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Después de esta comprobación, podrían pasar dos cosas:

a) Que no esté muerto: tendríais derecho a enfadaros entonces -no mucho, para no despertar sospechas en la familia-, por haber perdido más de una hora en balde. Me diréis alguna barbaridad al oído y os empezaréis a ir a casa o a ir a la calle.

b) Que esté muerto: en ese caso, pasaréis al punto dos, con ilusión.

2. Es casi seguro que si me muero se celebre un funeral. Iréis a la iglesia en calzoncillos. Lo que sí me gustaría pediros es que llevaseis diferentes tipos de calzoncillos, aunque sólo sea para aportar colorido. Sería conveniente, sin embargo, que también os pusieseis una chaqueta. Y una bufanda, si es invierno o si os duele la garganta.

Al entrar en la iglesia podréis contemplar tres fenómenos: la sorpresa de mis hermanos, la rabia de mi padre y los suspiros de mis tías solteras.

Después de la misa jugaréis un partido de fútbol en la playa.

3. Compraréis una tortuga, vistosa y de ojos verdes. Os iréis turnando y la tendréis cada uno una semana en casa, y le daréis de comer, espinacas y vainas. Y me maldeciréis, sistemáticamente, cada vez que la tortuga deje huellas de color oscuro en vuestras alfombras. Pasados dos o tres años, podréis venderle la tortuga a algún conocido, en el caso de que no le hayáis cogido cariño para entonces. Y le pondréis de nombre Eulalia o Ambrosio.

Lucas. Ejercicios

Muere mucha gente en el monte. Yo me aprendo de memoria los nombres de la gente que muere en el monte. Stefan Sluka, por ejemplo. Murió en el Shisha Pangma. Desapareció. El Shisha Pangma es un ochomil. Es el más pequeño de los ochomiles. Pero así y todo. Hay catorce ochomiles. Chamoux, un francés, murió en el trece. Quiero decir en su trece, cuando le faltaba ése y otro. En el Kangchenjunga, en la bajada. Ese día pasaron dos cosas importantes en el Kangchenjunga: murió Chamoux y Erhard Loretan subió su catorce. Y lo bajó. Loretan es suizo y tiene un nombre elegante.

Poca gente ha hecho los catorce. Quiero decir los ochomiles. Jerzy Kukuczka sí. Kukuczka los hizo. Luego murió en el Lhotse. De salud estaría mejor que yo seguramente. Quiero decir Jerzy Kukuczka.

Hay gente que no se muere, pero se les congelan los dedos y se les ponen negros, o azules oscuros, muy oscuros, o marrones oscuros. Y muchos se curan, pero muchos otros se los tienen que cortar: un solo dedo o dos dedos o cinco. Como a Maurice Herzog. Le cortaron varios dedos a la vuelta del Annapurna. Y es difícil volver al monte así. Y puede que no muriera Herzog, pero murió Maurice. O al revés. En cualquier caso, Herzog dejó un papel en la punta del Annapurna. «En la vida de los hombres siempre habrá otros Annapurnas.» O algo así. Creo que todavía está vivo Herzog, pero no pondría la mano en el fuego porque, aunque le he visto hace poco en un documental, no me fío mucho. Los documentales de la televisión suelen ser antiguos y me suelen despistar.

Luego está Mallory y está Irvine. Hay quien dice que fueron los primeros en llegar al Everest. Otros dicen que no, que no llegaron. El Everest es un monte grande, de los más grandes igual. Hace poco han encontrado el cuerpo de Mallory, no tan lejos de la cima. También el K2 es un monte bastante grande.

También se llega a perder un poco la cabeza a esa altura. Y las ideas empiezan a bailar dentro de la cabeza y empiezan a dar saltitos dentro de la cabeza, y hay veces que hasta se salen por las orejas y hay veces que por la nariz. Y se desparraman. Quiero decir que las ideas empiezan a desvariar dentro de la cabeza y que no tienen ningún control. Y es bonito ver bailar a las ideas, pero también es peligroso a esa altura. Messner, por ejemplo. Messner es otro escalador. Dice que se paró a descansar en un ochomil y que estuvo hablando con una niña que estaba sentada allí. Que hablaron mucho. Messner siguió solo después. Pero le parecía que seguía teniendo compañía y que alguien le tensaba la cuerda. De vez en cuando. Es posible que no fuese Messner. Es posible que fuese otro al que le pasó todo eso. No sé. Es igual además. La cuestión es una niña a ocho mil metros de altura.

