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—¡Vaya calor que hace aquí!

Elinor respondió mecánicamente:

—Sí. Está orientada al Sur. Por eso es tan calurosa.

La enfermera la descargó en la bandeja.

—Me permitirá que lave yo los cacharros. Usted no se encuentra en disposición de hacerlo.

—Estoy perfectamente —cogió un paño y dijo—: Yo los secaré.

La enfermera Hopkins se subió las mangas y vertió el agua de la tetera en el barreño.

Elinor dijo, como ensimismada, mirando a la muñeca de la enfermera:

—Se ha arañado.

La Hopkins lanzó una carcajada.

—Sí. En la rosaleda del pabellón... Me clavé una espina... Ahora me la sacaré.

La rosaleda del pabellón... El recuerdo afluyó en oleadas a la mente de Elinor. Ella y Roddy luchaban..., la batalla de las rosas... Días felices, de alegrías... encantadoras. Una sensación de malestar, como una convulsión, la invadió... ¿Qué le sucedería?... ¿Qué negro abismo de odio..., de maldad...? Se tambaleó... Con un esfuerzo se recobró.

Pensó: «He estado rematadamente loca.»

La enfermera Hopkins la miraba con curiosidad.

«Extrañamente erguida, parecía... —así lo relató la enfermera algo más tarde—. Hablaba como si no se diese cuenta de lo que decía, y tenía en los ojos un brillo inusitado...»

Cuando hubo secado los platos y tazas, Elinor cogió uno de los frascos vacíos de pasta de pescado que había sobre la mesa y lo puso dentro del barreño. Mientras lo hacía, dijo, y se asombró de la firmeza de su voz:

—He sacado alguna ropa de mi tía Laura y quisiera que usted me aconseje a quién le podría ser útil en este pueblo...

La enfermera repuso, presurosa:

—¡Oh, sí!... Están las señoras Parkinson, Nellie y otra pobre criatura que habita en Ivy Cottage... Será una bendición para ellas.

Las dos mujeres limpiaron rápidamente todos los utensilios. Luego subieron al primer piso.

En la habitación de mistress Welman veíanse los montones de ropa limpísima. Ropa interior, vestidos, algunas piezas de telas riquísimas, blondas, trajes de terciopelo para noche, un abrigo de pieles. Elinor dijo que pensaba regalar este último a mistress Bishop. La enfermera Hopkins asintió con un movimiento de cabeza.

La enfermera se dio cuenta de que las pieles de mistress Welman fueron reintegradas a los cajones.

«Querrá arreglárselas para ella», pensó para sí.

Dirigió una mirada a la cómoda. Se preguntó si Elinor habría encontrado la fotografía firmada Lewis y lo que habría hecho con ella en caso afirmativo.

«Es curioso —pensó— que la carta de la O'Brien se cruzara con la mía. Jamás creí que pudiese suceder una cosa así. Dar con la foto el mismo día que yo hablé con mistress Slattery.»

Ayudó a Elinor a separar las ropas y se ofreció voluntariamente para clasificarlas, hacer algunos paquetes para las agraciadas y cuidarse de su distribución.

Propuso:

—Yo puedo cuidarme de ello mientras Mary va al pabellón y termina allí. Ella no tiene que mirar más que una caja de papeles y cartas. A propósito, ¿dónde está la muchacha? ¿Fue al pabellón?

Elinor respondió:

—La dejé en la sala...

La enfermera Hopkins murmuró:

—No es posible que esté allí todo este tiempo —miró su reloj—. Pero ¡si hace cerca de una hora que estamos aquí!

Bajó presurosamente la escalera. Elinor la siguió.

Entraron en el salón.

La enfermera Hopkins exclamó:

—¡Pero si se ha quedado dormida!

Mary Gerrard estaba sentada en una poltrona junto a la ventana.

La enfermera Hopkins se aproximó a la muchacha y la sacudió.

—Despierta, querida...

Se interrumpió. Se inclinó sobre la muchacha; le bajó un párpado.

