso ya te lo hemos dicho -dijo el Lolo.

– Ya te lo hemos dicho, Ferrándiz -le digo yo.

– No, no me habéis dicho nada…

– ¡Una caña, Ferrándiz! -pide el Tomasín.

– ¡Eh, Ferrándiz, dale una cala al Tomasín! -le pido yo.

– ¡Estate quieto, coño! -me dice el Ferrándiz-. Toma.

– Ferrándiz, compadre, se me ha caído un poco de cerveza por la camiseta, dame otra caña -le digo otra vez.

– Coño, si no te has bebido la que te he servido. Bebes con los ojos.

– ¡Estás loco, macho, beber con los ojos!-le suelto yo.

Me puso la caña. Yo soy el que pago y mando. Nos ha jodido.

– Ponte una camisa -me dice el Julito-. Vas a coger frío.

– Yo no cojofrío -le contesto.

El cuerpo nunca se me enfría. Los brazos, sí, pero no el cuerpo. De tener tanto tiempo los brazos en el mostrador se me enfrían un poco. Ahora el Barquero le dice al Lolo que le gustan las mujeres con mucho en la entrepierna. Ustedes ya me entienden.