Laura Welman exclamó, con el aire de una leona en celo:
—¿Es eso lo que ha estado metiéndote Gerrard en la cabeza? ¡No le hagas caso a tu padre, Mary! ¡Nadie se atreverá jamás a pensar eso de ti! Te ruego que te quedes a mi lado... Por lo menos hasta que yo muera... No tendrás que esperar mucho...
—¡Oh, no diga eso, mistress Welman! El doctor Lord asegura que vivirá usted todavía mucho tiempo.
—No es ese mi deseo, querida. El otro día le dije que lo único que espero de él es que procure aliviar mis últimos momentos con una droga que me permita morir sin dolor.
Mary gritó, aterrada:
—¿Y qué dijo él?
—El impertinente sabelotodo me respondió que no quería arriesgarse a que le ahorcaran. Y luego añadió: «Si usted me dejara todo su dinero, sería diferente.» ¡Valiente sinvergüenza! Sin embargo, me gusta. Sus visitas me alivian más que sus medicinas.
—Sí... Es muy simpático. La enfermera O'Brien piensa muy bien de él, y la Hopkins, también.
—Esa Hopkins debiera tener más juicio del que tiene para su edad. En cuanto a la O'Brien, no hace más que exclamar: «¡Oh, doctor!», y abre la boca todo lo que puede cuando se le acerca.
—¡Pobre enfermera O'Brien!
—No es mala, pero me aburre. Cree que me hace falta tomar una buena taza de té todas las mañanas, a las cinco, y no me deja descansar... —dijo, e hizo una pausa—. ¿Qué es eso?... ¿Es el coche?
Mary se asomó a la ventana.
—Sí, señora. Es el coche. Miss Elinor y mister Roderick acaban de llegar.
II
Mistress Welman le dijo a su sobrina:
—Me alegro mucho por ti y por Roderick.
Elinor le sonrió.
—Ya lo suponía, tía Laura.
La anciana continuó, después de vacilar un momento:
—¿Le quieres, Elinor?
—Naturalmente —contestó Elinor, y sus cejas formaron un arco de perplejidad.
—Perdóname, querida. Eres muy reservada. Es difícil saber qué es lo que piensas y lo que sientes. Cuando erais mucho más jóvenes llegué a creer que te interesabas por Roddy... demasiado.
—¿Demasiado?
—Sí. Y no es prudente interesarse demasiado por un hombre. Me alegré cuando te marchaste a Alemania. Cuando regresaste parecías indiferente hacia él... y me dio pena. Soy una mujer difícil de contentar. Estoy convencida de que posees una naturaleza... intensa..., esa especie de temperamento propio de nuestra familia. Eso no hace feliz a quien lo posee... Como te he dicho, cuando regresaste de Alemania y observé que Roddy te parecía indiferente, me entristecí... Tenía la esperanza de que os unierais... Ahora veo que estáis a punto de hacerlo y estoy contenta... ¿Le quieres de verdad?
—Le quiero bastante, pero no demasiado.
—Entonces seréis felices. Roddy necesita cariño, pero no le gustan las emociones violentas. Le fastidian los arrebatos de ternura.
—Veo que conoces a Roddy muy bien, tía.
La anciana repuso:
—Si Roddy te quiere un poquitín más que tú a él, lo pasaréis perfectamente.
La muchacha exclamó con acento indefinible:
—¡Máximas de tía Laura! «¡No permitas jamás a tu amigo que se asegure lo que piensas de él! ¡Déjale que adivine lo que quiera!»
Laura Welman replicó:
—A ti te ocurre algo, muchacha. ¿Habéis tenido algún disgusto?
—No, tía; no pasa nada.
—Se me acaba de ocurrir que estás... ¿desilusionada? Querida, eres joven y sensible. La vida no tiene nada de agradable.
Elinor respondió, con algo de amargura en la voz:
—Así parece.
Laura Welman dijo:
—Querida..., ¿no eres feliz? ¿Qué te pasa?
—Nada, absolutamente nada.
Elinor se levantó y se aproximó a la ventana. Volviéndose a medias, preguntó:
—Dime la verdad, tía Laura... ¿Tú crees que el amor nos puede hacer felices?
