La enfermera declaró:
—Gerrard habló mucho sobre esto antes de morir... Yo quise evitar que charlara tan a tontas y a locas, por si llegaba a oídos extraños; pero no me quiso hacer caso... Naturalmente, yo no se lo habría dicho a usted si no hubiese sido porque me daba lástima verla tan preocupada.
Mary dijo lentamente:
—Quisiera saber quién fue mi verdadero padre...
La enfermera titubeó. Abrió la boca y, sin decir palabra, la volvió a cerrar.
Una sombra se extendió por la habitación, y al mirar las dos mujeres hacia la ventana, vieron a Elinor Carlisle.
Elinor dijo:
—Buenos días.
La enfermera respondió:
—Buenos días, miss Carlisle. Hace un tiempo espléndido, ¿verdad?
Y Mary, que en un principio se había asustado, añadió:
—¡Oh, buenos días, miss Elinor!
Elinor declaró:
—He estado haciendo unos emparedados. ¿Quieren venir a probarlos? Es la una de la tarde y es una molestia tener que regresar a almorzar. Traje lo suficiente para tres...
La enfermera Hopkins dijo, agradablemente sorprendida:
—¡Oh, miss Carlisle, es usted excesivamente amable!... ¡Interrumpir lo que estaba usted haciendo!... Yo creía que podría terminar esta mañana aquí... Pero esto se lleva más tiempo del que una cree.
Mary respondió, reconocida:
—Muchas gracias, miss Elinor; es usted muy bondadosa.
Las tres abandonaron el pabellón y se dirigieron a la casa. Elinor había dejado abierta la puerta principal. Penetraron en el vestíbulo. Mary se estremeció levemente. Elinor lo observó:
—¿Qué le sucede? —preguntó:
Mary repuso:
—No es nada... Frío, tal vez... El sol calienta tanto y esto está tan helado...
Elinor dijo en voz baja:
—Es curioso... Yo también he tenido el mismo estremecimiento esta mañana.
La enfermera Hopkins exclamó jocosa, con voz varoniclass="underline"
—Vamos... ¿Quieren hacerme creer que hay fantasmas en la casa?... Yo no he notado nada.
Elinor sonrió. Entraron en la habitación de la derecha. Las persianas estaban subidas y las ventanas abiertas. La temperatura era agradabilísima.
Elinor regresó al vestíbulo, entró en la despensa y volvió al poco tiempo con una bandeja con emparedados. La alargó a Mary, diciendo:
—Tome uno.
Mary tomó uno. Elinor la contempló con fijeza, mientras la muchacha clavaba sus blancos dientes en el emparedado.
Inconscientemente, permaneció algunos segundos en muda contemplación, con la bandeja apoyada en un costado, hasta que, viendo la expresión hambrienta de la enfermera Hopkins, tendió los fiambres a la mujer.
Elinor tomó otro emparedado, y dijo excusándose:
—Quisiera haber podido ofrecerles café, pero olvidé traerlo. En aquella mesa tienen manteca... Si alguna de ustedes quiere...
La enfermera Hopkins dijo con tristeza:
—¡Si tuviéramos un poco de té!
Elinor declaró, sin pensar lo que decía:
—Hay un poco de té en el bote de la despensa.
La faz de la enfermera Hopkins se animó.
Dijo:
—Voy a encender el gas y pondré la tetera al fuego. ¿No hay leche?
—Sí. He traído una botella —repuso Elinor.
La enfermera Hopkins salió apresuradamente hacia la despensa.
—¡Estupendo! —exclamó.
Elinor y Mary quedaron solas.
La atmósfera se cargó de una tensión extraña. Elinor, con gran esfuerzo, intentó entablar conversación. Tenía los labios resecos. Se los humedeció con la lengua y dijo con voz ronca:
—¿Le gusta... el trabajo que está haciendo en Londres?
—Sí... Muchas gracias... Le estoy muy agradecida.
De pronto, un sonido ronco, como un estertor, brotó de la garganta de Elinor. Convirtióse en una risa tan discordante, tan fuera de lugar, que Mary quedó mirándola sorprendida.
