—Gracias, acepto.
Las dos mujeres se inclinaron sobre sus tazas humeantes.
La enfermera O'Brien rompió el corto silencio:
—Anoche ocurrió una cosa muy extraña —dijo en voz baja—. A las dos de la mañana entré para poner cómoda a nuestra querida enferma, como es mi costumbre, y la encontré despierta. Debía de estar soñando, porque cuando llegué decía: «La fotografía... ¡Quiero la fotografía!»
—¡Qué fotografía era?
—Ahora verá... Yo le dije: «Sí, mistress Welman. ¿No podría usted esperar a mañana?» Y ella me contestó: «No, ¡quiero verla ahora mismo!» «¿Dónde está la fotografía? —le pregunté—. ¿Es la de mister Roderick la que usted quiere ver?» Y ella me respondió: «¿Ro-de-rick?... No... ¡La de Lewis!» Empezó a forcejear para incorporarse; yo la ayudé, y ella sacó de la cajita que hay al lado de su cama un manojo de llaves y me pidió que abriese el segundo cajón de la cómoda, y allí encontré una fotografía con marco de plata, de gran tamaño. ¡Qué hombre más guapo el de la foto! En una esquina del retrato leí su nombre: «Lewis.» Muy antiguo, desde luego. La fotografía debió de ser hecha hace muchos años. Se la llevé y ella permaneció largo rato contemplándola y murmurando: «¡Lewis..., Lewis!» Luego suspiró profundamente y, devolviéndomela, me rogó que la guardase donde estaba. ¿Y... querrá creerme si le digo que cuando regresé a su lado dormía tan dulcemente como un niño?
La enfermera Hopkins preguntó:
—¿Cree usted que era su marido?
—¡No! Esta mañana ha preguntado a mistress Bishop cómo se llamaba mister Welman y me ha dicho que... ¡Henry!
Las dos mujeres quedaron mirándose extrañadas. El extremo de la desarrollada nariz de la enfermera Hopkins se estremeció con una conmoción de alegría. Dijo, pensativamente:
—¡Lewis..., Lewis! No he oído pronunciar ese nombre por estos alrededores.
—¡Debe de hacer muchos años de eso! —le recordó la enfermera O'Brien.
—Sí, desde luego. Y yo no llevo aquí más que dos años. Sin embargo, me pregunto...
La O'Brien exclamó, interrumpiendo a su compañera:
—¡Era un hombre extraordinariamente guapo! ¡Apostaría a que era oficial de caballería!
La enfermera Hopkins tomó un sorbo de té y dijo:
—¡Es muy interesante!
Su compañera exclamó, en un arrobo de romanticismo:
—Tal vez se amaban cuando eran niños y un padre cruel los separó...
La enfermera Hopkins completó el pensamiento de su colega, diciendo con un suspiro profundísimo:
—Es probable que luego lo mataran en la guerra.
III
Cuando la enfermera Hopkins, agradablemente estimulada por el té y las meditaciones románticas, salió de la suntuosa residencia, Mary Gerrard corrió tras ella hasta llegar a su lado.
—¿Me permite que vaya hasta el pueblo con usted?
—Naturalmente, Mary querida.
Mary Gerrard dijo casi sin aliento:
—Tengo que hablarle. ¡Estoy tan preocupada!
La vieja enfermera la miró cariñosamente.
A los veintiún años, Mary Gerrard era una criatura encantadora, con la irrealidad de la rosa silvestre flotando a su alrededor como una aureola; poseía un cuello largo, como de cisne, y nacarado; sus cabellos, de color de oro, enmarcaban su cabeza exquisitamente modelada, cayendo en bucles que reflejaban la luz del sol. Sus ojos, de un color azul oscuro, chispeaban inteligentes.
La enfermera Hopkins preguntó:
—¿Qué pasa, querida?
—Pues me pasa que va transcurriendo el tiempo y no hago nada.
—¿Cree que no tendrá tiempo para hacer algo?
—Bien, pero no voy a estar siempre así. Mistress Welman es demasiado bondadosa. Mi permanencia en el colegio y en el extranjero debe de haberle ocasionado gastos enormes. Ahora quisiera empezar a ganarme mi pan. Quiero aprender algo de provecho.
La enfermera movió la cabeza asintiendo.
