Efectivamente, su opinión sobre Simon había cambiado. Polly se había vuelto en la cama, mirando cómo el pelo se le difuminaba en la oscuridad de la habitación, junto con la línea de los hombros y la suavidad de la piel. Había probado aquella piel y sentía una irrefrenable necesidad de tocar aquel hombro con la boca, de abrazarlo y estrechar contra ella aquel cuerpo tan fuerte…
El sonido de la puerta del cuarto de baño devolvió a Polly al presente. El corazón le empezó a latir a toda velocidad al ver que Simon salía secándose la cara con una toalla.
– Ya iba siendo hora -le dijo con una mirada indiferente-. Pensé que nunca ibas a despertarte.
– ¿Qué hora es? -preguntó, horrorizada al comprobar que su voz era un gritito patético.
– Las ocho y media -respondió él, recogiendo el reloj de la mesilla de noche.
Parte de Polly seguía insistiendo en que Simon seguía siendo el mismo. Verdaderamente, parecía el mismo. Como estaba de vacaciones, había hecho la gran concesión de quitarse la corbata y se había puesto una camisa verde de manga corta y unos chinos de color claro. Tenía el pelo húmedo de la ducha, pero sus rasgos seguían siendo los mismos.
Polly hubiera podido convencerse de que nada había cambiado hasta que cometió el error de mirarle la boca. El recuerdo del beso que habían compartido la invadió de nuevo, haciéndose casi insoportable.
Simon parecía el mismo, pero las cosas ya no eran igual. Todo había cambiado.
– Voy abajo a desayunar -le dijo Simon, impasible-. ¿Vienes?
– Me daré una ducha rápida -respondió Polly, aliviada de que su voz volviera a sonar normal-. Me encontraré contigo abajo.
Bajo el chorro de la ducha, Polly se esforzó por convencerse de que lo que había pasado entre ellos la noche anterior no había significado nada para Simon, así que no había que exagerar la situación. Seguramente, estaba cansada, y en la oscuridad todo parecía distinto a lo que era en realidad. Aquel abrazo apasionado sólo existía en su imaginación. En realidad, había sido sólo un beso sin importancia. Sí a Simon ni le había inmutado, a ella tampoco.
Para cuando se puso los vaqueros blancos y una camiseta cortada ya se había convencido de que no había motivo alguno para sentirse incómoda. Además, aquel día se separarían.
Sin embargo, aquella confianza le falló, aunque sólo fue por un momento, al salir a la terraza donde estaban puestas las mesas para el desayuno. Simon estaba sentado en una mesa, leyendo un periódico francés. Todo en él parecía muy definido. Cuando él levantó la vista para mirarla, el corazón de Polly le dio un vuelco, pero se recuperó enseguida. Tenía que recordar que era sólo Simon.
– Te he pedido café y bollos -le dijo, en un tono de voz como el de siempre.
– Maravilloso -replicó ella-. ¡Estoy muerta de hambre!
Desde la comida del día de antes, no había comido nada, así que cuando llegaron los croissants le parecieron lo mejor que había probado en mucho tiempo. Con una taza entre las manos, miró el azul cielo mediterráneo. Podía relajarse, ya que las cosas entre ella y Simon no habían cambiado.
Simon la contemplaba, algo irritado. Era típico de Polly empujar a todo el mundo a hacer lo que ella quería y luego actuar como si no hubiera ocurrido nada. No podía sacarse de la cabeza lo cálida, dulce y apasionada que había estado la noche anterior. El darse la vuelta en la cama había sido una de las cosas que más le había costado hacer en la vida.
Había intentado olvidarse de aquel beso y lo había prácticamente conseguido hasta que, al salir del baño, vio a Polly encima de la cama. Había salido de la habitación tan pronto como había podido, pero parecía que ella no estaba dispuesta a hacerle fácil aquella situación. Verla en aquellos momentos, sonriendo, y chupándose los dedos estaba haciendo trizas su autocontrol. Evidentemente, para ella, aquel beso no había significado nada.
– He preguntado en recepción por los vuelos a casa -dijo él abruptamente-. Podría llevarte al aeropuerto a tiempo para el vuelo de las once y media.
