Levantó su cabeza rojiza y miró con fijeza a Poirot.
El detective suspiró:
—En efecto, ¿de qué iba a servirle?
11
LA HISTORIA DE ELINOR
Elinor Carlisle...
A través de la mesa que los separaba, Poirot la observaba atentamente.
Estaban solos. Tras una mampara de cristal, un celador los vigilaba.
Poirot observó el rostro sensitivo e inteligente, con la frente ancha y blanca, y las orejas y la nariz finamente modeladas. Líneas finas; una criatura orgullosa y sensible, refinada, y algo más, con capacidad para sentir una gran pasión. Dijo:
—Yo soy Hércules Poirot. El doctor Lord me ha recomendado que viniese a verla. Cree que yo puedo ayudarla.
Elinor Carlisle murmuró:
—Peter Lord...
Su tono era reminiscente. Durante un momento sonrió, melancólica. Continuó:
—Es muy bondadoso, pero no creo que pueda usted hacer nada.
El detective dijo:
—¿Querría usted hacer el favor de contestar a mis preguntas?
Ella suspiró, y dijo:
—Créame... realmente..., sería mejor que no hiciese ninguna pregunta. Estoy en buenas manos. Mister Seddon ha sido muy amable conmigo. Me defenderá un famoso abogado.
Poirot dijo:
—¡No es tan famoso como yo!
Elinor Carlisle dijo, con acento de cansancio:
—Posee una gran reputación.
—Sí, para defender criminales. Yo tengo una reputación... para demostrar la inocencia.
Alzó los ojos al fin; ojos intensamente azules. Miraron con fijeza a los de Poirot. Preguntó:
—¿Cree usted que soy inocente?
Hércules Poirot repuso:
—¿Lo es usted?
Elinor esbozó una sonrisa irónica. Replicó:
—¿Es ésa una prueba de su habilidad? Es muy fácil, ¿no es verdad?, contestar: «Sí.»
Poirot dijo inesperadamente:
—Está usted muy cansada, ¿no es cierto?
Los ojos bellamente azules de la muchacha se dilataron un poco. Respondió:
—Sí, mucho. ¿Cómo lo ha sabido?
Hércules Poirot contestó:
—Lo he sabido.
Elinor observó:
—Estaré contenta cuando todo esto... termine de una vez.
Poirot la contempló en silencio un instante. Luego dijo:
—He visto a... su primo, a mister Roderick Welman.
El rostro blanco y orgulloso enrojeció ligeramente. Poirot se dio cuenta de que una pregunta suya iba a contestarse sin haber sido hecha.
Ella dijo, con voz ligeramente temblorosa:
—¿Ha visto usted a Roddy?
Poirot respondió:
—Está haciendo todo cuanto puede por usted.
—Lo sé.
Su voz era suave.
—¿Es pobre o rico?
—¿Roddy? No posee gran fortuna propia.
—¿Y es derrochador?
Ella respondió, distraída:
—Ninguno de los dos creíamos que eso tenía importancia. Sabíamos que algún día... —se interrumpió.
Poirot preguntó rápidamente:
—¿Contaba usted con su herencia? Es muy comprensible. Quizá sepa usted el resultado de la autopsia practicada a su tía. Murió de una intoxicación producida por morfina.
Elinor Carlisle repuso con frialdad:
—Yo no la maté.
—¿La ayudó usted a suicidarse?
—¿Que si la ayudé?... ¡Oh, comprendo! No, no hice tal cosa.
—¿Sabía usted que su tía no había hecho testamento?
—No. Lo ignoraba por completo.
Su voz, ahora, carecía de inflexión. La respuesta fue mecánica, sin interés.
Poirot preguntó:
—Y usted, ¿ha hecho testamento?
—Sí.
—¿Lo hizo el día en que el doctor Lord le habló a usted al respecto?
—Sí.
De nuevo su rostro enrojeció.
Poirot interrogó:
—¿A quién ha dejado usted toda su fortuna, miss Carlisle?
Elinor contestó quedamente:
—Lo he dejado todo a Roderick, a Roderick Welman.
—¿Sabe él eso?
