– Ha sido el médico el que le ha dicho a Lucas que escriba -le explicó María a Marcos-; como si fuera un ejercicio, para que no pierda tan rápido la cabeza.
María entró en la sala de una manera común, por debajo del marco de la puerta, sobre sus piernas, como si fuera mortal. Allí encontró a Marcos y a Lucas. Planteó al menos tres cuestiones, cortas y con rapidez. Pero para cuando Lucas y Marcos arrancaron su atención de la televisión y la transportaron hasta María, había acabado ésta de hablar y entraba en la cocina. Volvieron a mirar Lucas y Marcos a la televisión y vieron dos chechenos y tres metralletas.
– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.
Lucas. Ejercicios
Ahora me cuesta mucho levantarme del sofá. Me traga el sofá, porque es viejo y es blando, y después me cuesta mucho salir de allí. Pero últimamente suele estar Marcos, y primero se levanta él y luego me ayuda a mí. Y luego me dice que el sofá tiene que estar muerto de hambre para tragarse una cosa tan amarga como yo.
A Marcos le miro con envidia. La verdad es que todo lo que miro ahora lo miro con envidia. A Sergei Stajanov también, y a los escaladores, y a los niños que se caen por las escaleras. Y se me empieza a ocurrir que si Dios empezase a jugar a quitar años a la gente y me quitase cincuenta o sesenta años, lo primero que haría sería coger la bicicleta. Sería coger la bicicleta para ir a Irlanda a andar en la hierba que es como un colchón de hierba. Eso parece en la televisión. También podría ir a Praga o a Belgrado o a cualquier ciudad que sale en los telediarios, porque el tráfico parece más modesto que aquí. Y Rosa estaría viva, claro, y le cogería la cintura para bailar hasta ahogarnos. Algún vals y algún tango. Los pulmones nos aguantarían una hora más o menos. Luego nos iríamos a la habitación, y Rosa no me diría que no, después de haber estado tantos años muerta. Tienen que ser bonitas las habitaciones de los hoteles de Praga. Y se nos pegarían las sábanas al sudor del baile. Y haríamos un poco más de sudor nuevo.
También a Matías le gustaban mucho las chicas. Todas. Pero no tenía suerte. Marga se le marchó con uno de fuera. Marga era un vicio de chica. Todos queríamos un poco a Marga, pero sólo paseaba con Matías. Matías era el que le olía los perfumes desde más cerca. Hasta que se marchó con el holandés. Era un holandés que tenía los pies minúsculos. Matías se murió sin casarse, con cientos de ansias. Tomás sí. Tomás se casó. Pero se casó flojo. Y todavía estará casado, si no se ha muerto.
Hoy ha hecho un bochorno malo. He sufrido un poco, pero creo que aguanto mejor que de joven. Se conoce que nos hemos acostumbrado al calor. Ya no somos como vikingos. Sobre todo porque los vikingos no mojan los pantalones. Yo los he mojado hoy. No le he dicho nada a María. Cuando se ha enfriado el líquido he estado bien a gusto. Por eso no le he dicho nada. Me he cambiado de calzoncillos cuando ha salido a la calle. Pero creo que me los he puesto mal. Creo que he metido las dos piernas por el mismo agujero. Ahora siento una presión bastante antinatural en la entrepierna.
No me gusta el puré.
Marcos
Dicen que Proust se acostaba por la noche y pasaba mucho tiempo pensando. Yo también paso mucho tiempo pensando en la cama. Y pienso, por ejemplo, que leo demasiado. O pienso, siguiendo el pensamiento anterior, que cuando era pequeño había, gracias a Dios, cosas que no entendía: en las casas abandonadas, en los cementerios de elefantes, en los cerebros de los médicos. También en los acentos de las palabras. También en los tipos de estrofas. Y es así que de pequeño no tenía necesidad de pensar; era fácil todo. Mi forma de existir se dividía en dos: 1) las cosas reales (los juegos, las matemáticas, los fantasmas de los dibujos animados) y 2) las cosas que no entendía. Y por eso no tenía que pensar de pequeño; porque sabía que no iba a entender las cosas que no entendía. No entendía y disfrutaba sin entender. Y las explicaciones que dábamos a las cosas que no entendíamos eran más sencillas que las reales, o más complejas, pero arbitrarias siempre, y precarias también, y se podía dar una explicación a las cinco de la tarde y cambiarla a las nueve, justo antes de irnos a cenar y de decir en casa que habíamos estado en casa de Miguel y que había fresas para postre en casa de Miguel y que no tenían mala pinta, como queriendo decir que no habíamos comido fresas desde el verano anterior.
