– Rulfo, Juan -pidió María, nerviosa; un poco nerviosa.
Escribió en el ordenador. Cuando apareció la información en la pantalla:
– Sólo tenemos dos -dijo el bibliotecario, como si la culpa fuese suya.
– Ése -señaló María uno de los dos.
Sacó Marcos la guitarra de la funda y empezó a tocar la canción que tanto no disgustaba a Lucas. En medio de la carretera. Los coches pitaban convencidos de pitar, un hombre le insultó desde la acera, se acercaba ya un municipal, de luto y amarillo, convencido de que era Marcos persona de malvivir. Aun así tocó la canción para Lucas, y tocó: por las paredes ocres, y luego tocó se desparrama el zumo, y un poco después de una fruta de sangre, y después cantó debe ser primavera, entre otras cosas que también tocó.
Lucas abrió la ventana para poder escuchar. Hasta que empezó a toser. Cerró Lucas la ventana, y Marcos corrió hacia la estación.
De hecho, iban a pasar los ciclistas por el pueblo. Los profesionales. «El ciclismo es cosa antigua», solía decir Lucas, «más antigua que el atletismo, mucho más antigua». Lucas les tenía cariño a todos los ciclistas; también a los que les lloraba la bicicleta en plena carrera. Sobre todo a ésos. A los que llegaban fuera de control, a los que quedaban en el puesto setenta y siete de ciento veinticinco. A los que subían el Tourmalet en el primer grupo de escapados y al bajar se rompían la cabeza y se tenían que meter en el coche del director. A los que burlaban a las cámaras de televisión, como si las cámaras de televisión no se mereciesen otra cosa que ser burladas por un ciclista.
De hecho, los ciclistas profesionales iban a pasar por allí mismo. Y Lucas quería ver. Los mismos que se ahogaban en los puertos de la televisión.
Fue Marcos quien avisó a Lucas: que los profesionales pasan muy rápido, no como en la televisión; que la televisión engaña. Que no iba a ver más que sudor y ruido. A Lucas le daba igual. María le dijo que el calor no le hacía bien, y que los ciclistas siempre llegan tarde, sobre todo en verano, y que iba a tener que estar esperando, cincuenta minutos igual, al sol.
Todo eso se lo dijeron mientras Lucas se ataba el segundo zapato.
– ¿Vienes, Marcos?
No respondió. Marcos prefería un libro y sombra. Con aquel calor, en julio. Lucas fue solo a ver la carrera.
Era todavía demasiado pronto para ir a ver a los ciclistas. Fue antes a la zona de la estación, a pasear. Empezó a dar la vuelta a la estación, para pasar el rato y para recordar el sueño de la víspera. Necesitaba veinticuatro minutos para dar la vuelta a la estación, y pasar túneles, y esperar si estaban las barreras bajadas, y andar entre zarzas. La estación lo que hacía era dividir el pueblo: la parte de arriba y la parte de abajo. No recordó el sueño, pero pensó que aquélla era la vez número 27.442 que daba la vuelta a la estación. Había empezado con veintiocho años a contar las vueltas que daba a la estación, y eran 27.442 hoy. Sin Rosa ahora.
El calor le sentó en un banco. Desde allí veía el túnel de la estación. Y aquel túnel era el beso de Rosa y «otro, Rosa» y «no, luego, en casa» y esa dosificación de besos: siempre a falta de un beso, y «está oscuro, Lucas» y «mejor» y «no, aquí no, Lucas; luego». Nunca besos de sobra; dosificando siempre Rosa.
«Tengo que irme», le dijo Lucas a Rosa. No estaba convencido del todo, «van a pasar los ciclistas profesionales por la cuesta de la playa».
Había muy poca gente en la cuesta de la playa. El sol era de mediodía. A las cinco de la tarde.
– ¿Qué? ¿Ya vienen? -preguntó Lucas.
– ¿Quiénes? -le contestó un joven de setenta y siete años.
– Los carreristas -Lucas.
– Pero hombre… en Moscú pueden estar ya los carreristas.
