Traía la cadera rota, y los primeros virus de la gripe.
Le dijo a Lucas que se había caído en la arista sudoeste del Broad Peak y que no habían hecho cumbre, que otra vez sería.
Marcos le hacía tres zumos todos los días y le lavaba la ropa y hacía la comida y planchaba las sábanas y le daba las medicinas y cuidaba a Lucas y colgaba la ropa y encendía la radio y movía el dial y le contaba cosas y limpiaba la habitación y la acompañaba al baño y le leía libros y le tocaba la guitarra. Y le cantaba María pintó una raya sobre la raya que otro pintó, y dijo que era una foca bailando… María tenía la impresión de que estaba en una huerta, hacía sesenta años, con sus amigas. Y le parecía que si empezaba a tirar piedras contra las figuras de cerámica o a jugar al truquemé, tampoco le iba a parecer a nadie tan extraño, porque estaba en una huerta, hace sesenta años, con sus amigas. De eso tenía la impresión María. Cuando Marcos estaba alrededor y cuando Marcos cantaba.
Lucas pasó semanas sin darse cuenta de que su hermana estaba enferma.
«Tengo un regalo», le dijo Roma a Marcos por teléfono, pero que no se lo podía dar hasta el día siguiente, «ya te lo daré mañana», que ahora se tenía que marchar al hospital. Marcos tuvo el regalo en mente toda la tarde, porque el día siguiente era 29 de septiembre o 2 de abril; porque no era una fecha de las aprendidas.
Y soñó con el regalo: encima de un puente, y Roma le daba un paquete envuelto en papel rojo, y Marcos intentaba abrirlo, pero el sueño iba cambiando de lugar, y estaba en un ochomil (¿Annapurna?), y no podía mover los dedos como él hubiese querido, por el frío, pero poco a poco estaba consiguiendo quitar el envoltorio, hasta que se dio cuenta de que estaba soñando y de que no merecía la pena abrir el regalo, porque total.
Marcos se seguía acordando del regalo mientras desayunaba. También Roma tenía algo en el estómago. Quedaron pronto. Era un paquete de tamaño amable, envuelto en rayas; no era el regalo del sueño, claro. Eso sí, lo abrió mucho más rápido que en el sueño. Después vio el regalo.
Lucas fue el primero en llegar. Últimamente era siempre el primero. Llegarán más tarde, pensaba, porque llevan ya tiempo muertos. De hecho, sabía bien poco sobre las costumbres de los muertos. La plaza miraba a la mar.
Se sentó en el pretil de piedra. Los del pueblo se sentaban en el pretil de piedra, no en los bancos de madera. Pero a Lucas le parecía tonto ahora: era marzo y la piedra no estaba caliente todavía. Se cambió a un banco de madera, aunque era segura la bronca de los amigos. Pero el genio de los muertos siempre es más llevadero. Se les derrite el genio a las personas que mueren.
Había un grupo de chavales al lado de Lucas. Casi no miraban a la mar. Hablaban de escarabajos y de canas y de fraudes informáticos y de si para verano iban a salir todas las hojas que faltaban en los árboles de la plaza y de que tenían que comprar más cuerda para escalar. Estaban en el pretil de piedra, eso sí.
Lucas estaba atento a lo que decían cuando llegó Matías. Apoyó la bicicleta en un árbol y se rió exageradamente, pero no dijo nada hasta que se sentó en el banco.
– ¿Te llegaron mis cartas?
– Claro -Lucas.
– ¿Y?
– Se las regalé a Marcos.
– Bien hecho.
Matías estaba joven; Matías estaba demasiado joven para estar muerto. Todos los muertos que recordaba Lucas eran viejos. Y pálidos. Menos Rosa. También Rosa era una muerta joven. Eso decía siempre Lucas. Que era una muerta joven y que todavía tenía tanta fuerza como para coger un tranvía en marcha.
Juan y Joaquín llegaron juntos, viejos y pálidos. Eran muertos de verdad, por lo tanto, ortodoxos, como Dios manda. Juan dijo algo sobre los bancos o sobre los pretiles de piedra, pero nadie le entendió. Joaquín venía más contento que nunca:
– Viene galerna.
