—No soy yo quien las retuerce. Son los hechos. Son como esas agujas que hay en las ferias, que dan vueltas y, cuando se detienen, apuntan siempre al mismo nombre. Y ahora el nombre es: Elinor Carlisle.
El doctor Lord exclamó:
—¡No!
Hércules Poirot movió la cabeza tristemente. Luego dijo:
—¿Tiene parientes esa Elinor Carlisle? ¿Hermanos, primos, padres?
—No. Es huérfana. Está sola en el mundo.
—¡Qué patético! Bulmer esgrimirá sabiamente el efecto de esta desgracia... ¿Quién heredará su dinero en caso de que muera?
Peter Lord enrojeció. Dijo, vacilante:
—No... No lo sé.
Hércules Poirot miró al techo de la habitación y juntó las puntas de los dedos. Observó:
—Sería preferible que me lo dijera.
—Que le dijera, ¿qué?
—Lo que piensa exactamente..., aunque parezca redundar en perjuicio de Elinor Carlisle.
—¿Cómo sabe usted?
—Sí... Sé que hay algo que bulle en su cerebro. Vale más que me lo diga... Si no, creeré que existe algo mucho peor que todo lo que me ha estado contando hasta ahora.
—No es nada en realidad...
—De acuerdo que no es nada. Pero dígame lo que sea.
Lentamente, de mala gana, Peter Lord se dejó sacar toda la historia... La escena en que Elinor, apoyada en la ventana de la casita en que habitaba la enfermera Hopkins, lanzó la carcajada...
Poirot repitió, pensativo:
—Ella dijo: «¿Está usted haciendo su testamento, Mary? ¡Oh, es gracioso... graciosísimo!» Y usted leyó en su cerebro como en un libro abierto... Ella pensaba... tal vez... que Mary Gerrard no viviría mucho tiempo...
Lord dijo:
—Eso me figuré yo... No sé...
Poirot declaró:
—Usted hizo algo más que figurárselo...
3
LA ENFERMERA HOPKINS
Hércules Poirot tomó asiento en la salita de la casa de la enfermera Hopkins.
El doctor Lord le había acompañado hasta allí y, después de hacer las presentaciones, salió a una seña del detective y dejó solos a los dos interlocutores.
Después de escrutar detenidamente la extraña figura del detective, la enfermera empezó a decir:
—Sí. Ha sido una cosa terrible. Lo más terrible que he conocido en mi vida. Mary era una de las criaturas más preciosas que han existido en este mundo. ¡Tal vez hubiese llegado a ser artista de cine si se lo hubiese propuesto! Y, además de eso, era una muchacha formal y poco orgullosa, a pesar de lo que podía reservarle el futuro.
Poirot intervino, lanzándose a fondo:
—¿Quiere usted dar a entender lo que le reservaba mistress Welman?
—Sí. La anciana se había encaprichado de la pobre niña. Llegó a tomarle un cariño tremendo.
—¿Era sorprendente ese cariño?
—Eso depende... En realidad..., era natural... Quería decir... —la enfermera se mordió los labios. Parecía confundida—. Quería decir que Mary supo atraerse aquel sentimiento... Poseía una voz dulce y agradables modales... Y, según mi opinión, a las ancianas les agrada en cierto modo la presencia de rostros jóvenes.
Hércules Poirot dijo:
—¿Venía miss Carlisle con alguna frecuencia a ver a su tía?
La enfermera repuso con sequedad:
—¡Miss Carlisle venía cuando le parecía bien!
Poirot murmuró:
—No le es simpática miss Carlisle, ¿verdad?
La enfermera Hopkins exclamó:
—¿Cómo quiere que me sea simpática una envenenadora?...
Hércules Poirot le interrumpió:
—Veo que está usted convencida.
La enfermera le miró con suspicacia.
—¿Qué quiere usted?... ¿Que oculte mi pensamiento?
—¿Está usted segura de que fue ella la que administró la morfina a Mary Gerrard?
—¡Dígame usted quién pudo ser, si no! ¿Se atreve a insinuar que fui yo?
—Ni imaginarlo, señorita... Pero su culpabilidad no ha sido probada todavía. Recuérdelo. No formule, pues, juicios.
