La carrera no la hacemos en balde, claro; no la hacemos porque tengamos una necesidad asfixiante de cultura. No. El objetivo es mucho más noble: conseguir trabajo. Y entonces empezamos a calcular cuál es el mejor trabajo. Y cuando conseguimos trabajo empezamos a calcular los días laborables, y cuando los días laborables son demasiado largos, pasamos a calcular las horas laborables, sobre todo cuando no hemos dormido bien.
Y es entonces cuando calcular ya es vicio. Y aplicamos el cálculo también a la pintura. Fíjate, a la pintura, que utilizamos para no ser todo el rato médicos y para no estar todo el rato calculando. Y calculamos, por ejemplo, cuántas pinceladas tenemos que dar para pintar el cuadro más relevante de nuestra generación. La cuestión es que querríamos un nombre entre los críticos de arte; antes de cumplir treinta años, claro.
Pero todos los cálculos son teóricos, por supuesto, como los ascensores que no se estropean o los hipopótamos de patas limpias. Y de repente pasa algo que no tenía que pasar, claro. Empezamos un cuadro que es difícil de acabar o, más que difícil, que es imposible de acabar. O Marcos nos toca en un sitio que no estaba previsto que nos tocase, y sentimos algo por la espalda que parece que es algo que se acaba de inventar.
Entonces empieza una pequeña crisis, claro; una crisis que nos lleva a pensar que todo cálculo es falso. Pero nos tranquilizamos enseguida, y sistematizamos también las excepciones (el cuadro, Marcos) y los metemos en nuestro programa de cálculo, en el apartado Curiosidades de De Vez En Cuando (CD-VEC).
Y, felices ya, cuando vemos que nuestros cálculos se van ajustando, nos damos cuenta de que el trabajo no es sólo el trabajo, sino cuarenta años de trabajo, mínimo, y nos dicen que ha muerto una chica que estudió la carrera con nosotros, anteayer, y que todavía no saben qué puede haber sido.
6
Murió un gorrión en el alero de una casa. El viento maltrataba una servilleta de papel de una pastelería. El poco cariño de los fontaneros municipales oxidó una fuente. Se rompieron dos losas de una acera cuando se les cayó encima el ordenador que un informático llevaba a arreglar. Un director de cine croata intuyó lo que puede ser una obra maestra el día que cumplió cuarenta y siete años, en el cuarto de baño. Los pijamas de algodón siguieron saliendo de la lavadora más pequeños que antes de entrar.
Marcos, María y Lucas estaban escribiendo, como si escribir fuese una cosa natural. María escribía en la cocina y en el cuarto de baño. Lucas escribía en la sala y escribía sobre pirámides, sobre tipos de chocolate y sobre murciélagos humildes. No ponía tildes, ni demasiadas haches.
Marcos escribía en la habitación, y escribía sobre una cosa y pensaba en otra. Pensaba en cómo le había lavado los pies a Lucas y en cómo le había cortado las uñas. Y cada vez que le cortaba una uña, Lucas decía el nombre de una de las ciudades que había conocido en la guerra. Y después de cada ciudad decía nombres de personas: Lleida -Enrique, Pedro, Baltasar-; Tarragona -Josep, Fernando…-. Y llamándose Baltasar, pensaba Marcos, y siendo de Lleida, no podía haber sido otra cosa que poeta ultraísta, y estaba claro que Fernando, de Tarragona, había sido el hijo boxeador de un zapatero anarcosindicalista.
También escribió Marcos algo sobre la música que se elige para el funeral de un compositor.
El día en sí
Parece ser que aquel puesto de trabajo que encontró Marcos en el periódico era lo mejor de entre lo mejor. De hecho, se reunieron mil siete personas, sin contar niños y ancianos, para participar en las pruebas previas a la preselección. Tras un test psicotécnico que describió alma y entrañas de cada uno de los candidatos, eligieron setecientas para la, todavía, preselección. Acto seguido, mediante un examen de nueve horas y cuarto, quedaron fuera otras trescientas personas (cuarenta y dos por selección natural). Pasada la preselección, llegó la pospreselección: dinámicas de grupo. Alcanzaron doscientos la selección en sí (dos entrevistas de doce y catorce minutos), y eligieron a cuarenta y cuatro para los cincuenta puestos que hacían falta. Casi todas las pruebas se hicieron con seriedad.
Marcos era uno de los Cuarenta Y Cuatro.
Los nuevos trabajadores hicieron un curso de doce horas para hacerse cargo de hasta el más mínimo detalle de sus puestos de trabajo. Las doce horas las hicieron en un mismo día, un viernes; en dos agradables tandas de seis horas cada una, eso sí. Algunos de entre los Cuarenta Y Cuatro dijeron que habían aprendido más aquel día que en toda la carrera. Marcos se angustió.
El lunes siguiente, Marcos cogió el tren a las seis de la mañana. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba una hoja de menta que había metido María y en el derecho una astilla del bastón de Lucas. Hacía una semana que se había astillado la punta del bastón, y Lucas estaba nervioso desde entonces. No sabía qué hacer con la astilla: la guardó seis días en el cajón y al séptimo se la regaló a Marcos. Marcos sabía que aquella astilla era importante, pero pensó, al mismo tiempo, que sus bolsillos eran lo más parecido a un bosque de Europa central, y que lo único que le faltaba era un jabalí o media docena de druidas.
Entró con cinco ojos en las oficinas. Una chica que no volvería a ver después de aquel día le enseñó su ordenador. Era una habitación sin ventanas, caldeada por diez personas más. Estuvo unos trece minutos sin saber qué hacer, hasta que un personaje empezó a sacudirle la mano. Era una especie de jefe de sección y lo único que le faltaba para ser la persona más perfecta del mundo era estar muerto o, por lo menos, herido de guerra.
Necesitó siete minutos y algunos segundos para explicarle a Marcos lo que iba a hacer en los próximos seis meses. En el ordenador apareció una tabla bastante fea. Marcos se angustió por segunda vez. La Especie de Jefe de Sección le pasó unos cuantos decagramos de fotocopias. El trabajo era pasar los datos de las fotocopias a la tabla del ordenador. Tenía que estar pasando datos ocho horas al día -nueve si se retrasaba-; cuarenta horas a la semana -cuarenta y cinco si se retrasaba-; tantas al mes y tantas, por supuesto, al año. Marcos se angustió. Por tercera vez.
A Marcos le empezó a apetecer un tiragomas en la mano.
Cuando Rosa perdió su primera hija, María decidió que no valía la pena hacer las cosas con prisa. Solamente había una cosa que hacía rápido María: bajar las escaleras.
Cierto día pisó un plástico amarillo en el segundo escalón y cayó rozando la barandilla. Del segundo piso al primero. Disfrutó el vuelo, sin embargo; hasta que se dio cuenta de que tenía serios problemas para ponerse de pie. Incluso se diría que le era imposible ponerse de pie.
Pasó hora y media sentada en el mármol de la escalera. Y el mármol de una escalera no es la cosa más cálida del mundo. Marcos llegó en el séptimo estornudo de María.
– ¿María?
– Aquí, tomando el sol.
– Pero.
– Estaría mejor en casa igual. ¿No crees? Igual me vas a tener que subir.
Marcos dejó la guitarra en el suelo, cogió a María en brazos y la subió hasta casa. Tuvo que hacer virguerías para abrir la puerta. María reconoció más tarde que ni en sus sueños más escandalosos había atravesado el umbral de su casa en brazos de un novio tan aprovechable.