Unai Elorriaga
Un tranvía en SP
La novela que revolucionó el panorama literario español
Título: Un tranvía en SP
Título originaclass="underline" SPrako Tranbia
© Traducción: Unai Elorriaga López de Letona
1
Lucas veía las paredes de color chicle.
De hecho, las habitaciones de los hospitales y las postales de París siempre son iguales. Y Lucas estaba en el hospital. «Estoy en el hospital», les decía a los que le iban a visitar. Estaba en el hospital. Lucas.
– Tienes para elegir: pastillas verdes, amarillas, rojiblancas -le dijo la enfermera.
– Verdes -eligió Lucas-, cien gramos; sin hueso.
La enfermera le dio otras, las que ella quiso. Las enfermeras visten de blanco en los hospitales.
El compañero de habitación de Lucas estaba dormido y la silla de las visitas vacía. Lucas tenía la impresión de que la silla se estaba riendo de él. La silla era pura maldad. Cuando se fue la enfermera, Lucas empezó a hablar con la silla: «Ya verás, va a venir; si no es hoy, el día de San Nicolás, si no es el día de San Nicolás… pero vendrá, y se sentará encima de ti y estaremos hablando hasta la noche, y después de la noche también, y después cogeremos el autobús, a casa».
Entonces escuchó un tranvía, de los antiguos.
Miró hacia la izquierda y en primer plano vio el suero tac-tac y en segundo a Anas, dormido. Era más joven que él. Setenta y siete. Y dormía; y parecía que iba a dormir hasta desintegrarse, y hacía ruidos peculiares.
María se asomó por la puerta. Lucas tardó tres minutos en reconocer a su hermana. María empezó a jugar:
– Aquí jefe de expedición a campamento base, cambio -dijo María con la mano en la boca. María estaba a ocho mil metros de altura, en el Shisha Pangma, hablando por radio.
– Aquí campamento base, cambio -dijo Lucas, hablando como hablaría un enfermo que estuviera simulando hablar por radio, en el Shisha Pangma, en la pared sudoeste.
– Estamos viendo la cumbre, estamos cerca ya. ¿Qué tal la enfermería del campamento base?
– Bien. Un jolgorio es esto.
En la calle se oían las vacaciones de los niños y los niños oyeron, a su vez, un ruido extraño y aparatoso, que no era más que el beso que le estaba dando María a su hermano, en la habitación del hospital.
– ¿Hoy no va… -empezó a susurrar Lucas. Pero a María se le estaba gastando el oído:
– ¿Qué?
– …a venir Rosa?
– No creo, Lucas, mañana igual, o pasado mañana igual.
– Ah.
Diecisiete años ya, Rosa. Eso es lo que pensó María. Y le pareció triste. Le pareció triste porque en vez de pensar de verdad en la mujer de Lucas, en lo único que había pensado era en los años que llevaba muerta. Y eso era triste, y pobre. Lucas se dio cuenta de que las paredes del hospital seguían verdes.
– ¿Qué tal la comida? -cambió María.
– Hoy me han traído caviar creo que era -Lucas serio.
Anas disertó en sueños.
– ¿Cuándo me van a quitar el suero, María?
– ¡El suero! Anteayer te quitaron el suero.
– Ah… ¿No has oído el tranvía? ¿Cómo has venido, María?-En autobús.
Los ojos de Lucas estaban cada día más claros, más grises. Las paredes le comían el azul. María pensó que tenía que sacar a su hermano cuanto antes de allí, que el hospital le estaba dejando el alma hecha una porquería.
– Yo no tengo dinero para el autobús -le cortó Lucas-, ya te pagaré en casa.
– ¿Comiendo caviar y quieres volver a casa? Tú aguanta hasta que te echen.
– O si no, tengo un amigo que conduce tranvías. Llámale sin miedo -se empeñó Lucas.
– Además, he pedido una cama, para dormir aquí mismo -María.
– Claro que igual no puede traer el tranvía justo hasta el hospital, ¿no?
