– ¿Y no tienes otros?
– Están en alguna parte -replicó ella, señalando el maletero.
– Mira -replicó Simon, impaciente-, es mejor que entres tal y como estás. ¡Eres tan desastrada que el hecho de que vayas sin zapatos no creo que importe mucho!
– ¡Qué agradable! -musitó Polly, intentando ponerse de pie y caminar sobre la gravilla que cubría la entrada al hotel-. ¡Ay! ¡Ay! ¡Aay!
– ¡Por amor de dios! -le espetó Simon, mientras ella se apoyaba en el coche, torciendo la cara con expresión de dolor-. ¡Nunca he conocido a nadie que monte tal escena por tener que andar unos pocos metros!
– ¡Resulta muy fácil hablar cuando tú ya tienes tus zapatos puestos y no tienes los pies llenos de ampollas! ¡Mira! -exclamó ella, levantando un pie.
Simon no tenía ninguna intención de inspeccionar los pies de Polly. Sólo habría una manera de callarla, así le pasó un brazo por debajo de las rodillas y otro por la espalda y la levantó.
– Pásame el brazo por alrededor del cuello -le ordenó con voz neutral.
Polly estaba tan asombrada por aquella reacción que obedeció sin rechistar. El cuerpo de Simon era duro como una roca y los brazos parecían de acero. A pesar de que Polly era bastante robusta, él la metió en el hotel sin dificultad.
– Gracias -musitó ella, muy tímida de repente.
– Haría cualquier cosa porque te callaras -respondió Simon, dejándola en pie en recepción.
Sin embargo, se había sentido más turbado de lo que quería admitir por el ligero y cálido peso de Polly. Siempre le había molestado el estilo de vida de ella, tan caótico, pero no le había molestado tomarla entre sus brazos. Cuando la había levantado del suelo, una mano le rozó uno de los pechos de ella y la otra descubrió la suavidad de la piel detrás de las rodillas.
– Vamos a encontrarte una habitación -añadió él bruscamente, dirigiéndose al mostrador de recepción sin esperarla.
Al mirar a su alrededor, Polly dejó de sentirse incómoda por estar en un lugar tan lujoso. Es vestíbulo era enorme y estaba decorado con un gusto exquisito. Ella nunca había estado en un lugar tan elegante, por lo que, mientras se dirigía a recepción, cojeando detrás de Simon, no dejaba de mirar a todas partes con la boca abierta.
– ¡Esto es genial! -susurró a Simon al llegar a recepción, mientras la recepcionista la miraba espantada.
Simon explicó la situación en francés, demasiado rápido para que ella lo entendiera. Después, se produjo un dialogo en el que los gestos parecían indicar que las cosas no iban como Simon hubiera esperado, a juzgar por la expresión triste de su rostro.
– ¿Qué pasa? -preguntó Polly.
– No tienen ninguna habitación libre. No ha habido ninguna cancelación y el hotel está lleno.
– Oh -respondió Polly, algo desilusionada.
A pesar de su rechazo inicial a quedarse con Simon, el hotel parecía tan lujoso que ya no le apetecía en absoluto irse a buscar otro hotel por su cuenta.
– ¿No puedo dormir contigo? -le preguntó a Simon.
– ¿Cómo dices?
– No tienes que ponerte como si te hubiera hecho una proposición indecente -dijo Polly, algo ofendida por la expresión horrorizada del rostro de Simon-. Tú tienes una habitación, ¿verdad? A menudo las habitaciones individuales tienen dos camas.
– Supongo -replicó Simon, secamente-, pero en este caso sólo hay una. Cuando hice la reserva, esperaba poder venir con Helena.
– Entonces, ¿tienes una cama de matrimonio?
– Sí.
– Bueno, a mí no me importa compartirla contigo.
– ¿Compartirla conmigo? -repitió Simon, aún más horrorizado.
– Te apuesto a que las camas de este hotel son lo suficientemente grandes como para que duermas seis personas, así que hay sitio de sobra para dos -afirmó Polly, demasiado tentada ya por la perspectiva de una ducha caliente y sábanas limpias como para volverse atrás-. Además, no sé por qué estás poniendo esa cara. De niños, dormimos muchas veces juntos.
– Puede que no te hayas dado cuenta de que ya no somos niños.
