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Poirot suspiró y movió la cabeza.

La enfermera exclamó, súbitamente alarmada:

—No debía haberle contado todo esto. Por nada del mundo me habrían sacado una palabra. Después de todo, nada tiene que ver con el caso... En lo que concierne al mundo, Mary era hija de Gerrard y nadie debe saber lo contrario. ¡Sería horrible humillar su memoria ahora que ha muerto! Además, se casó con la madre de Mary. No importa el porqué.

—Pero usted sabe quién fue su padre, ¿verdad?

La enfermera respondió, haciendo una mueca de disgusto:

—Tal vez sí, aunque puede ser que no. Es decir, he adivinado algo, pero no puedo asegurar nada. Los pecados antiguos están cubiertos por espesos velos. Además, yo no soy de las que les gusta hablar, y no me sacará una palabra más.

Poirot, con gran tacto, abandonó el ataque y cambió de tópico. Declaró:

—Hay algo más. Una cosa muy delicada. Pero estoy seguro de poder contar con su discreción.

La enfermera rebosaba satisfacción. Una sonrisa amplia apareció en su rostro vulgar.

Poirot continuó:

—Me refiero a mister Roderick Welman. Experimentaba cierta atracción hacia Mary Gerrard. ¿No es verdad?

La enfermera asintió:

—¡Bebía los vientos por ella!

—Aunque en aquel tiempo estaba prometido a miss Elinor Carlisle, ¿eh

La enfermera declaró.

—Si he de decirle la verdad, él no estaba lo que se dice loco por miss Carlisle. Era más bien frío con ella.

Poirot preguntó:

—¿Animó... o, mejor dicho, alentó Mary las pretensiones de Roderick?

La enfermera afirmó con voz cortante:

—Se comportó siempre con honestidad. Nadie puede decir que fomentase la pasión de mister Welman.

Poirot preguntó:

—¿Estaba enamorada de él?

—No. No lo estaba.

— ¿Y le gustaba?

—¡Oh!, sí... A la pobre le gustaba mucho mister Roderick.

—Supongo que, con el tiempo, ese sentimiento de ella se habría transformado en otro más...

—Sí. Tal vez —interrumpió la Hopkins, comprendiendo la idea—. Pero Mary no era de las que obraban apresuradamente en nada. Le declaró que no volvería a permitirle que hablase con ella de ese asunto mientras estuviese prometido a miss Elinor. Y cuando fue a verla a Londres volvió a repetirle lo mismo.

Poirot le preguntó con aire ingenuo:

—¿Qué opinión tiene usted de mister Roderick Welman?

La enfermera repuso:

—Es un joven simpatiquísimo. Bastante nervioso. Con el tiempo será dispéptico. Casi todos los adultos de su temperamento lo son.

—¿Quería mucho a su tía?

—Así lo creo.

—¿Permanecía mucho tiempo a su lado cuando estuvo enferma?

—¿Quiere usted decir cuando sufrió el segundo ataque? La noche que precedió a su muerte..., cuando ellos vinieron, ¿verdad? No creo que entrase en su habitación.

—¿De veras?

La enfermera dijo rápidamente:

—Ella no preguntó por él. Y, desde luego, no sospechábamos que el fin estuviese tan próximo. Muchos hombres son así; huyen de una habitación donde hay un enfermo. No pueden remediarlo. No es que sean insensibles. Simplemente, les molesta y se ponen nerviosos.

Poirot movió la cabeza en señal de comprensión. Preguntó:

—¿Está segura de que mister Welman no entró en el cuarto de su tía antes que ella muriese?

—¡No, mientras yo estaba de servicio! Miss O'Brien me relevó a las tres de la madrugada, y es posible que ella le llamase antes del fin; pero si lo hizo, no me lo contó a mí.

Poirot sugirió:

—Tal vez entró en la habitación cuando usted estaba ausente...

La enfermera repuso con aspereza:

—No abandono a mis pacientes ni un instante, mister Poirot.

