– De acuerdo -replicó él con fastidio-. Me lo quedaré yo.
Aquella mañana había sido de lo más agotadora. La idea que él tenía de ir de compras era ir metódicamente por todos los pasillos del supermercado y hacerlo lo más eficazmente posible. La de ella, era recorrerse sin rumbo todo el mercado, escogiendo los alimentos más variopintos, cambiando de opinión cada cinco minutos sobre las cantidades que necesitaba y decidir por fin que lo que realmente quería era lo que habían visto dos pasillos antes.
En el mercado había sido mucho peor. Polly había insistido en comprar las verduras y la fruta allí. Una vez allí, habían ido de puesto en puesto, mientras Polly admiraba los quesos, admiraba los barreños llenos de aceitunas, inspeccionaba las berenjenas y los tomates, los espárragos y los melones con un aire pensativo sin comprar nunca nada. Cuando hubieron terminado con todos los puestos del mercado, ella decidió que el mejor era el primero, aunque sólo por el hecho de que el dependiente tenía la mejor sonrisa.
Cuando terminaron, Simon estaba al borde de un ataque de nervios. Prácticamente había empujado a Polly al coche y, tras guardarlo todo, todavía quedaba la tarea de comprar el anillo.
– ¿No puedes darte un poco más de prisa, Polly? -preguntó él secamente-. No quiero pasarme todo el día aquí.
– Hmm -meditaba Polly, hasta que él le ofreció un anillo de rubíes.
– Toma, pruébate éste. Te hace juego con los ojos.
– ¡Ja, ja! -exclamó ella, haciendo como si se riera-. ¿No me digas que tengo tal mal aspecto como esta mañana?
¿Por qué Polly podía siempre metérselo en un bolsillo cuando estaba a punto de explotar por los aires y lo desarmaba simplemente con una sonrisa? Muy a su pesar, Simon cedió de nuevo.
– ¡Tienes mejor aspecto que esta mañana! -replicó él.
Polly volvió a concentrarse en los anillos, avergonzada de notar que la alegría que había visto en los ojos de él le había hecho un nudo en la garganta. ¿Qué le pasaba? Sólo era Simon, riéndose.
– ¿Qué tal tu resaca? -preguntó él.
– Un poco mejor -respondió ella, concentrándose en elegir un anillo de diamantes y en respirar. Por fin, escogió uno al azar y se lo probó en el dedo-. Es un poco grande.
– ¿Y éste? -sugirió Simon, ofreciéndole un espectacular zafiro cuadrado-. Éste sí que te va con los ojos -añadió, algo aturdido, como si aquel pensamiento le hubiera sorprendido.
Polly entrelazó su mirada con la de él. Quería apartar los ojos, decir algo casual, pero no podía. Durante los momentos en que estuvieron mirándose, algo pareció ocurrir entre ellos, imposible de definir, desconocido, algo perturbador.
Confundida ya que no pudo explicar qué había sido, Polly pudo por fin apartar la mirada y concentrarse en lo que se suponía que debían estar hablando.
– Yo… yo creo que un diamante sería más apropiado.
Simon le agradeció que ella pudiera romper aquel vínculo y miró la bandeja, como si estuviera inspeccionando los anillos mientras trataba de olvidar la profundidad de los ojos de Polly. Al final, lo consiguió, centrando su atención en una alianza de zafiros y diamantes.
– Lo que nos gusta a los dos -sugirió, y, sin darse tiempo para preguntarse si era una idea o no, la tomó de la mano y se lo puso en el dedo-. ¿Qué te parece?
Todo lo que Polly podía pensar era que él la tenía de la mano y que el contacto de la piel de él con la suya le hacía temblar, por lo que tuvo que obligarse a mirar el anillo.
– Es precioso -dijo ella, atreviéndose de nuevo a mirarlo a él.
Él la contemplaba con una expresión inescrutable. El habitual gesto de burla le había desaparecido de los ojos, así que ella no supo cómo reaccionar. Cuando apartó la mirada, algo hizo que volviera a mirarlo y se encontró haciéndolo como si no hubiera visto aquellos ojos en su vida.