Lucas pensó que se iba a disgustar más. Pero no. Por un momento le dio pena no haber visto la carrera, pero inmediatamente se acordó de que pronto llegaría a casa, con calor o sin él, sudando casi seguro, y de que allí estarían Marcos y María, y de que llegaría la noche delante de la televisión. Refrescaría entonces, y les volverían las ganas de hablar a los tres. Por eso no se disgustó Lucas, porque sabía que les iban a volver las ganas de hablar, con la noche.
Vio entonces la punta de algo rojo en el arcén de la carretera. Fijó el bastón en el suelo, con ganas. Le explotó la primera gota de lluvia en la mano. Puso la rodilla izquierda en el suelo. La otra después. Separó la mano del bastón, dirección arcén. Cogió la punta roja. Era un botellín de ciclista. De ciclista profesional. Le hizo ilusión. Lo iba a poner en la vitrina de la sala. «Es para poner en la vitrina de la sala.»
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Al seguir encendida la televisión, no era tan difícil que los ojos de Marcos, de María y de Lucas se dirigiesen hacia ella; siempre si se tiene en cuenta que el sofá y la televisión estaban colocados en paralelo.
Lucas pensó al principio que eran imágenes del parlamento lo que estaban viendo pero, tras una reflexión, no por corta asistemática, se dio cuenta de que eran las pruebas de gimnasia de las olimpiadas. Había gimnastas ucranianos y de otros tipos.
Marcos se imaginaba a los gimnastas con la edad de Lucas, dando vueltas alrededor de la estación de Grozni. Después los imaginaba dentro de ciento cuarenta años. Para entonces sólo quedarían tres o cuatro nombres: Bilozertchev, Vitali Chtcherbo, Boginskaia. Y se imaginaba, del mismo modo, a un periodista que estuviera escribiendo la historia de las olimpiadas, preguntando a otro: «Oye, ¿cómo se escribe Biloserchef?».
Lucas, María y Marcos intentaban acertar las puntuaciones que les iban a dar los jueces a los gimnastas. Ése era el juego: 9.676, 9.401, 8.294 («ése también se cayó ayer»).
Cuando salió el favorito en anillas, se oyeron aplausos de cómo no va a ganar, mírale. Sergei Stajanov agarró las anillas con ayuda del entrenador. Abrió los brazos, lentamente y con sosiego, hasta completar la figura del cristo. Aguantó trece segundos: 13. Después soltó las manos con tranquilidad y, sin haber acabado el ejercicio, cayó al suelo; lentamente y con sosiego. No quería volver a ganar. Tenía demasiadas medallas ya.
El comentarista de televisión dijo tres signos de exclamación, sin palabras:!!!; luego dijo: «¿Qué ha hecho?», mientras Sergei Stajanov sonreía con las pestañas y un poco con la boca. «Es inaceptable la actitud de Stajanov; es vergonzoso», decía en el micrófono. Mientras Sergei Stajanov sonreía con las pestañas y un poco con la boca.
Lucas pensó que tenía envidia de Sergei Stajanov. Marcos pensó que también.
– ¿Dónde está Lucas, María?
– Escribiendo.
– ¿Para qué?
– Para la cabeza.
– Hoy hemos estado en casa del alemán, Matías -le dijo Lucas a Marcos. Marcos miró a María: quién es Matías, qué dice Lucas. María le dijo que tranquilo, que Matías era un amigo de Lucas, vino que conducía tranvías. Luego le dijo que no le hiciese mucho caso y que dijese a todo que sí-. Le han traído una cámara de retratar al alemán, desde Alemania. Tomás y yo hemos estado. En el chalet del alemán. Y ya sabes cómo es el alemán.
Lucas se quedó callado mirando a una polilla.
– … y ha dicho que teníamos que hacer fotografías. Ya sabes cómo es el alemán. Hemos hecho un retrato normal, mirando al frente, fijándonos en las cosas que estaban detrás de la cámara, que eran bastante raras, porque estábamos en casa del alemán. Luego hemos hecho otra fotografía no tan normaclass="underline" mirando para atrás y con los pantalones en el suelo. Ya sabes, el alemán. Nos ha dicho que le va a mandar el retrato a la señora Eulalia. Y ya sabes cómo es la señora Eulalia.