Ella respondió rápidamente:
—No, ciertamente que no.
—¿No lo discutió usted con él?
—Naturalmente que no. Se habría encontrado en una situación embarazosa y le habría disgustado que yo hiciera tal cosa.
—¿Quién más conoce el contenido de su testamento?
—Únicamente mister Seddon... y sus ayudantes, supongo.
—¿Redactó mister Seddon el testamento?
—Sí, le escribí aquella misma noche; quiero decir la noche del día en que el doctor Lord me habló de ello.
—¿Echó usted personalmente la carta al correo?
—No. La deposité en el buzón de la casa con las otras cartas.
—Usted la escribió, la metió en un sobre, cerró éste, le puso un sello y la introdujo en el buzón, comme ça? ¿No se detuvo usted a reflexionar? ¿A leer de nuevo la carta?
Elinor contestó, mirándole con fijeza:
—La volví a leer. Fui a buscar unos sellos. Al volver, leí de nuevo la carta para asegurarme de que me había expresado con claridad.
—¿Había alguien más en el cuarto con usted?
—Solamente Roddy.
—¿Sabía él lo que estaba usted haciendo?
—Le he dicho que no.
—¿Pudo alguien leer la carta cuando usted salió del cuarto?
—Lo ignoro... ¿Se refiere a una de las criadas? Supongo que pudieron hacerlo si hubieran entrado en la habitación durante mi breve ausencia.
—¿Y antes que mister Roderick Welman entrase?
—Sí.
Poirot dijo:
—Y él, ¿pudo haberla leído también?
La voz de Elinor era clara y despectiva. Replicó:
—Puedo asegurarle a usted, monsieur Poirot, que mi primo, como usted le llama, no lee las cartas ajenas.
Poirot repuso:
—Ésa es la idea aceptada. Se sorprenderá usted si supiera cuántas personas hacen cosas que no deben hacerse.
Elinor se encogió de hombros.
Poirot dijo en tono casuaclass="underline"
—¿Fue aquel día cuando se le ocurrió la idea de matar a Mary Gerrard?
Por tercera vez el rostro de Elinor Carlisle enrojeció. Esta vez fuertemente. Preguntó:
—¿Eso se lo dijo Peter Lord?
Poirot dijo suavemente:
—Fue entonces, ¿no es verdad? Cuando usted miró por la ventana y la vio haciendo el testamento. Fue entonces, ¿no es cierto?, cuando se le ocurrió lo divertido y lo conveniente que sería si Mary Gerrard muriese por casualidad...
Elinor dijo en voz baja, sofocada:
—Él lo adivinó..., él me miró y lo adivinó.
Poirot dijo:
—El doctor Lord sabe mucho... No es ningún necio ese joven de rostro pecoso y cabello rojizo...
Elinor preguntó en voz baja:
—¿Es cierto que él le ha mandado venir para que me ayude?
—Es verdad, mademoiselle.
Ella suspiró, y dijo:
—No lo entiendo. No, no lo entiendo.
Poirot dijo:
—Escuche, miss Carlisle. Es necesario que usted me diga lo que ocurrió el día de la muerte de Mary Gerrard; adonde fue usted, lo que hizo; más aún: quiero conocer hasta lo que usted pensó.
Ella le miró con fijeza, asombrada. Luego, lentamente, una sonrisa asomó a sus labios. Contestó:
—Usted debe de ser un hombre increíblemente simplote. ¿No comprende usted cuan fácil me sería mentirle?
Hércules Poirot repuso plácidamente:
—No importa.
Estaba perpleja.
—¿No importa?
—No. Pues las mentiras, mademoiselle, dicen a un oyente tanto como la verdad. A veces dicen más. Vamos, vamos, comience. Encontró usted a su ama de llaves, a la excelente mistress Bishop. Quería ir a ayudarla. Usted no se lo permitió. ¿Por qué?
—Quería estar sola.
—¿Porqué?
—¿Por qué? ¿Por qué? Porque yo quería... pensar.
—Quería usted pensar..., sí. ¿Y qué hizo después?
Elinor, con la barbilla erguida retadoramente, contestó:
—Compré un poco de pasta para emparedados.