María decidió que tenía que reorganizar su alma antes de que acabase de desperdigarse. Salió, pues, a la calle y compró media docena de pasteles y una botella de sidra, y comió y bebió, unos en la sala y otros en la cocina. Y para cuando terminó, el alma de María volvía a ser un hueso de ñu o de, por lo menos, búho común.
Sobre todo el cielo. En Lisboa había cielo sobre todo. También había cafeterías, casas rotas y tranvías, pero en Lisboa había sobre todo cielo. Y Roma y Marcos subieron a un tranvía, porque es bastante más fácil subir a un tranvía que al cielo. Marcos miró al conductor del tranvía: estaba de pie, rígido, tan rígido como los conductores de tranvía. Sería, seguramente, portugués.
Marcos se acordó de Lucas entonces, y de lo que contaba Lucas sobre los tranvías, y de lo que contaba sobre Rosa y los tranvías. También Roma pensaba en Lucas y en Rosa. Por eso hizo fotografías dentro del tranvía. Cientos de fotografías. Para Lucas. Y un poco para Rosa.
Marcos le quería contar a Lucas todo lo que habían hecho en Lisboa. Pero, pensándolo mejor, no le iba a contar de qué manera habían comido Roma y él una tarta de chocolate. Ni que se habían caído en la bañera. Y mucho menos que habían encontrado, de madrugada, dos lagartijas en su cama.
Parece ser que era cierto. Que de vez en cuando salía Lucas al balcón y que, afirmando las manos en la barandilla, cual político poseído, lucía raras dotes de orador, que por «raras» entendían algunos «malas» y otros «excéntricas». Que regalaba al público con discursos sobre la República, las polillas, la amistad entre los muertos, los mecanismos de los relojes de cuco y los insectos negros, sobre la caótica repercusión que puede producir boicotear unos juegos olímpicos para la historia de la humanidad y de las retransmisiones deportivas, o sobre cuántas veces puede morir una persona en el Shisha Pangma o en el Annapurna.
Parece ser que eran sobre todo niños los que se reunían a escuchar a Lucas, y algún que otro cuervo. Que estaban todos bastante atentos a lo que decía, menos varios cuervos que eran propensos al despiste. Y parece ser que los niños mostraban mucho interés en reinstaurar la República, o al menos los juegos olímpicos, y que estaban de acuerdo con Lucas en que muy pronto viajarían a Katmandú y que ya pensarían desde allí en qué montaña del Himalaya empezarían su carrera de ochomilistas. [2]
María reconoció sin demasiada preocupación que, claro, que alguna vez se olvidaba de la medicina de Lucas, ni que existía. Y que en vez de darle tres gotas por la mañana, tres a mediodía y tres por la noche, le daba nueve por la noche o al día siguiente.
Marcos oyó una voz raquítica desde la cama. En el mismo momento en el que María se quedaba dormida por primera vez en toda la noche. Las seis y dos de la mañana. Marcos volvió a oír un sonido parecido, del cuarto de Lucas. Saltó de la cama y fue a ver. Lucas le contó que le costaba respirar y que respiraba mejor cuando hablaba, que por eso estaba hablando sin parar, y que le había hecho bien verle a él, a Marcos, que se le había pasado el ahogo, que estaba casi bien, pero que, aun así, prefería seguir hablando, y estar así: hablando y viendo a Marcos, que era así como mejor estaba.
Marcos le llevó un vaso de agua de la cocina. Lucas le pidió que no se volviera a marchar, que al quedarse solo le había vuelto el ahogo, y que podía ser cosa de su imaginación, pero que como mejor estaba era viendo a Marcos. Todo el rato.
María apareció a las siete menos cuarto y le dijo qué tienes a Lucas. Fue Marcos el que le contó a María lo del ahogo, porque Lucas estaba hablando de tipos de polillas y un poco de don Rodrigo. Después le dijo que llamase al médico o al hospital, que Lucas tenía el brazo frío.
