– Arriba, abajo y por el medio -estaba diciendo el Barquero-. Mucho, todo negro. Eso sí que es bueno.
– Y detrás -volvió la cabeza el Lolo-. Detrás también tienen que tener.
– ¡Joder! -exclama Santiago, que nuca dice nada-. ¡Que bueno! Que tengan por detrás es lo mejor.
– Como un felpudo, ¿eh, Santiago? -dice Julito, con esa voz pequeñita que tiene.
Arriba, abajo, en medio y por detrás -digo yo y le cojo al Barquero por la manga de la chaqueta-. Eso es lo que me gusta a mí, Barquero.
– ¡Déjame en paz! -me gritó y se soltó.
– Bueno -dice otra vez el Ferrándiz-. ¿A que no sabéis dónde tienen el pelo más rizado? ¿A que no lo sabéis?
– Je, je, je! -ríe el Julito.
– Je, je, je -me río yo.
– Venga -insiste el Ferrándiz-, venga, decirlo. ¿A que no lo sabéis?
– En el…
– No -dice otra vez el Ferrándiz-. Ahí, no. No es donde pensáis. No, no -se ríe el Ferrándiz.
– ¡Hombre, Ferrándiz, dónde va a ser! -exclama el Tomasín.
– Que no, Tomasín, que no -dice el Ferrándiz-. A ver, pensar un poco.
– ¿Y dices que ahí no es?
– No.
– Joder.
– ¡Machos estáis pez…! ¿Eh, qué quieres tú? -me mira el Ferrándiz.
– Yo lo sé -le digo-. Y ponme otra caña.
– ¡Qué pesado eres, macho! -dice el Barquero. -Yo lo sé -digo y me bebo la caña que me ha puesto el Ferrándiz.
– Bueno, ¿os dais por vencidos?
– Espera -dice el Barquero-. Deja que piense. ¿Ahí no es, no?
– Ya te lo he dicho, no.
– En el sobaco, no -dice el Lolo.
– ¡Venga, Lolo, pareces memo! -dice Santiago que es el que menos habla.
– Ya -dice Lolo- ya, espera…
– Nada, chorizos -dice el Ferrándiz.
– Estoy pensando.
El Barquero pone el codo en el mostrador y la mano en la cara. El Julito se bebe su caña. Yo la mía.
– ¡No eructes, tú! -me dice el Barquero.
– ¡Eh! -le digo yo.
– Mirar -dice el Ferrándiz-, invito a la consumición de ahora al que me adivine dónde tienen las mujeres el pelo más rizado. Y no es ahí, donde estáis pensando. ¿Vale? Dónde tienen las mujeres el pelo más rizado y no es ahí.
Venga, a pensar.
– Ji, ji, ji -ríe Julito-. ¡Ay madre!
– Ferrándiz, yo lo sé -le digo a Ferrándiz.
– Vale macho.
– Que sí.
– Pues muy bien. No des el coñazo -dice el Barquero.
– Yo le sé, Barquero -digo. Y miro para otro lado, donde está el calendario con la chica en el campo y digo: – ¡Yo lo sé!
– Yo se lo digo a uno en el oído y doy pistas y el que antes lo sepa, está invitado.
– Vale, macho.
– Lo que tú no sepas, Ferrándiz -dice Julito.
– Lo que tú no sepas, Ferrándiz -le digo a Ferrándiz.
El Barquero se empina delante de Ferrándiz y le dice:
– Dímelo a mí. Somos los dos jueces.
– ¡Macho eso no vale! -dice Santiago.
– Sí, hombre, yo no entro ya en el envite. ¿Te das cuenta? -dice el Barquero.
– Bueno.
– Pegó la oreja a la boca de Ferrándiz y el Barquero se reía. Venga a reírse. Pero yo lo sabía.
– ¡Macho; qué bueno! ¡Pero qué bueno! -miraba a todos y se reía-. No lo vais a acertar nunca.
– Je, je, je -el Ferrándiz.
– Yo lo sé -digo yo. Me lo había dicho la chica esa, la Adela, y también más gente. Un día se lo pregunté y ella me lo enseñó. Lo vi bien claro. Ahora me estaba acordando. Me acababa de acordar ahora quién me lo había dicho.
– A mí me lo han dicho -le sacudí al Barquero la chaqueta-. Yo lo sé. En el…
– ¡Suelta, haces daño! -me dice.
– ¡Es que lo sé!
– ¡Qué vas á saber!
– Qué vas a saber tú -dice el Ferrándiz-. Si eres anormal.
