Él había vuelto la cara del otro lado nuevamente y jugueteaba con la borla de los visillos. En tono indiferente, preguntó:
—¿Sabes tú lo que Mary Gerrard se propone hacer?
—Piensa aprender a dar masajes, según me ha dicho.
—¡Ya!
Hubo un silencio. Elinor se irguió; inclinó hacia atrás la cabeza. Su voz sonaba imperiosa cuando le dijo:
—Roddy, quiero que me escuches con atención.
Él se volvió hacia ella, ligeramente sorprendido.
—Desde luego, Elinor.
—Quiero que hagas el favor de seguir mi consejo.
—¿Y cuál es tu consejo?
Elinor repuso con toda calma:
—No estás muy atado. Puedes permitirte unas vacaciones siempre que quieras, ¿no es verdad?
—¡Oh, sí!
—Entonces..., hazlo. Márchate a alguna parte, al extranjero, por, digamos, tres meses. Vete solo. Traba nuevas amistades y visita nuevos lugares. Hablemos con franqueza. En este momento crees que estás enamorado de Mary Gerrard. Quizá lo estés. Pero no es el instante de abordarla, tú lo sabes tan bien como yo. Nuestro compromiso queda roto. Vete al extranjero, pues, como un hombre libre, y al cabo de tres meses, como un hombre libre, puedes decidirte. Entonces sabrás mejor si realmente amas a Mary o si se trata tan sólo de un capricho pasajero. Y si entonces estás completamente seguro de que la amas, vuelve y dile que estás seguro de no equivocarte, y quizá ella te escuche entonces.
Roddy se aproximó a Elinor. Le cogió una mano.
—¡Elinor, eres maravillosa! ¡Tienes un cerebro tan claro! ¡Eres tan impersonal! No eres mezquina. Te admiro más de lo que puedes imaginarte. Haré al pie de la letra lo que me sugieres. Me marcharé, me apartaré de todo y comprobaré si realmente estoy enamorado o he estado haciendo el idiota. ¡Oh, Elinor! Realmente, no sabes cuánto te aprecio. Me doy perfecta cuenta de que siempre eres mil veces demasiado buena para mí. Dios te bendiga, querida, por tus bondades.
Rápida, impulsivamente, la besó en una mejilla y salió del aposento. Hizo bien, quizá, en no volver la cabeza y ver el rostro de ella.
IV
Un par de días después, Mary comunicó a la enfermera Hopkins su cambio de fortuna.
Aquella mujer, de espíritu práctico, la felicitó calurosamente.
—Ha sido una gran suerte para usted, Mary —dijo—. La difunta señora podía haber tenido muy buenas intenciones para con usted; pero a menos que una cosa esté escrita, las intenciones no significan nada. Podría muy bien no haber recibido ni un céntimo.
—Miss Elinor manifestó que la noche en que mistress Welman murió le dijo que hiciera algo por mí.
La enfermera Hopkins resopló.
—Es posible. Pero muchas personas lo habrían olvidado después. Los parientes son así. ¡Puede estar segura de que he visto muchas cosas en mi vida! Gentes que al morir decían que sabían que su querido hijo o su querida hija cumplirían sus deseos. De diez veces, nueve, el querido hijo o la querida hija encontraban algún motivo para no realizarlo. La naturaleza humana es la naturaleza humana, y a nadie le gusta separarse de su dinero, a menos que se vea obligado. Miss Elinor sabe cumplir mejor que la mayoría.
Mary murmuró, lentamente:
—Y, sin embargo..., tengo la impresión de que no me quiere.
—Tiene sus motivos —dijo la enfermera Hopkins bruscamente—. No ponga esa cara de inocente, Mary. Mister Roderick la está asediando desde hace algún tiempo.
Mary enrojeció.
La enfermera continuó:
—Se ha enamorado de usted. ¿Qué me dice? ¿También está enamorada de él?
Mary contestó, titubeante:
—No..., no lo sé.... No lo creo. Pero, desde luego, es muy simpático.