A las ocho el médico no había llegado todavía. Marcos empezaba a las ocho en la oficina. María llevaba desde las siete y media diciéndole que se fuese a trabajar, que ya se arreglaba ella, que se fuese tranquilo.
– No voy a ir -Marcos.
– Llama por lo menos -María.
– Voy a estar aquí.
– Llama por lo menos.
– No voy a llamar.
El médico llegó a las ocho y veinte. Marcos aprovechó para llamar al trabajo. Nada más marcar el número, sin embargo, se dio cuenta Marcos de que su llamada iba a llegar a la central de la empresa; de allí desviarían a su departamento, y de su departamento a su subdepartamento. Le pareció que iba a perder mucho tiempo y le dijo a la secretaria de la centraclass="underline"
– No voy a ir.
La secretaria de la central pasó varios minutos pensando quién, de los setecientos cinco trabajadores de la empresa, podía haber sido aquella voz que no parecía recién levantada de la cama, como todas las voces que llamaban para decir no voy a ir o para decir voy a ir más tarde; aquella voz que parecía una voz que llevaba ya cierto tiempo haciendo cosas que merecían la pena. Que llevaba levantada, por ejemplo, desde las seis y dos de la mañana.
Marcos volvió a la habitación. De hecho, como mejor estaba Marcos era viendo a Lucas. Todo el rato.
Cuando el día es
prácticamente noche
Cada vez eran menos las cosas que podía hacer Lucas cuando se levantaba de la cama. Le parecía que su vida se estaba encogiendo. Su vida era el techo de la habitación y era la cama y las sábanas y los armarios y era el grifo del baño y las alfombras. Su vida estaba, si se miraba un poco, bastante encogida. Después recordó que de pequeño no había día que no escalase los armarios de su habitación.
Pero se levantó y fue a la sala, porque la sala seguía siendo su vida todavía. Entonces sí: en la sala era la televisión. Encendía la televisión, y la televisión se le metía por los agujeros de la vida y se la ensanchaba un poco, como sólo se puede ensanchar la vida de una persona que lleva en cama treinta y ocho días. Era de las pocas cosas que podía seguir haciendo: apretar el botón y ver la televisión. Y vio Francia, y ciclistas. Le parecía curiosísima la manera de colocar las cámaras: la cuarta cámara, por ejemplo, en un helicóptero. Y era esa cuarta cámara la que estaba enfocando al pelotón, desde arriba claro, empezando a subir un puerto, y árboles a la izquierda, verdes y ocres, y un cementerio a la derecha, verde y ocre.
María puso todas las fotografías encima de las piernas: casi todas en blanco y negro, de cuando Lucas y María eran otra cosa. Roma estaba en una silla porque no cabían los cuatro en el sofá; Marcos le pasaba las fotografías de una en una, y era María quien daba las explicaciones, de una en una también. Las explicaciones tenían sesenta años la más joven.
Y las fotografías suelen ser aburridas. Pero siempre hay una que no es aburrida. Y esta vez era una de un tío de Lucas y de María la fotografía que no era aburrida. El tío de Lucas y María tenía los ojos rectangulares; es posible que los más rectangulares del mundo. Y se llamaba Ezequiel o Zacarías o Celerino. Marcos no podía recordar todos los nombres (ni los de la única fotografía no aburrida); Roma tampoco. Y María les explicó que querían mucho al tío y que era rico y curioso; que fumaba en pipa, como Ángel, como Matías; que tenía doce hijas, y que cuando la compañía del ferrocarril cambió el tren viejo por el nuevo, le dolió mucho, o eso era lo que él decía, y que compró un vagón del tren viejo y lo puso al lado de su casa, y que se pasó tres domingos limpiándolo y dejándolo como para que volviese a andar. Y que en aquel vagón jugaba todo el que quería jugar en un vagón de tren, que era todo el mundo o casi todo el mundo.