– Pues lo sé.
– A ver dímelo -dice el Barquero.
– Se lo digo. Luego le dije:
– Me lo ha dicho Adela, la de la portería. Y me lo ha enseñado.
Miré a todos, sobre todo al Barquero.
– Mira, macho, no lo sabes -me dice otra vez.
– ¡Je! -digo yo.
– Es bobo -dice el Barquero y se vuelve al Ferrándiz-. Estropea todas las bromas.
– Lo sé. Lo sé. Lo sé -digo.
– Bueno, vámonos para casa -dice Lolo.
– Yo no pago -digo yo.
– ¿Que no? -dice Ferrándiz-. ¿Que no pagas?
– Lo he sabido -digo yo.
– Mira, macho -dice el Barquero-. Es en África donde las mujeres tienen el pelo más rizado. ¿Te has enterado?
No sé lo que me entró, señor inspector. Le cogí por la cabeza y se la estrellé contra el mostrador. Vaya que si salió sangre. Un río. Y todos se pusieron a mirarme y a mirarme. Para que se vayan enterando.
LA DEUDA
– ¿Quién es usted? -preguntó el gordo.
Al mismo tiempo veía sobresalir por la gabardina abierta del recién llegado el caño azulado de una pistola.
– Ni un movimiento -dijo el hombre.
Llevaba puesto un pasamontañas gris de lana gruesa y la voz le resultó vagamente conocida.
– Vengo por mi dinero -habló de nuevo.
– ¿Qué dice… pero quién es usted? -balbuceó el gordo.
– La pistola no es de juguete, así que no hagas un solo movimiento en falso o te liquido aquí mismo. Atiende a lo que voy a decirte, dile a la rubita de fuera que no quieres recibir a nadie, que no te molesten. ¿Entendiste?
El gordo asintió con la cabeza. Sudaba. Quizás había comido demasiado aquel día y el estómago le molestaba. Tomó el teléfono interior y procuró que la voz no delatase los nervios saltándole en todo el cuerpo.
– Rosi… no quiero que nadie moleste, nadie. No pases llamadas.
Colgó.
Bien, buen chico. Ahora dame mi dinero -el caño se movió a derecha e izquierda.
– ¿Pero qué dinero… yo a usted no le conozco…?
– ¿No? -y se quitó el pasamontañas.
Pareció helarse. La boca se abrió y todo su cuerpo enorme y grasiento entró en movimiento como un enorme flan.
– Tú… -balbuceó al fin.
– Me distes dinero falso, más falso que Judas. Un buen truco, sólo que me di cuenta a tiempo -su boca delgada rechinó-. Quiero el medio millón.
– Falso -articuló-, pero yo… yo no sabía eso, ¡lo juro! Soy un intermediario. Escucha, Pacheco, tienes que creerme, el dinero no era mío, ¿por qué habría de darte dinero falso?
– Porque eres una asquerosa rata, por eso y voy a llenarte el cuerpo de agujeros como no me des la pasta.
– ¡Dios mío, Pacheco! Yo no tengo medio millón. ¿De dónde voy a sacar tanto dinero?
– Entonces te liquido.
– ¡Aguarda! -su cara ahora había pasado del blanco al color terroso-. ¡Espera, Pacheco, no hagas nada…! Fueron ellos, ellos te cambiaron los billetes. La idea de darte el dinero falso es de ellos, yo soy un intermediario.
– Deja de decir que eres un intermediario.
Se enjugó el sudor. La pistola seguía apuntándole al pecho.
– Fue el viejo, él me dijo que te contratara y luego me dio el dinero, yo ni siquiera lo miré. ¡Te lo juro, Pacheco, tienes que creerme!
– Hijos de puta -silabeó-. Hice el trabajo y vosotros me la dais con queso. Si no me dais mi parte os liquidaré, a ti y al viejo, a los dos.
– El viejo, ha sido él balbuceó.
La puerta se abrió y una cabeza de mujer asomó. Fue a decir algo, pero lo único que hizo fue abrir la boca. La pistola del tipo la encañonó.
– Pasa y cierra la puerta.
– ¿Señor Dossat…?
El gordo tartamudeó. El tipo gritó, dijo:
– ¡Pasa estúpida!
La mujer entró en el despacho retorciéndose las manos. Era la rubita de la entrada. La que le había mirado despectivamente cuando preguntó por el grasiento de su jefe. El de la pistola se acercó y trabó la puerta y la chica emitió un suspiro entrecortado.