—Estoy malgastando mi tiempo y mi juventud. He intentado explicar mis intenciones a mistress Welman, pero no quiere comprenderme. Dice, como usted, que ya tendré tiempo sobrado.
—Tenga en cuenta que está enferma.
Mary se ruborizó, contristada.
—Sí, y supongo que no debo contrariarla en nada. Pero es fastidiosa esta situación, ¡y papá es tan brutal a veces! Siempre está burlándose de mí por ser una señorita holgazana. No puedo continuar así.
—Ya lo veo.
—Lo malo es que el aprendizaje de un oficio siempre exige un gasto que yo no puedo hacer. Conozco el alemán bastante bien y tal vez me sirva para algo. Pero mi idea es hacerme enfermera en un hospital. Me gusta cuidar a los enfermos.
La enfermera replicó con terrible crudeza:
—Tenga en cuenta que para eso hace falta un estómago de camello.
—No me importa. Yo soy fuerte. Y tengo aptitudes para enfermera. La hermana de mi madre, que vive en Nueva Zelanda, es enfermera. Como usted ve, lo llevo en la sangre.
—¿Por qué no aprende a dar masajes? —sugirió la enfermera Hopkins—. A usted le gustan los niños. Con el masaje podría ganar mucho dinero.
Mary contestó, titubeando:
—Debe de ser muy caro aprender, ¿verdad? Yo esperaba..., pero temo abusar de ella... Ya ha hecho bastante por mí.
—¿Se refiere a mistress Welman? No diga tonterías. Tengo la convicción de que ella no hará más que cumplir con su deber. Le ha dado una educación superficial..., ya que no la ha puesto en condiciones de ganarse la vida por sí sola. ¿Por qué no se dedica a dar clases?
—No me creo lo suficientemente capacitada.
—¡Lo que le pasa a usted es que es excesivamente tímida! Siga usted mi consejo, Mary. Tenga paciencia, que, como le he dicho, mistress Welman está obligada a proporcionarle los medios de ganarse su subsistencia honradamente. Tengo la seguridad de que ella tiene esa intención. Se ha encariñado tanto con usted que, por ahora, no le permitiría, en modo alguno, que se marchara de su lado.
—¿Lo cree usted de veras? —preguntó Mary, tartamudeando de emoción.
—No tengo la menor duda de ello. La pobre señora se encuentra incapaz de hacer el más leve movimiento, con todo un lado paralizado..., y está desesperada cuando no tiene a nadie que la distraiga. Con usted posee una compañera ideal, que no podría pagar con todo el dinero que tiene.
Mary murmuró en voz baja:
—Si piensa usted de veras lo que dice..., me tranquiliza... ¡Quiero tanto a mistress Welman!... ¡Ha sido siempre tan buena para mí!... Sería capaz de cualquier cosa por ella!
La enfermera Hopkins repuso secamente:
—Entonces, lo mejor que puede hacer es permanecer igual que está y no preocuparse... ¡No estará así mucho tiempo!...
Mary se sobresaltó:
—¿Quiere usted decir...?
—Ahora se encuentra muy repuesta..., pero no durará mucho esa mejoría. No tardará en tener un segundo ataque y luego un tercero... Lo sé por experiencia. Tenga paciencia, hija mía; procure endulzar los últimos días de la anciana enferma, y ésa será la mejor acción que habrá hecho usted en toda su vida. Luego podrá dedicarse a buscar un empleo adecuado a sus conocimientos.
—Es usted muy amable —dijo Mary.
—¡Mire! —exclamó la enfermera Hopkins—. Ahora sale su padre del pabellón y no parece que piense pasar el día agradablemente, por lo que veo.
Las dos mujeres se hallaban ahora junto a las grandes puertas de hierro. Por la escalera del pabellón apareció un anciano, encorvado, que descendió fatigosamente los escalones.
La enfermera Hopkins le saludó, joviaclass="underline"
—¡Buenos días, mister Gerrard!
Efraim Gerrard respondió con enojo:
—¡Bah!
—¡Hace buen tiempo! —se atrevió a decir la enfermera.
—¡Para usted, tal vez; pero no para mí! El lumbago me está martirizando cruelmente.
—Eso es consecuencia de la humedad de la semana pasada. Con el tiempo seco que disfrutamos ahora, mejorará mucho.