– ¿Al aeropuerto?
– Creo que lo más sensato es que vuelvas a casa.
– ¡No puedo hacer eso!
– Yo te pagaré el billete, por supuesto.
– No es eso. Dije que iba a pasar el verano en Francia y eso es lo que voy a hacer -respondió ella, sin saber si enojarse por el deseo de Simon de devolverla a Inglaterra-. No voy a volver a casa con el rabo entre las piernas al primer contratiempo. Casi no puedo hilar juntas dos palabras en francés y le dije a mi padre que cuando volviera, lo hablaría perfectamente. No puedo volver todavía, Simon.
– ¿Tienes tu monedero contigo? -preguntó él, señalando con la cabeza al bolso que ella había colgado en la silla.
– Sí.
– Sácalo y enséñame cuánto dinero tienes.
Mordiéndose los labios, Polly hizo lo que él le pedía y vació los contenidos del monedero encima de la mesa y los contó lentamente.
– Cuarenta y ocho francos -admitió ella, de mala gana.
– ¿Cuánto tiempo te crees que te va a durar eso?
– Conseguiré un trabajo -replicó ella desafiante, mientras guardaba el dinero.
– ¿Haciendo qué?
– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? -exclamó ella, algo enojada-. Debe de haber cientos de cosas que yo pueda hacer. Lavar los platos, trabajar de camarera…, toda clase de cosas.
– Estoy seguro de que las posibilidades son infinitas -dijo Simon, sin intentar ocultar la ironía-, pero, mientras tanto, tienes que tener algo con lo que vivir mientras encuentras alguien que esté dispuesto a contratarte. Incluso en el caso de que encuentres trabajo, no te pagarán enseguida. ¿Cómo vas a pagar el alquiler? ¿Qué vas a comer?
– No estoy del todo sola en Francia, ¿sabes? -le espetó Polly, que, cuanta más oposición encontraba en Simon, más decidida estaba a quedarse-. Tengo contactos.
– ¿Cómo quién?
– Bueno… como Philippe Ladurie, por ejemplo. Él me dijo que podía ir a verlo cuando quisiera.
– ¿Fue esto antes o después de que su hermana te despidiera por contarle una sarta de mentiras?
– Mira -replicó Polly, ignorando aquella pregunta, mientras rebuscaba en el bolso para encontrar la preciada tarjeta-… incluso me dio su tarjeta.
– Marsillac… -leyó él, algo más interesado.
– No está lejos de aquí, ¿verdad?
– Está a un par de horas en coche -respondió Simon, algo preocupado-. ¿Es que no te das cuenta de que la gente reparte tarjetas a todas horas sin que signifique nada?
– Lo sé, pero, sin embargo, estoy segura de que a Philippe no le importaría si yo le pidiera que me recomendara para un trabajo. Cuando hablé con él anoche fue de lo más agradable.
– Entonces -preguntó Simon, suspirando al oír el tono de voz con el que ella hablaba de Philippe-, ¿qué planes tienes?
– Todo lo que tengo que hacer es llegar a Marsillac y ponerme en contacto con Philippe. ¿Qué mejor plan puedo tener?
– ¿Y si él no está aquí? Puede que todavía esté ocupado con la pelirroja.
– Entonces, tendré que buscar un trabajo yo sola -dijo ella-. Marsillac no suena como un lugar muy grande.
Cuanto más pensaba en aquella idea, más le gustaba. Con toda seguridad acabaría encontrándose con Philippe tarde o temprano. Incluso el verlo a distancia de vez en cuando era mejor que nada.
– Pero te costará más de cuarenta y ocho francos llegar a Marsillac desde aquí.
– Puedo hacer autostop -replicó ella.
No le agradaba aquella idea, pero haría todo lo posible para salirse con la suya y no dejar que Simon le impidiera seguir en Francia, con o sin dinero. Sin embargo, le sorprendió el hecho de que Simon no reaccionara ante aquella sugerencia. Se estaba frotando la barbilla, muy pensativamente, mientras consideraba la idea que se le había ocurrido cuando Polly le enseñó la tarjeta de Philippe. A pesar de las desventajas, aquella idea podría funcionar…