– Qué galerna -protestó Juan-, la galerna fue ayer.
Eso es lo que dijo Juan, o eso es lo que creyeron los demás que dijo. Juan hablaba muy raro desde que se había muerto. Un poco antes de morir también, cuando enfermó. Algo le hizo la enfermedad en la boca, y seguía sin poder hablar bien después de haber muerto.
– Ayer hizo buen tiempo -le corrigió Matías.
Todos aceptaron entonces que en la víspera no había habido viento. Y en ese momento de calma llegó Tomás. Tomás pronunciaba las erres al revés y había sido capitán de la marina mercante. Sólo tenía media oreja.
– Matías, tenemos que hablar de la Repú blica -Tomás.
– Sí, señor.
Y hablaron de la República y de chicas y del vino y de los diputados de antes y de la galerna de la víspera y de la novia que tenía Tomás en Guinea y de los bailes y de los tangos y de Strauss.
Y estuvieron cerca de una hora haciendo planes para el futuro.
Hacía calor-oficina en la oficina. En la oficina de Marcos. Entraban allí familias enteras de moscas, con maletas en las manos. Las maletas las llevaban, en realidad, el padre y la madre; las pequeñas llevaban pelotas de plástico y bolsas de cerezas.
Cerca del oído de Marcos pasó un moscón de desproporcionada melena. Por octava vez. A pesar de que tenía un zumbido bastante estándar, Marcos dobló el cuerpo hacia delante, porque estaba seguro de que, tarde o temprano, el moscón acabaría chocando contra sus ojos o contra sus labios. Y eso sí que no. Estuvo varios segundos agachado. Estuvo agachado hasta que se dio cuenta de que estaba presionando con la nariz la letra ñ del ordenador.
Cuando las moscas se marchaban o, simplemente, se morían -debajo de un cable o en un cenicero-, Marcos se quedaba mirando a sus compañeros. Parecía que estaban cómodos; eran cocodrilos los compañeros de Marcos. Tenían la misma actitud que tiene todo cocodrilo que se sienta delante de un ordenador. Y parecía que iban a seguir así cincuenta y ocho horas, o sesenta horas, o las que hiciera falta, porque quién iba a sacar la empresa a flote si no. Pero no. Primero se levantaba Álvaro. Siete segundos después Andrés. Casi al mismo tiempo Elvira. Miguel después. Pilar. Ruth. Alberto… Treinta y nueve segundos más tarde no había nadie que no estuviera en el cuartucho al lado de la oficina. Marcos se quedaba solo.
Este repentino abandono de las obligaciones laborales parecía espontáneo, incluso improvisado. Pero no. Era la hora del café. Y no había más remedio que tomar café. A todos los cocodrilos les gusta el café. Les tiene que gustar el café. Y si hay alguno al que no le gusta el café, dice que le sienta mal al estómago y que prefiere tomar manzanilla. Que tampoco le gusta mucho, pero que es la única manera de estar con los demás.
Marcos seguía pensando que la hora del café no era una simple hora del café, sino una especie de tentempié erótico. Era la primera fase del proceso de reproducción de los cocodrilos. Pronto se casarían entre ellos y pronto empezarían a tener crías, de piel dura y ojos marrones. No había otra forma de explicar aquella afición de los cocodrilos.
Marcos pasaba las horas del café mirando los extintores de la pared. Sin levantarse de la silla.
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Lucas estaba comiendo un trozo de turrón delante de la televisión. En la pantalla se veían imágenes, pero la voz estaba quitada. Marcos entró en la sala y se sentó al lado de Lucas sin quitarse los zapatos. Lucas le ofreció turrón.
En la televisión apareció una manada de científicos (porque lo que está claro es que los científicos se miden en manadas). Estaban en un yacimiento arqueológico. La cámara enfocaba un pequeño hueso que tenía un científico en la mano. En la siguiente escena apareció una mesa alargada; encima de la mesa, en fila, un montón de cráneos; al lado de los cráneos un científico de más edad. El científico tenía buena planta y movía los labios de forma muy acompasada y virtuosa, pero era grande el esfuerzo que tenían que hacer Lucas y Marcos para entender algo, teniendo en cuenta que la televisión seguía sin voz.