Se volvió a Elinor. Su voz sonaba amenazadora cuando dijo:

—¿Qué significa esto?

Elinor repuso:

—No sé lo que usted quiere decir. ¿Está enferma la muchacha?

La enfermera Hopkins preguntó:

—¿Dónde está el teléfono? Avise al doctor Lord cuanto antes.

Elinor inquirió:

—¿Qué ocurre?

—La muchacha está enferma. Está muriéndose.

Elinor retrocedió un paso.

¿Muriéndose?

La enfermera Hopkins contestó:

—Ha sido envenenada...

Sus ojos, con una expresión de sospecha, se clavaron en Elinor.

PARTE SEGUNDA

1

POIROT SE INTERESA

Hércules Poirot, con su cabeza en forma de huevo reclinada suavemente a un lado, las cejas enarcadas con expresión interrogante y las puntas de sus dedos unidas, observaba al joven que paseaba furiosamente de un extremo a otro del aposento, contraído su rostro simpático y pecoso.

Hércules Poirot preguntó:

Eh bien, amigo, ¿qué es todo esto?

El doctor Lord se detuvo en seco en su paseo.

Contestó:

—Monsieur Poirot: es usted el único hombre del mundo que puede ayudarme. He oído a Stillingfleet hablar de usted; me dijo que lo que usted hizo en el caso de Benedict Farley. Cómo todo el mundo creía que se trataba de un suicidio y usted demostró que era un asesinato.

Hércules Poirot repuso:

—¿Tiene usted, pues, un caso de suicidio entre sus pacientes, un suicidio que no le satisface del todo?

Peter Lord movió la cabeza.

Se sentó enfrente de Poirot. Respondió:

—Hay una joven. ¡Ha sido detenida y va a ser procesada por asesinato! ¡Quiero que usted encuentre las pruebas de que ella no hizo tal cosa!

Las cejas de Poirot se enarcaron un poco más. Luego adoptó un aire discreto y confidencial.

Inquirió:

—Usted y esa joven..., ¿están prometidos? ¿Son novios? ¿Están enamorados mutuamente?

El doctor Lord prorrumpió en una risa áspera y amarga.

Contestó:

—¡No, no se trata de eso! ¡Ella ha tenido el mal gusto de preferir a un asno arrogante y narigudo, con una cara como un caballo melancólico! ¡Es una estupidez por parte de ella, pero así es!

Poirot murmuró:

—Comprendo.

Peter Lord exclamó amargamente:

—¡Oh, sí, usted lo comprende! No es necesario hablar con tacto al respecto. Me enamoré de ella al instante. Y por este motivo no quiero que la ahorquen. ¿Comprende?

Poirot inquirió:

—¿De qué la acusan?

—La acusan de haber asesinado a una muchacha llamada Mary Gerrard, envenenándola con hidrocloruro de morfina. Probablemente ya ha leído usted la historia de la encuesta en la Prensa.

Poirot interrogó:

—¿Y el móvil?

—¡Los celos!

—Y, en su opinión, ¿ella no cometió dicho crimen?

—No, desde luego que no.

Hércules Poirot le miró pensativo un instante y luego dijo:

—¿Qué es, concretamente, lo que usted quiere que yo haga? ¿Investigar este caso?

—Quiero que usted la salve.

—Yo no soy ningún abogado defensor, mon cher.

—Lo explicaré con más claridad: quiero que usted encuentre las pruebas que permitan a su abogado defenderla con éxito y ponerla en libertad.

—Propone usted eso de un modo algo extraño.

Peter Lord repuso:

—¿Porque hablo con franqueza, quiere usted decir? Yo lo veo muy claro. Quiero que no condenen a esa muchacha. ¡Creo que usted es el único hombre que puede hacerlo!

—¿Quiere usted que yo examine los hechos? ¿Que averigüe la verdad? ¿Que descubra lo que realmente ocurrió?

—Quiero que usted encuentre todos los hechos que hablen en favor de la muchacha.

Hércules Poirot, con cuidado y precisión, encendió un diminuto cigarrillo.