María. Ficciones

He cogido un montón de dinero. Lo tengo en el bolsillo izquierdo. Parece que tengo la pierna hinchada, de todo el dinero que tengo en el bolsillo izquierdo. Coger un tren, bajar del tren, coger el siguiente, bajar, coger… Eso es lo que he decidido hacer. Es igual adónde vaya el tren. Tienen que ser trenes diferentes y raros. Por eso he cogido un montón de dinero y por eso parece que tengo hinchada la pierna izquierda, y sobre todo el muslo.

En las estaciones compro un montón de cosas. Compro abanicos, navajas pequeñas, compro pelotas de tenis, guías de ermitas, libros sobre dálmatas. Y cosas de comer, claro. La cosa es que no salgo de las estaciones para nada.

Pero parece que el mundo no es tan pequeño. Llevo ya tres días de tren en tren y no estoy tan lejos de casa. Se escucha otro idioma, eso sí, pero siempre el mismo. Además, entiendo bien los carteles. Lo demás bastante mal.

Lo peor es que me he empezado a acostumbrar a los trenes. Antes de entrar ya sé cómo va a ser el vagón, cómo van a estar puestos los asientos y qué tipo de bigote va a tener el revisor. Y eso es lo peor que puede pasar. Porque lo que yo necesito son trenes diferentes, trenes raros. Pero ahora ya todos los trenes son iguales, como las postales de París.

Estará preocupada mi madre. No sabe dónde estoy.

Ahora estoy en una estación grande. Si la comparo con todas las que he visto, puedo decir, sin miedo, que ésta es una estación grande. También podría decir que es una estación muy grande. Podría decirlo sin miedo también. Y que está hecha con hierro negro, o con hierro pintado de negro. Y que tiene vigas por todas partes. Y también podría decir que es bastante bonita. A mi padre le gustaban esta clase de estaciones. También a mí.

No voy a coger más trenes. Me han aburrido los trenes. Todos son iguales ahora ya. No voy a coger más trenes y voy a salir de la estación por primera vez. Voy a ver la ciudad. Porque con esta estación no puede ser otra cosa que una ciudad.

Roma

Suelen estar en todas partes: en los cines, en el metro, en los acuarios municipales, en la consulta del podólogo (sobre todo en la consulta del podólogo). Son fáciles de ver; por eso no los aprecia la gente tanto como merecen.

A mí me gustan sin control, claro. Hay veces que les he seguido por la calle. Hasta que llegan a casa, o a la oficina, o a un servicio público. No más, claro.

A cuarenta metros parecen personas normales (también a treinta o a veinticinco, en algunos casos). De cerca no hay duda. Algunos tienen bien a la vista las características; otros más escondidas. Algunos las tienen todas; otros no. Pero, al final, siempre se nota quiénes son.

He aquí las características:

1. Suelen abrir los ojos con exageración, sin haber recibido, claro, sorpresa, disgusto o sobresalto alguno; por ejemplo, sentados en un parque, a las ocho y veinte de la tarde, en verano.

2. Destruyen a mordiscos cada una de sus uñas, como si fueran de otro, sin demasiada piedad.

3. Tienen la nariz larga.

4. Pronuncian mal, entre otras, la letra «erre» y la letra «ene».

5. Tienen la piel llena de manchas, como una alfombra beige.

6. Al levantarse de la cama, suelen tener gallos en el pelo, en la parte de atrás sobre todo (también junto a la oreja). Con forma de cuerno normalmente. Más de una vez llevan la etiqueta de la almohada colgada del pelo «Rodríguez Almohadas, S. L.»; todavía después de ducharse.