Eran los mismos de siempre, grises y penetrantes, pero de alguna manera resultaban desconcertantes. Polly notó de nuevo el contraste que había entre ellos y las oscuras pestañas y la textura de su piel y sintió que el corazón estaba a punto de saltársele del pecho. Quería apartar los ojos, como había hecho antes, pero no podía. Estaba prisionera, atrapada por aquella extraña expresión de sus ojos. Todo lo que podía hacer era mirarlos y echarse a temblar como si estuviera al borde de un abismo y no se atreviera a mirar abajo.
– Es una pena que nuestras madres no puedan vernos ahora, ¿verdad? -dijo Simon, rompiendo aquella tensión eléctrica que se había formado entre ellos.
– Se alegrarían mucho, ¿verdad? -respondió Polly, con una risita nerviosa-. Tu madre se iría corriendo a comprarse un sombrero y la mía se podría a llamar al cura antes de que pudiéramos darnos cuenta.
– En ese caso, es una suerte que no estén aquí.
– Sí, es verdad -dijo ella, con un tono de voz menos entusiasta de lo que hubiera deseado.
– ¿De verdad te gusta este anillo, Polly? -preguntó él, apretándole la mano, como si pareciera que verdaderamente le importaba su opinión.
– Sí.
– En ese caso, es tuyo durante las dos próximas semanas.
Sólo durante dos semanas. Polly contempló el anillo mientras Simon acordaba la venta con el joyero. Tenía una ridícula sensación de tristeza. ¿Cómo se sentiría si aquella situación fuera cierta y no porque era conveniente simular que estaban enamorados? ¿Cómo sería si de verdad estuvieran comprometidos y quisieran estar juntos para siempre?
No había razón alguna para preguntárselo ya que no era probable que Simon se enamorara de ella. Ella era demasiado desordenada, él demasiado preciso. Ella era demasiado descuidada, él demasiado organizado. Se volverían locos mutuamente.
Polly contempló a Simon mientras firmaba el recibo por el anillo. Ni siquiera había podido soportarla mientras iban de compras. Toda la mañana había sentido que él la comparaba mentalmente con Helena, la que planeaba los menús y escribía listas de compra y se merecía un anillo especial.
Debería ser Helena la que estuviera allí y no ella.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Simon, que se había vuelto de repente para ver que ella lo estaba observando con una expresión extraña.
– Nada -mintió ella, sintiendo que se sonrojaba-. Es que tengo hambre.
– Entonces, vamos -replicó él, mientras se guardaba la cartera-. Ya tenemos otra tarea menos que hacer.
Como afuera el sol lucía radiantemente, Polly se alegró de poder ponerse las gafas para protegerse. Le hubiera gustado que Simon no mencionara las tareas porque eso le recordaba lo de los besos. Se suponía que aquello también era una tarea.
Encontraron una mesa en una terraza en un lugar desde el cual se dominaba todo el centro del pueblo.
Polly contempló la bulliciosa plaza con alegría y poco a poco recobró el equilibrio que necesitaba.
¿Qué importaba que no estuviesen comprometidos de verdad y que Simon estuviera enamorado de una mujer tan aburrida y organizada como él? Lo importante era que ella estaba en Francia, y que dentro de poco tendría dinero en el bolsillo para viajar y pasárselo bien y podría demostrarles a sus padres que había hecho bien en ir a Francia.
Simon acabó de encargar la comida al camarero y vio a Polly contemplando la plaza con ensueño. El sol se filtraba a través de las hojas, que hacían sombras sobre la suave piel de ella. Al contemplar el vestido, tan sugerente, Simon tuvo que recordarse que ella se lo había puesto en honor de otra persona.
– ¿Estás mirando por si ves a Philippe? -preguntó él con sequedad.
– ¿Philippe? -repitió ella, que, estaba tan absorta que al principio no entendió. ¿Cómo habría podido ella olvidarse de Philippe?
En realidad, estaba tan absorta que se había olvidado de todo. Estaba pendiente de un niño, que cruzaba la plaza con dos baguettes bajo el brazo. Sin embargo, había oído tanto sobre Helena aquel día, que decidió que no vendría mal recordarle a Simon que Philippe era el único interés que tenía para pasar esas dos semanas con él.