Recobrada, Elinor dijo:
—¡No tiene por qué estar agradecida!
Mary, algo cortada, tartamudeó:
—Yo quería decir... que...
Se interrumpió.
Elinor la miraba con tan escrutadora fijeza, de forma tan extraña, que Mary retrocedió un poco asustada.
Dijo, temblando:
—¿Le ocurre algo, señorita?
Elinor volvió a adoptar su expresión habitual.
Se volvió y preguntó a su vez:
—¿Qué me va a ocurrir?
Mary murmuró:
—Usted... parecía...
Elinor repuso con leve sonrisa:
—¿La miraba con fijeza, como ensimismada? Siento que se haya asustado. Me ocurre muy a menudo... Siempre que pienso en algo...
La enfermera Hopkins apareció en el umbral y anunció:
—¡Ya he puesto el agua a hervir!
Y volvió a desaparecer.
Elinor tuvo un acceso de hilaridad.
—Margarita, ¡puso el agua a hervir...! ¡Margarita puso el agua a hervir!... ¡Al fin tendremos té!... ¿Se acuerda usted que jugábamos a esto cuando éramos niñas, Mary?
—Sí, claro que sí...
Elinor repitió:
—Cuando éramos niñas... ¿Verdad que es lástima que no podamos volver al pasado...?
Mary preguntó:
—¿Le gustaría a usted volver al pasado?
Elinor dijo con convicción:
—Sí..., sí.
El silencio se alzó entre ellas durante algún tiempo.
Dijo, enrojeciendo:
—Miss Elinor, no quiero que piense usted...
Se detuvo al ver la expresión de Elinor... Su esbelta figura se irguió y la mandíbula voluntariosa se proyectó hacia adelante...
Dijo con voz fría, acerada:
—¿Qué es lo que no quiere que piense?
Mary murmuró:
—He olvidado... lo... que iba a decir.
El cuerpo de Elinor perdió la rigidez. Lanzó un suspiro, como si hubiese escapado a un peligro horrible.
La enfermera Hopkins entró con una bandeja de madera. Sobre ella veíanse la tetera, la botella de leche y tres tazas.
Exclamó, inconsciente de la crisis:
—¡Aquí está el té!
Puso el servicio ante Elinor. La joven movió la cabeza.
—No quiero té.
Alargó la bandeja a Mary.
Mary llenó dos tazas.
La enfermera Hopkins suspiró, satisfecha.
—Lo he hecho bien cargadito. ¡Está estupendo!
Elinor se levantó y se aproximó a la ventana.
La enfermera intentó convencerla:
—¿Está usted segura de que no quiere té, miss Elinor?... Le sentaría bien.
Elinor murmuró:
—No, gracias.
La enfermera vació su taza. La colocó de nuevo en la bandeja y murmuró:
—Voy a llevar la tetera y ponerla al fuego por si necesitamos tomar otra tacita; así se conservará bien calentito.
Cuando hubo desaparecido, Elinor giró bruscamente sobre sus talones. Dijo con voz en la que se advertía una súplica desesperada:
—Mary...
Mary Gerrard respondió apresuradamente:
—¿Qué quiere usted?
Lentamente desvanecióse la luz del rostro de Elinor. Cerráronse sus labios. La desesperada súplica murió, y dejó en su lugar un antifaz frío e inmóvil.
—Nada.
Un silencio denso cayó sobre la habitación.
Mary pensó: «¡Qué extraño es todo hoy...! ¡Parece que estamos esperando... algo...!»
Elinor hizo un movimiento.
Se separó de la ventana, recogió el servicio del té y colocó en él el plato en que había traído los emparedados.
Mary se apresuró a recogerlo.
—¡Oh, miss Elinor, déjeme a mí!
Elinor repuso con voz cortante:
—No. Quédese donde está. Yo lo haré.
Sacó la bandeja de la habitación. Miró hacia atrás antes de salir y vio a Mary Gerrard junto a la ventana... llena de vida..., joven y bella.
IV
La enfermera Hopkins estaba en la despensa. Limpiábase la cara con un pañuelo. Levantó la mirada con presteza cuando entró Elinor.