—¡Hum! —murmuró la enfermera Hopkins—. ¡No sería para mí! Es uno de esos hombres nerviosos y muy exigentes en la comida también. Los hombres no sirven para gran cosa, aun en el mejor de los casos. No se precipite, Mary. Usted es muy bonita y puede escoger. Miss O'Brien me dijo el otro día que usted debería dedicarse al cine. Las rubias son muy populares, según he oído decir siempre.
Mary contrajo la frente, y preguntó:
—¿Qué le parece que haga con mi padre, mistress Hopkins? Él cree que yo debo darle parte de ese dinero.
—Nada de eso —contestó mistress Hopkins, iracunda—. Mistress Welman no pensó en que ese dinero fuera a parar a él. En mi opinión, hace muchos años que habría perdido el empleo, de no ser por usted. ¡En mi vida he visto un hombre más gandul!
—¡Parece extraño que teniendo ella todo ese dinero no hiciera testamento diciendo cómo había de distribuirse!
La enfermera Hopkins movió la cabeza.
—La gente es así. Siempre lo aplaza.
Mary observó:
—Encuentro que es una tontería.
Mistress Hopkins preguntó:
—¿Ha hecho usted testamento, Mary?
Mary la miró con asombro.
—¡Oh, no!
—Y, sin embargo, ya es mayor de edad.
—Pero yo..., yo no tengo nada que dejar. Por más que ahora sí que tengo.
La enfermera Hopkins dijo bruscamente:
—Desde luego que sí... Y una bonita suma.
Mary murmuró:
—¡Oh, no hay prisa!...
—Ya lo ve —interrumpió la enfermera secamente—. Así es todo el mundo. Porque sea una muchacha que goza de buena salud, no obsta para que pueda sufrir un accidente en un autobús o que la atropelle un auto.
Mary rió. Confesó:
—Ni siquiera sé cómo se hace un testamento.
—Pues es muy fácil. Puede pedir un impreso en la oficina de Correos. Vamos a buscar uno.
En la casita de la enfermera Hopkins, el impreso fue extendido sobre una mesa y se discutió el asunto. La enfermera Hopkins se divertía muchísimo. Un testamento, declaró, era lo mejor después de una muerte.
Mary preguntó:
—¿Quién recibiría el dinero si yo no hiciese testamento?
La enfermera Hopkins contestó con tono de duda:
—Supongo que su padre.
Mary declaró con aspereza:
—De ninguna manera. Preferiría dejárselo a mi tía de Nueva Zelanda.
La enfermera Hopkins dijo alegremente:
—De poco serviría dejárselo a su padre..., pues seguramente no ha de vivir mucho.
Mary había oído decir eso a la enfermera Hopkins tantas veces, que ya no le impresionaba.
—No recuerdo las señas de mi tía. No tenemos noticias de ella desde hace años.
—Supongo que eso no tiene importancia —observó la enfermera Hopkins—. ¿Conoce su nombre de pila?
—Se llama Mary, Mary Riley.
—Muy bien. Escriba que lo deja todo a Mary Riley, hermana de la difunta Elisa Gerrard, de Hunterbury, Maidensford.
Mary se inclinó sobre el impreso, escribiendo. Cuando llegó al fin, se estremeció de repente. Una sombra se había interpuesto entre ella y el sol. Levantó la vista y vio a Elinor Carlisle de pie, al otro lado de la ventana, mirando hacia adentro.
Elinor preguntó:
—¿Qué está haciendo, tan ocupada?
La enfermera Hopkins contestó con una sonrisa:
—Está haciendo su testamento.
—¿Haciendo su testamento?
De pronto, Elinor prorrumpió en una risa extraña..., casi histérica. Comentó:
—¿De manera que está haciendo testamento, Mary? Es cómico. Muy cómico...
Riendo aún, se apartó de la ventana y echó a andar rápidamente por la calle.
La enfermera Hopkins la miró asombrada.
—¿Ha visto? ¿Qué le ha ocurrido?
V
Elinor no había andado más de una docena de pasos, riendo todavía, cuando una mano se posó sobre su brazo por detrás. Ella se detuvo bruscamente y se volvió.
El doctor Lord la miró con fijeza, con el ceño fruncido. Preguntó en tono imperioso:
—¿De qué se ríe?
Elinor contestó:
—Realmente... no lo sé.