– No creo que eso importe -dijo ella, intentando apartar de su mente el recuerdo de cómo se había sentido cuando él la tomó en brazos-. No es que ninguno de nosotros vaya a tener problemas para controlarse, ¿verdad?
Simon suspiró. Efectivamente, él no quería dormir en la misma cama que Polly. El recuerdo del tacto de su piel seguía fresco en su recuerdo y, probablemente, no iba a desaparecer si ella estaba tumbada a su lado. Sin embargo, ¿qué podría hacer? Ella era Polly. Tal vez tenía un cuerpo mucho más tentador de lo que él había imaginado, pero Simon estaba seguro de que acabaría por exasperarle tanto que en lo único que podría pensar sería en devolvérsela a su padre.
– No se preocupe en buscar otra habitación -le dijo Polly a la recepcionista-. Dormiremos juntos.
Sin salir de su asombro, la mujer miró a Simon, buscando su aprobación. Él asintió.
– La señorita dormirá en mi habitación.
Al llegar a la habitación, Polly se quedó totalmente impresionada.
– ¡Esto es fabuloso! -dijo ella, asomándose al balcón para contemplar la luz de la luna reflejada en la piscina-. ¿Te alojas siempre en sitios como éste o es que querías impresionar a Helena?
– Yo no necesito impresionar a Helena -respondió él con voz cortante, mientras se aflojaba la corbata.
Simon pensó que por lo menos, ya no tenía que hacerlo. Ella nunca hubiera reaccionado como Polly, que seguía recorriendo la habitación con la boca abierta, abriendo armarios y saltando encima de la cama. Cualquier persona pensaría que nunca había estado en un hotel. Simon no sabía si enfadarse o reír por el sencillo placer de Polly al descubrir el lujo por primera vez.
Unos minutos más tarde, les trajeron el equipaje. Polly se cubrió la boca con la mano para no reírse al ver el contraste entre la pulcra maleta negra de Simon y sus bolsas de plástico, llenas a rebosar. Simon sacudió la cabeza y le dio una buena propina al mozo.
– Supongo que te habrás dado cuenta de que has arruinado mi reputación en este lugar. Probablemente todo el mundo estará pensando que te he recogido de cualquier esquina.
– Si tú siempre vas de vacaciones con una maleta como ésa, estoy segura de que se piensan que eres demasiado remilgado para hacer algo así -le replicó ella, dejándose caer de rodillas para ponerse a revolver entre sus cosas en busca de un cepillo, pasta de dientes y un desmaquillador de ojos-. ¡Si sólo son unas cuantas bolsas!
– ¡Unas cuantas! Pues a mí me parece que deben de estar criando. Estoy seguro de que hay más ahora de las que había antes -suspiró Simon, dejándose caer en una silla-. ¿Estás segura de que necesitas todas estas cosas?
– Claro que sí -exclamó Polly, mostrándole triunfante el cepillo de dientes-. No me digas que Helena es una de esas mujeres que se las arregla para tener un aspecto impecable tan sólo con un neceser.
Simon intentó imaginarse a Helena viajando con un montón de bolsas de plástico, pero no pudo. De hecho, le costó mucho imaginarse a Helena de cualquier modo. Recordaba su imagen de elegancia, pero le resultaba imposible recordar sus rasgos, sobre todo si los comparaba con la viveza de los de Polly.
– ¿Me puedo duchar? -preguntó Polly, poniéndose de pie, mientras él no dejaba de recordar el tacto de su cuerpo entre sus propios brazos.
– Sólo si me prometes recoger todo esto cuando salgas.
Polly se limitó a desaparecer en el cuarto de baño. Simon no podía apartar la vista de la puerta, sobre la que parecía que la imagen de ella parecía persistir. Se podía oír el ruido del agua corriendo y la voz de Polly canturreando. Simon se sorprendió al imaginársela, con toda claridad en la bañera, con el agua corriéndole por todo el cuerpo.
De repente, Simon de puso de pie. Aquello era sólo culpa suya por haberle tomado el pelo en casa de los Sterne. Si no lo hubiera hecho, nunca se hubiera visto en aquella fiesta y nunca hubiera tenido que pretender que estaba prometido con ella. Hubiera podido cenar solo y pasar la noche con tranquilidad. En vez de eso, se sentía inquieto e irritado.