—Perdóneme. No quería decir tal cosa. Se me ocurrió que quizá usted tuvo que hervir agua o bajar la escalera para buscar algún estimulante.

Apaciguada, la enfermera confesó:

—En efecto, bajé a cambiar las botellas y llenarlas de nuevo. Sabía que había un caldero con agua hirviendo en la cocina.

—¿Estuvo ausente mucho tiempo?

—Tal vez unos cinco minutos.

—¡Ah! ¿Entonces mister Welman pudo entrar en el cuarto?

—Si lo hizo, debió de ser cosa de un segundo.

Poirot suspiró. Dijo:

—Como usted ha dicho, los hombres huyen de los enfermos. Las mujeres son ángeles que nos cuidan. ¿Qué haríamos sin ellas? Especialmente las mujeres de su noble profesión.

La enfermera, enrojeciendo ligeramente, balbució:

—Es usted muy amable al decir eso. Nunca he pensado en ello. El trabajo de enfermera es demasiado pesado y no queda tiempo para pensar en su aspecto noble.

Poirot preguntó:

—¿Y no puede decirme nada más de Mary Gerrard?

Hubo una pausa antes que la enfermera contestase:

—No sé nada más.

—¿Está completamente segura?

La enfermera dijo, algo incoherente:

—Usted no comprende. Yo estimaba mucho a Mary.

—¿Y no puede usted decirme nada más?

—¡No, nada más! Absolutamente nada más.

4

EMMA BISHOP HABLA

Ante la severa majestuosidad de mistress Bishop, vestida de negro, Hércules Poirot estaba sentado humildemente como un ser insignificante.

Abordar a mistress Bishop no era cosa fácil. Pues mistress Bishop, una dama de opiniones y hábitos conservadores, sentía grandes antipatías por los extranjeros. E indudablemente Hércules Poirot era uno de ellos. Las respuestas de la señora eran glaciales y le miraba con recelo y desagrado.

La representación del doctor Lord no había suavizado gran cosa la situación.

—Estoy segura —dijo mistress Bishop, cuando Peter Lord se hubo marchado— de que el doctor Lord es un médico inteligente y tiene buenas intenciones.

¡El doctor Ransone, su predecesor, había ejercido allí muchos años! Se podía estar seguro de que el doctor Ransone se comportase de una manera adecuada al condado. El doctor Lord, simplemente un joven irresponsable, un advenedizo que había ocupado el puesto del doctor Ransone, no tenía más que una recomendación: «inteligencia», «habilidad» en su profesión.

—¡La habilidad —parecía decir el continente de mistress Bishop— no era bastante!

Hércules Poirot estuvo persuasivo. Estuvo hábil y discreto. Pero mistress Bishop siguió altiva e implacable.

La muerte de mistress Welman había sido muy sentida. Ella había sido muy respetada en el distrito. La detención de miss Carlisle constituía una «vergüenza» y era, sin duda, el resultado de «estos nuevos métodos policíacos». Las opiniones de mistress Bishop sobre la muerte de Mary Gerrard eran sumamente vagas. «No lo sé», «no podría decirlo», fue todo lo más que pudo arrancarle.

Hércules Poirot jugó su última carta. Refirió con orgullo una reciente visita suya a Sandringham. Habló con admiración de la encantadora sencillez y bondad de la realeza.

Mistress Bishop, que seguía diariamente en la gacetilla de la Corte todos los movimientos de la realeza, quedó abrumada. Después de todo, si ellos mandaron buscar a mister Poirot... Naturalmente, esto lo cambiaba todo, esto era diferente. Extranjero o no extranjero, ¿quién era ella, Emma Bishop, para rechazar a una persona que la realeza había admitido?

Poco después, ella y Poirot conversaban animada y agradablemente sobre un tema en verdad interesante: nada menos que de la elección de un esposo apropiado para la princesa Isabel.

Después de haber agotado todos los candidatos posibles, considerándolos «indignos de ella», la conversación recayó sobre tópicos menos elevados.