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¿Y Roddy?... Roddy también pensaba en que Hunterbury llegase a ser su hogar... Tal vez se basaba en su cariño hacia ella y en la idea de unirse... Subconscientemente, él experimentaba también la sensación de que Hunterbury sería el complemento de su vida común...

Y habrían venido aquí a vivir juntos... Ahora mismo estarían ya viviendo en la magnífica residencia, en vez de estar sacando las cosas para venderlas. En estos momentos habría estado llena de tapiceros, decoradores, albañiles... Y ellos planearían nuevas modificaciones que hermosearan el interior y exterior de aquella casa que era suya, de los dos... Y habrían paseado juntos, muy juntos, por su jardín, causando la envidia de todos los que los viesen por la felicidad que rebosarían... Así habría ocurrido si no hubiese sido por aquel fatal accidente de la belleza de Mary.

¿Qué sabía Roddy de Mary Gerrard...? Nada..., menos que nada... ¿Qué era lo que le atraía de Mary?...

Indudablemente, la joven debía de tener buenas cualidades..., pero ¿lo sabía Roddy?

¿No había dicho él mismo que estaba bajo el influjo de un encanto?

¿No deseaba Roddy verse libre de él?

Si algún día Mary Gerrard..., muriese..., por ejemplo..., tal vez Roddy reconociese: «Más vale así; ahora me doy cuenta. No teníamos nada en común. Hubiéramos sido desgraciados.»

Tal vez hubiese añadido con gentil melancolía:

«Era una criatura encantadora...»

Si a Mary Gerrard le sucediese algo, Roddy volvería a ella, a Elinor... Estaba segura.

Si a Mary Gerrard le sucediese algo...

Elinor hizo girar el picaporte de la puerta lateral. Pasó de la luz a la sombra. Parecía que algo la esperaba dentro de la casa... Tembló.

Atravesó el vestíbulo, abrió otra puerta y penetró en la despensa.

Olía a húmedo allí. Empujó la ventana y la abrió de par en par.

Sobre la mesa dejó todos los paquetes que traía..., la manteca, el pan, la pequeña botella de leche.

Quedó mirándolos un momento y pensó: «¡Qué estúpida soy...! ¡He olvidado el café!»

Miró en los botes que había sobre un estante. En uno de ellos había un poco de té, pero en ninguno pudo encontrar café.

Murmuró para sí:

—Bueno, no importa.

Abrió los tarros de pasta de pescado y quedó ensimismada mirándolos. Luego salió de la despensa y subió la escalera. Se dirigió directamente a la habitación de la difunta mistress Welman. Se aproximó a la cómoda y empezó a abrir cajones y a sacar vestidos, abanicos..., que fue apilando cuidadosamente.

III

En el pabellón, Mary miraba abatidísima a su alrededor.

El pasado acudió a su mente en visión cinematográfica. Veía a su madre haciendo vestiditos para sus muñecas... Y a su padre con su eterno mal humor. La odiaba. Sí, la odiaba...

De pronto, se volvió a la enfermera Hopkins.

—¿No le dio papá ningún encargo para mí antes de... morir?

La enfermera repuso con displicencia:

—¡Oh, no!... Perdió el conocimiento una hora antes de exhalar el último suspiro.

Mary dijo lentamente:

—Creo que debí venir a cuidarle. Después de todo, era mi padre.

La Hopkins replicó con cierto embarazo:

—Mire, Mary... La cuestión no es que fuese su padre o dejase de serlo. Los hijos no se preocupan gran cosa por sus padres en nuestros tiempos. Ni tampoco los padres por sus hijos. Hace unos días estuve oyendo a miss Lamben en la escuela de segunda enseñanza y dijo que la vida familiar es un error y que los hijos deben ser educados y atendidos por el Estado. Las escuelas vendrían a ser una especie de asilo de huérfanos... pero a mí me parece admirable, porque así se evitarán muchos disgustos, sentimentalismos, nostalgias del pasado... y otras muchas cosas. Lo esencial es ganar para comer por medio del trabajo honrado, y no es tan fácil algunas veces.