La enfermera repuso pausadamente:
—Fue ella. Aparte de otras muchas cosas, lo pude leer en su cara. Tenía una expresión extraña aquel día. Me hizo subir al primer piso y me tuvo allí largo rato. Cuando regresamos y encontramos muerta a Mary..., su rostro la denunció. Vi que ella se dio cuenta de que yo lo sabía.
Hércules dijo pensativamente:
—Es difícil, en efecto, creer que cualquier otra persona pudiera haberlo hecho. A menos que la misma Mary...
—¿Quiere usted decir que se hubiera matado ella misma? ¿Cree, en serio, que Mary se suicidó? ¡Jamás he oído una tontería tan grande!
Hércules dijo, sentencioso:
—¡Quién sabe! ¡El corazón de las muchachas es tan sensible, tan tierno!
Hizo una pausa y añadió:
—¿Cree usted que no pudo ser posible? ¡Tal vez echó la droga en el té sin que ustedes se diesen cuenta!
—¿Querrá usted decir en su propia taza?
—Sí. Usted no estaría observándola todo el tiempo.
—Desde luego que no. Admito que pudo hacerlo. Pero es incongruente esa idea. ¿Por qué había de hacer una cosa así?
Hércules Poirot movió la cabeza con aire de duda. Replicó:
—El corazón de las muchachas es tan sensitivo... Un amor contrariado, tal vez...
La enfermera gruñó:
—Las muchachas no se matan por contrariedades amorosas. Eso no lo hacen más que las hijas de familia... y Mary no lo era.
Y miró agresiva al detective.
Poirot preguntó:
—¿No estaba enamorada?
—Nada de eso. Era libre como el aire. Le gustaba su empleo y vivía su vida...
—Pero debía de tener admiradores, puesto que era una muchacha tan atractiva.
La enfermera afirmó:
—No era de esas muchachas que hacen cucamonas a todo el mundo. No. Era muy calladita y muy formal.
—Pero, sin duda, debían de pretenderla muchos mozos del lugar...
—Sí. Ted Bigland, por ejemplo...
Poirot consiguió varios datos sobre Ted Bigland.
—Estaba celosísimo por Mary —dijo la enfermera—. Pero, como ya le dije a ella, no era suficiente partido.
Poirot replicó:
—Se encolerizaría cuando Mary le despreció.
—Sí, en efecto; le sentó bastante mal. Y me echó a mí la culpa.
—¡Ah!... ¿Adivinó que todo se había debido a su intervención?
—Comprenderá usted que yo estaba en mi perfecto derecho de aconsejar así a la chica. Tengo bastante experiencia en el mundo, y no quería que se decidiera a nada de que luego pudiera arrepentirse.
Poirot inquirió con cortesía:
—¿Qué le hacía interesarse tanto por la muchacha?
—Pues..., no sé... —titubeó. Parecía intimidada y avergonzada de sí misma—. Tal vez un sentimiento romántico...
Poirot murmuró:
—Tal vez ella invitara al romanticismo, pero no las circunstancias que la rodeaban —reflexionó un momento y preguntó de pronto—: ¿No era hija del guarda?
La enfermera Hopkins respondió:
—Sí, sí, desde luego. Por lo menos...
Miró titubeando a Hércules Poirot, que la observaba con aire de simpatía.
Le dijo en tono confidenciaclass="underline"
—Mire, señor... La muchacha no era hija del viejo Gerrard. Así me lo dijo él. Su padre era un caballero de la alta sociedad.
Poirot murmuró:
—¡Ah! ¿Y su madre?
La enfermera titubeó, se mordió los labios y al fin dijo:
—Su madre fue doncella de la anciana mistress Welman. Se casó con Gerrard después de haber nacido Mary.
—Es una novela, una novela de misterio.
El rostro de la enfermera se iluminó.
—¿Verdad que sí? No se puede evitar cierta atracción hacia las personas de las cuales se sabe algo que ignoran los demás. Por casualidad llegué a averiguar muchas cosas. En realidad, fue la enfermera O'Brien la que me puso sobre la pista; pero eso es otra historia. Como usted dice, es interesante conocer el pasado. Hay muchas tragedias que nadie sería capaz de adivinar. ¡Qué mundo tan triste!