María se quedó mirando a su hermano, que pensaba, seguramente, en las olimpiadas y en las ciudades que habían tenido olimpiadas, y en las que no las habían tenido también, y en las que, pese a no haber tenido olimpiadas, tenían tranvía, etcétera.
Lucas no se merecía el hospital. Lucas necesitaba la carpintería y el trabajo de la carpintería y las sierras. Sólo cerraba la carpintería «cuando hay viento». Y eso era lo que necesitaba Lucas: la calle vista desde la carpintería, y hablar a los que pasan, y reírse, de las moscas y de las polillas. Y discutir con su hermano, con Ángel y, como cuando hicieron el bote para ir a pescar, enfadarse el uno con el otro, como se enfadan las suegras y algún que otro yerno y, ni para ti ni para mí, y coger la sierra y, ris-ras-ris-ras, cortar el bote en dos y reconciliarse al de dos días y contárselo a los amigos y reírse, como se reían de las moscas y de las polillas y, Ángel, habrá que empezar a hacer otro bote. «Yo sólo cierro el taller cuando hay viento.»
El médico llevaba puesta una bata, blanca, y por debajo llevaría, con toda seguridad, bastante más ropa. Sacó a María de la habitación, cogida del brazo.
María sospechaba que el médico le iba a decir algo importante sobre Lucas. Y se deshizo. Pero solamente se deshizo un poco; se deshizo lo justo. Todavía mantenía sólida gran parte de las piernas y los brazos hasta los codos. Las manos se le movían caprichosa y arbitrariamente, pero conservaba la tranquilidad suficiente para escuchar al médico e incluso para entender lo que le iba a decir.
– Tu hermano nos ha aburrido ya -dijo el médico. Sonrisa. El aburrimiento será, posiblemente, el sentimiento más aceptable que pueda producir un enfermo-. Le quiero fuera de aquí en tres horas -a carcajadas ya-; así que ir vistiéndole.
María le dio sesenta besos. Se oía a un niño en la calle pidiendo chocolate a gritos, con ansiedad, como se pide un médico en un desembarco. Entonces María:
– La verdad es que vosotros también me habéis aburrido a mí.
Recordó los cuarenta días que habían pasado en el hospitaclass="underline" los días siguientes a la operación y las enfermeras, con esa personalidad suya de goma de borrar.
– Pero… ¿Va a quedar bien? -se preocupó María de pronto.
– Con la operación no hay problema. La cabeza es lo que.
– Sí, eso ya lo sé.
Anas se durmió a las seis de la tarde. Lucas se quedó solo, sin nadie con quien hablar, pero, aun así, se alegró; Anas llevaba días sin dormir.
Entonces pensó un poco en los cementerios y en los panteones. Y en las gominolas de menta.
La puerta se abrió con pereza. Entraron a la habitación dos ojos bastante limpios, sin legañas ni zonas enrojecidas, pero necesitaron tres segundos más de lo que la gente tardaba en abrir la puerta y pasar dentro. Era una chica joven. Andaba despacio, muy despacio. Lucas pensó «La sobrina de Anas, o la nieta». Sin embargo, la chica se sentó al lado de su cama. Tenía manos de susto, pegadas al vientre siempre.
– Hola-le dijo a Lucas.
Lucas hizo un esfuerzo para tratar de recordar quién podría ser aquella chica.
– Parece que estás bastante bien -empezó la chica. Y pensó que haber ido al hospital era, probablemente, la peor decisión desde que decidió estudiar Derecho.
Lucas, por su parte, se había empezado a marear: quién es, se habrá confundido de habitación… y se atrevió a preguntar directamente:
– No sé yo muy bien quién eres.
– Rosa… -se sorprendió Rosa.
– Rosa, Rosa -dijo Lucas derritiéndose dos veces-. También mi mujer se llamaba Rosa.
– Ya lo sé.
– Me acuerdo. En la heladería Humboldt. Allí conocí a Rosa. Estaba con su madre, imagínate. Con un helado de limón. Le dije que los limones eran lunas gordas y pedí uno de fresa. Ella me dijo que las fresas eran el sarampión de las zarzas. Así me dijo, el sarampión de las zarzas. Rosa. Cuarenta y siete años después.