– Mira…, ese chico que habéis metido en casa…
– No hemos metido; entró él solo.
– Peor.
– Pues él está bastante a gusto.
– Mira…, la familia cree…
– Hombre, la familia.
– Hombre no, María, las cosas son así.
– ¿Las cosas? Por favor.
María colgó clinc.
A Roma se le enredó un pelo entre los dedos. Estaba pensando delante de la ventana y esperaba ver a alguien. Pero el pelo no le dejaba estar atenta a la calle; de vez en cuando tenía que dejar de mirar por la ventana para vigilar su mano. Si es que quería desenredar el pelo. Pero no era tan fáciclass="underline" un extremo del pelo había creado una especie de vínculo amistoso con la manecilla del reloj. Era un pelo rojo. Bastante indeseable. Como todos los pelos rojos. No le gustaba a Roma su pelo rojo. En otoño llegaba a odiar su pelo rojo. Pero era un odio moderado. Y, a decir verdad, así, aislado, parecía rubio incluso. Y se alegró Roma de su pelo rubio, hasta que empezó a pensar en las personas rubias y en las ansiedades que tenían y en los desasosiegos que tenían.
Tiró del pelo y lo rompió. Parte de él quedó, sin embargo, enganchado en la manecilla. Y era el rabo de una lagartija roja y coleaba igual. Volvió a mirar a la calle. Le faltaban veinte minutos para coger el coche, para ir a trabajar. Se acercó más a la ventana. Si no lo veía entonces, no vería a Marcos en todo el día. De hecho, Roma llamaba Marcos a Marcos, aunque no lo conociese; igual que podía llamarle Santos o llamarle Félix. Pero había decidido Marcos, y era Marcos desde el primer día; y había decidido, del mismo modo, que los padres de Marcos se llamaban Mateo y María.
Marcos tenía una nariz suculenta. «Se llama Marcos, seguro», pensaba Roma, y luego pensaba «nunca ha venido tan tarde», y luego pensaba «igual está enfermo».
Se apartó de la ventana y volvió a acercarse al cuadro. Era un cuadro imposible de acabar. No se dejaba acabar el cuadro. Willem decía que siempre hay un cuadro difícil de acabar. Roma cogió el pincel. «Es más», decía Willem, «casi todos los cuadros son difíciles de acabar». Roma dio una pincelada después de estar nueve minutos pensando. Cuanto más se sabe de pintura, más difícil es acabar los cuadros. Eso decía Willem.
Tiró el pincel en el aguarrás y corrió a la ventana. Corrió con insolvencia. Se ahogó. No había llegado Marcos todavía.
Roma se tenía que empezar a vestir. Fue al dormitorio y se quitó la ropa de casa. Dudó delante del armario, qué ponerse. De pronto se le ocurrió que Marcos podía haber llegado en aquel momento y, tal y como estaba, medio desnuda -en ropa interior-, cruzó toda la casa, hasta la ventana. Abrió la cortina escandalosamente, mucho más de lo que necesitaba para ver la calle. Y le dio un poco de vergüenza, porque Marcos podía estar allí abajo, mirando hacia arriba, y porque ella llevaba una ropa interior enormemente didáctica.
Pero Marcos no estaba en la avenida, y Roma llegó siete minutos tarde al trabajo, y además «igual está enfermo».
Lucas se desató despacio los botones del pantalón. Vio una hormiga en la pared y dio un paso a la izquierda. No les sientan bien los líquidos a las hormigas. Se angustian con los líquidos. Pero no fue demasiado grande el paso que dio Lucas hacia la izquierda, porque María le había encontrado un buen sitio para desahogarse -detrás de la estatua de un mausoleo-, y estaba a dos pasos de quedarse a la vista de todo el mundo, en un cementerio grande, un Día de Todos los Santos. El ángel del mausoleo tenía cara de entender poco. Y cuando estaba Lucas en mitad del desahogo, se dio la vuelta y apuntó a los pies del ángel. Le emocionaba pensar que bajo aquel mausoleo estaba el antiguo alcalde, o algún diputado.
Quiso, sin embargo, el destino, que es analfabeto la mayoría de las veces, que una chica que venía de dejar flores en los nichos viese toda la virguería de Lucas. Le dedicó éste una cariñosa sonrisa y la joven, con el mismo tipo de cara del ángel del mausoleo, intentó una sonrisa similar, convirtiendo aquel encuentro en algo parecido a una recepción episcopal. La chica desapareció rápido, como desaparecen los dolores musculares y como desaparecen las cosas que desaparecen rápido.