Pero luego empecé a leer. Leía todo lo que decía la gente que había que leer. Y se me empezaron a deshacer las cosas que no entendía. Quiero decir que empecé a entender las cosas. Y me echaron a perder aquella seguridad que yo tenía (cosas reales/cosas que no entendía). Pero a pesar de explicarme lo que no quería que me explicaran y de echarme a perder aquella seguridad, no me dieron una nueva seguridad. Y eso no puede ser. Eso no es de personas.
Entonces no tuve más remedio que empezar a pensar. Pero empiezo a pensar y me angustio enseguida. Pienso, por ejemplo, en el último día que voy a estar vivo. Y me angustio. Pero me angustio como cualquiera que tenga tendencia a angustiarse y piense en lo mismo o en algo peor. Eso no es nuevo. Pero cuando la angustia me está ya dando pellizcos en la nuez, se me ocurre pensar en Lucas y en María, que piensan en lo mismo y, aun así, son simples y son tranquilos. Dice María que hagan el favor de pintar una pantera rosa en su ataúd.
Podría ser, sin embargo, que Lucas y María fueran farsantes, y que por fuera sea tranquilidad y que por dentro sea otra cosa. Pero en cuanto les he conocido un poco he sabido que no, que todo lo que dicen Lucas y María lo dicen de verdad, que todo lo que hacen lo hacen de verdad; también los calcetines que se ponen a las ocho de la mañana se los ponen de verdad.
Por eso sé que en el último día que se está vivo está la tranquilidad. Y por eso pienso en todas las cosas que tengo que hacer antes. Y sé que tengo que hacerlas sin reparo, mejor que el mejor, porque puede ser que en el último día que se está vivo no esté la tranquilidad. Puede ser que el último día que estemos vivos veamos un anuncio de detergente en televisión, y eso nos angustie más que una guadaña o cualquier otro símbolo típico, porque sabemos que los anuncios de detergentes van a seguir y nosotros no.
Aun así, creo que leo demasiado.
María. Ficciones
Hace una semana hoy. No lloré. Por eso estoy así. No lloré nada en el entierro. Mis primas sí lloraron. Pilar, Ana. También algún primo. Lloraron menos los primos, pero les vi llorar. Yo no lloré. Aunque la caja estaba abierta y se veía perfectamente la cara de mi padre, y la nariz de mi padre sobre todo. Yo tengo igual que mi padre la nariz, pero más pequeña.
Desde entonces paso más tiempo en el baño. Y, claro, mi madre «¿Qué?» y yo «¿Qué?». La verdad es que paso demasiado tiempo en el baño. Recordando cosas. Muchas cosas de mi padre. También otras. Son recuerdos corrientes por lo general. Bonitos sí, pero corrientes.
No como ayer. Ayer recordé dos cosas al mismo tiempo. Y es raro. Porque todo el mundo sabe que no se pueden tener dos recuerdos al mismo tiempo. Los dos son recuerdos de trenes, eso sí. Quiero decir que los dos son recuerdos de cosas que me pasaron en un tren. En dos trenes mejor dicho. Y lo más importante es que en los dos, por un momento, sentí una especie dé impresión. La impresión era que se me llenaban totalmente los pulmones, de forma extraña, y que veía algo parecido a zepelines por la ventana del tren. Muchos y en el cielo. Todo como soñando. A decir verdad no sé bien si la impresión la sentí entonces o la he sentido ahora, al recordarlo. Pero es igual. La cuestión es que iba en tren y que sentí la impresión (los pulmones llenos y los zepelines). Es posible que sea por eso. Es posible que sea eso lo que me haya hecho recordar las dos cosas al mismo tiempo.