Mary dijo lentamente, y en sus palabras había tristeza:

—Tal vez tenga usted razón. Pero creo que tengo yo la culpa de que mi padre no haya congeniado conmigo.

La enfermera Hopkins exclamó:

—¡No diga tonterías!

La frase tuvo el estallido de una bomba.

La Hopkins desvió el tópico hacia cuestiones más prácticas.

—¿Qué piensa usted hacer con los muebles? ¿Los va a vender? ¿O piensa llevarlos a un guardamuebles?

—No sé... ¿Qué opina usted?

Echándoles una ojeada, la enfermera Hopkins repuso:

—Algunos son buenos y están en buen estado. Debe conservarlos y amueblar un pisito en Londres cuando pueda. Deshágase de los estropeados. Las sillas y la mesa están en buen uso... Aquel bureau está pasado de moda, pero es de caoba y es probable que el auténtico estilo victoriano vuelva a estar de moda... Yo vendería el armario. Es demasiado grande para transportarlo. Ocuparía la mitad de cualquier habitación.

Hicieron una relación de los muebles que cabía conservar o vender.

Mary aseguró:

—El abogado ha sido muy amable... Me ha adelantado algún dinero para que empiece mi aprendizaje y demás gastos. Transcurrirá un mes o dos antes que pueda entrar en posesión total, según me dijo.

La enfermera declaró con seriedad:

—¿Qué le parece su nuevo trabajo?

—Creo que me va a gustar mucho. Es muy cansado al principio. Llego a casa extenuadísima.

La enfermera declaró con seriedad:

—Yo también creí que me iba a morir cuando empecé a asistir a las prácticas en Saint Luke's. Tenía la seguridad de que no podría resistir los tres años... Sin embargo, lo conseguí.

Habían sacado los trajes y demás ropas del difunto. Ahora se encontraron con una caja de hojalata llena de papeles.

Mary dijo:

—Veamos todo esto.

Sentáronse cada una a un lado de la mesa.

La Hopkins murmuró, sacando un puñado de papeles:

—¡Qué montón de basura guardaba aquí su padre!... Recortes de periódicos... Cartas antiguas...

Mary dijo, desliando un documento:

—¡Éste es el certificado matrimonial de mis padres!... ¡Está fechado en Saint Albans... en el año mil novecientos diecinueve?... ¡Oh! ¡Enfermera!

—¿Qué le ocurre, querida?

Mary exclamó con voz trémula:

—¿No ve usted?... Estamos en mil novecientos treinta y nueve... Y tengo veintiún años... En mil novecientos diecinueve tenía un año de edad... Esto quiere decir que papá y mamá se casaron... después...

La enfermera Hopkins frunció el entrecejo. Luego exclamó vigorosamente:

—¡Bueno! ¿Y qué?... ¿Se va a preocupar por eso en estos tiempos?

—¡Oh, miss Hopkins...!

La enfermera dijo autoritariamente:

—Hay muchas parejas que no se deciden a ir a la Vicaría hasta mucho tiempo después de lo que están obligados..., pero el caso es que lo hagan. ¡Qué más da antes que después!...

Mary exclamó, con voz que parecía un susurro:

—¿No cree usted que tal vez sea por eso por lo que mi padre me odiaba? ¡Porque mi madre le obligó a casarse con ella!

La enfermera titubeó. Se mordió los labios; luego dijo:

—No es eso... —hizo una pausa y prosiguió—: No quiero que se preocupe más. Voy a decirle la verdad. El viejo Gerrard no era su padre.

Mary dijo, suspirando:

—Entonces, ¿ésa era la razón?

La enfermera declaró:

—¡Tal vez!

Mary se atrevió a decir, con las mejillas teñidas de púrpura:

—Tal vez no debiera decirlo, pero créame que me alegro... Me reprochaba siempre interiormente el poco cariño que sentía hacia mi padre... Ahora que me dice usted que no era mi padre, me tranquilizo. ¿Cómo lo supo usted?