Lucas se ató los botones y se acercó a María. Ocho minutos para la misa. No había sillas (detalle importante para Lucas, cansado incluso antes de salir de casa). Lucas tocó el hombro de la persona que tenía delante. Era un hombre serio y gordo.
– ¿Por qué ha venido hoy aquí? -le dijo Lucas.
El hombre giró su kilo y medio de gafas, miró a Lucas y volvió a retomar la postura, sin llegar a contestarle.
María sudó de risa. Lucas, entonces, torció el cuerpo hacia la derecha y preguntó a una señora maquillada:
– ¿A qué ha venido aquí?
– A visitar a la familia -dijo la mujer. Con voz de jirafa. De cría de jirafa.
– ¿Y por qué hoy?
Quedó muda. Contestó su amiga por ella (otra señora maquillada):
– Porque es el Día de Todos los Santos -con voz más parecida a la de una jirafa. A la de una cría de jirafa.
Lucas dijo «¡Ah!» y dio un paso hacia atrás. Quería seguir la encuesta. La risa ahogó a María, y perdió de vista a su hermano. Para cuando quiso darse cuenta, no había nada parecido a Lucas junto a ella. María, nerviosa, buscó por todas partes, pero ni rastro de Lucas. Salió de entre la gente y buscó.
Viendo que no estaba en los alrededores y sufriendo un poco más cada minuto, María habló con cuatro hombres que hablaban de boxeo y de jerséis. Los hombres movilizaron a casi toda la familia que, cómo no, había ido al cementerio a visitar a la familia y, con una sistematización no exenta de uno o varios líderes, buscaron en cada milímetro cuadrado de cementerio hasta que, dentro de un panteón, alguien gritó Aquí.
María se acercó al panteón -Familia Gandarias- y bajó las escaleras. Lucas estaba tumbado en la mesa de mármol, en el centro de las tumbas.
– ¡Lucas!
– ¿No estás cansada, Rosa? Ven a la cama -le dijo a María.
Se necesitaron tres personas para bajar a Lucas de la mesa. Tardó cerca de dos minutos en subir las escaleras, y arriba lo recibieron con aplausos. Aplaudieron todos, a excepción de aquellos a los que les daba rabia aplaudir cuando la situación no estaba hecha para aplaudir, y a excepción, claro está, de la familia Gandarias y satélites de la familia Gandarias.
– ¿A casa, Lucas?
– A casa, María -dándose más cuenta.
Anduvieron entre plantas, hacia la puerta del cementerio.
– ¿Vamos a ver a Rosa? -María.
– Rosa no está aquí -Lucas.
Roma aparcó mal el coche, como si tuviera prisa. Las escaleras de la plaza las subió despacio, sin embargo. Estaba cansada, del trabajo, le sudaban los reflejos, y le parecía que a veces las escaleras bailaban y que otras veces se derretían. Pensaba sin orden, con muchas comas, con frases interrumpidas, con frases muy cortas o con frases exageradas. Y de la misma forma que le daba igual la gramática, le daba igual todo lo demás, y era capaz de hacer cualquier cosa, y era capaz, también, de quedarse sin hacer nada. Le gustaba estar así además. Porque cuando estaba así dormía con holgura. Y cuántas escaleras. Y ponerse el pijama. Y dormir.
Andaba poca gente por la calle. Roma pensaba en Marcos, y pensó que ya no estaría en la avenida, que hacía frío para estar en la avenida. Sintió algo ocre. Algo ocre mezclado con azul cobalto, porque no había visto a Marcos en todo el día, ni ahora, ni antes de ir a trabajar. Por eso decidió no pensar más en Marcos y pensar en sus cuadros y en los cuadros de otras personas. Y pensó en los óleos y en el aguarrás.
Y se acercó a la avenida pensando en todo eso, y no se oía música. Tenía los cuadros en la mente, pero un trozo de cerebro se daba perfecta cuenta de que era demasiado tarde y de que no se oía música y de que Marcos debía de estar en casa ya. Por eso se asustó Roma cuando vio una guitarra en el suelo y cuando vio, al lado de la guitarra, a Marcos, de rodillas, leyendo un libro irlandés.