Mistress Welman respondió gravemente:
—En la forma en que tú lo consideras, Elinor, no... probablemente, no... Amar apasionadamente a un hombre produce siempre más tristezas que alegrías... Pero, de todas formas, querida, debe de ser triste no haber experimentado nunca... ese sentimiento... Quien no ha amado nunca de veras no puede decir que ha vivido realmente...
La muchacha asintió con un movimiento de cabeza. Dijo pensativamente:
—Sí, sí; tienes razón... Yo... también.... —y volvióse repentinamente, con una expresión interrogante en sus ojos azules—: Tía Laura...
La puerta se abrió y la pelirroja O'Brien hizo su aparición.
—Mistress Welman —dijo alegremente—, el doctor Lord acaba de llegar.
III
El doctor Lord era un hombre de treinta y dos años de edad, cabellos ondulados, un rostro simpático y agradable, aunque feo y pecoso, y una mandíbula notablemente cuadrada. Sus ojos eran vivos y penetrantes, de color azul claro.
—¡Buenos días, mistress Welman! —dijo al entrar.
—¡Buenos días, doctor Lord! Ésta es mi sobrina, miss Carlisle.
Una expresión de inmensa admiración apareció en el rostro transparente del doctor. Se inclinó ligeramente y dijo:
—¿Cómo está usted?
Y tomó con infinito cuidado la mano que le extendía Elinor, como si temiera romperla.
Mistress Welman prosiguió:
—Elinor y mi sobrino han venido para darme ánimos.
—¡Espléndido! —exclamó sinceramente el doctor—. Esto es precisamente lo que usted necesitaba.
Continuaba mirando a Elinor, entusiasmado.
Elinor dijo, aproximándose a la puerta:
—¿Le veré antes de marcharse, doctor Lord?
—¡Oh..., sí..., sí..., claro!
La muchacha salió y cerró la puerta. El doctor se acercó al lecho de la enferma. La enfermera O'Brien le acompañaba.
Mistress Welman dijo, haciendo un guiño:
—¿Va a empezar ya con todos los timos de su profesión, doctor?... Pulso, respiración, temperatura... ¡Qué charlatanes son ustedes!
La enfermera O'Brien dijo, suspirando:
—¡Oh, mistress Welman..., qué cosas le dice usted al doctor!
El doctor Lord le guiñó un ojo:
—Mistress Welman lee en mi corazón como en un libro abierto... De todas formas, mi buena señora, no tengo más remedio que seguir con mi rutina. Lo malo en mí es que nunca seré correcto a la cabecera de un lecho.
—Usted es perfectamente correcto. Y sé que, en realidad, está usted orgulloso de su comportamiento.
Peter Lord chascó la lengua y observó:
—¡Eso es lo que usted dice!
Después de unos minutos de silencio, que el doctor empleó en auscultar detenidamente a la enferma, Lord se sentó en un sillón, junto a la cama, y exclamó, sonriendo:
—¡Está usted estupenda!
Laura Welman inquirió:
—¿Cree usted que podré levantarme dentro de unas cuantas semanas?
—Tan pronto, no.
—¿No, charlatán?... ¿Usted cree que vale la pena vivir así, tratada como un niño?
—¿Qué es lo que vale de la vida?... ¿No ha oído o leído nunca sobre aquella invención medieval que se llama «sin reposo» ? No se podía estar de pie, ni sentado, ni acostado en aquella jaula. Usted creería que el condenado a aquel tormento moriría en pocas semanas. Pues se equivoca. Un hombre vivió dieciséis años en una de esas jaulas; le soltaron y llegó a una edad avanzada.
—¿Y a qué viene esa historia, charlatán?
—Pues a que lo que salvó a aquel hombre fue el instinto de vivir... Se muere porque ya no se tiene voluntad para vivir... He observado otra cosa curiosa... Los que están siempre diciendo que «valdría más morirse», son los que menos dispuestos están a hacerlo. Sin embargo, aquellos que lo tienen todo, rodeados de todas las comodidades, son los que más a menudo se dejan abatir y mueren lentamente porque no tienen suficiente energía para vivir.