—Continúe... Es interesantísimo.
—Ya he terminado. Usted es de las personas que quieren vivir..., diga usted lo que quiera... Y si su cuerpo quiere vivir, vivirá usted, aunque torture su pobre cerebro.
Mistress Welman cambió de tópico, preguntando de sopetón:
—¿Qué le parece su trabajo?
Peter Lord dijo, sonriendo:
—A mí me va muy bien.
—¿No es algo aburrido para un hombre joven como usted? ¿Por qué no se especializa en algo?
Lord agitó la cabeza de ondulados cabellos.
—No... Me gusta mi profesión. Prefiero la medicina general. No me agradaría tratar con los extraños bacilos de raras enfermedades. Me encantan el sarampión, las viruelas locas y todo eso. Resulta interesantísimo observar cuan diferentemente reaccionan las naturalezas a estas enfermedades. Ver la mejoría que producen los tratamientos plenamente comprobados. Lo malo es que carezco de ambición. Permaneceré aquí hasta que posea unas patillas que me lleguen a las solapas. Entonces dirán todos los del pueblo: «Siempre nos ha asistido el doctor Lord, que es un individuo que sabe su oficio... Pero ya está algo anticuado. Llamaremos para este caso al joven doctor Fulano de Tal, que está de moda...» Entonces, mistress Welman...
—¡Hum! —gruñó la enferma—. Piensa usted en todo.
Peter Lord se levantó.
—Bien... Me marcho.
—Creo que mi sobrina quiere hablarle. ¿Qué piensa usted de ella? No se conocían, ¿verdad?
El rostro de Lord adquirió un tinte escarlata. Enrojeció hasta los párpados.
—¡Oh, es... en... cantadora!... Y parece muy inteligente y...
Mistress Welman parecía divertidísima. Pensó para sí: «¡Qué joven es en realidad!»
Luego, en voz alta:
—Usted debería casarse.
IV
Roddy erraba por el jardín. Después de haber cruzado el césped y seguir una pista pavimentada, llegó al huerto vallado. Había gran cantidad de hortalizas y legumbres. Se preguntó si él y Elinor llegarían a vivir algún día en Hunterbury. A él le gustaba la vida campestre, pero tenía sus dudas respecto a Elinor... Tal vez ella prefiriera vivir en Londres...
Era difícil conocer a fondo a Elinor. No manifestaba claramente lo que pensaba o sentía de las cosas. A él le gustaba esta condición de su novia. Odiaba a las personas que le confían a uno sus pensamientos y sus sentimientos, que le permiten a uno ahondar en un mecanismo interno. La reserva es siempre más interesante.
Pensaba juiciosamente que Elinor era casi perfecta. Nada de ella molestaba ni ofendía. Era deliciosa a la vista, de agradable conversación... siempre la más encantadora de las compañeras.
Pensaba de sí mismo con satisfacción: «Soy el más afortunado de los mortales por tenerla. No puedo pensar qué es lo que ella ha visto en un muchacho vulgar como yo.»
Porque Roderick Welman, a pesar de su melindrería, no era presuntuoso. Honradamente, le extrañaba que Elinor hubiera consentido en casarse con él.
La vida se presentaba para él bastante agradable. Uno sabe muy bien hacia dónde camina. Eso es siempre una ventaja. Suponía que Elinor y él se casarían muy pronto...; es decir, si Elinor lo quería así. Tal vez quisiera retrasarlo un poco. Él no debía meterla prisa. Al principio, estarían un poco apretados de dinero. Pero no había que preocuparse por eso. Él esperaba sinceramente que tía Laura muriese pronto. Ella le quería mucho y siempre había sido muy amable para con él cuando venía a pasar con ella las vacaciones, interesándose continuamente por lo que hacía.
Su pensamiento se desviaba de la idea de la muerte de su tía (su pensamiento, por lo corriente, se desviaba de toda cuestión desagradable). No le placía visualizar nada que fuera demasiado claramente desagradable. Pero..., en fin, después de todo..., sería estupendo vivir aquí, sobre todo teniendo el bolsillo lleno de dinero. Le gustaría saber exactamente cuánto le dejaría su tía. ¡Claro que, en realidad, eso no tenía importancia! Con ciertas mujeres sí importa mucho que el marido o la mujer sean los dueños del dinero. Pero con Elinor, no. Tenía un gran tacto y procuraría emplearlo bien en la cuestión monetaria.
Pensaba: «No, no pasará nada..., ¡aunque se lo deje todo a ella!»
Salió de la huerta por la verja de atrás. Desde allí se podía contemplar el bosquecillo donde los narcisos florecían. Claro que ahora no había. Pero era muy agradable ver el césped iluminado en los sitios por donde los rayos de sol se colaban a través de los árboles.
De pronto, tuvo una sensación extraña... Pensó: «Hay algo..., algo que nos faltaría para ser felices... No sé lo que es, pero nos falta algo.»
Debido al resplandor verdoso, a la suavidad del ambiente..., su pulso se aceleró, la sangre circuló a mayor velocidad por sus venas y una repentina impaciencia le invadió.
Una muchacha venía hacia él atravesando los árboles... Una muchacha con cabellos dorados y piel rosada.
—¡Qué hermosa es..., qué hermosa! —murmuró para sí.
Algo le atenazó. Permaneció rígido, inmóvil. Se dio cuenta de que el mundo estaba girando, estaba trastornado; que de repente se había vuelto loco.
La muchacha se detuvo repentinamente; luego se acercó titubeando.
—¿No me recuerda, mister Roderick?... Ya hace mucho tiempo, desde luego. Soy Mary Gerrard, la del pabellón.
—¿Mary Gerrard?
—Sí. He cambiado mucho desde que usted no me ve.
—¡Oh, cómo ha cambiado usted!... ¡No la hubiera reconocido!
Quedó mirándola boquiabierto..., tan entusiasmado que no oyó los pasos que se aproximaban.
—¡Hola, Mary!
Elinor estaba junto a ellos y se dirigía a la muchacha, que se había vuelto al notar su presencia.
Mary respondió:
—¿Cómo está usted, miss Elinor? ¡Cuánto me alegro de volver a verla!... ¡Para su señora tía ha sido una sorpresa agradabilísima!
—Sí. Así supongo. La enfermera O'Brien quiere verla. Va a levantar a mistress Welman y dice que usted la ha ayudado siempre en estos menesteres.
—Voy corriendo —dijo Mary.
Hizo una ligera inclinación de cabeza a los dos jóvenes y salió rauda como una gacela. Era extraordinaria la gracia de sus movimientos.
Roddy exclamó inconscientemente:
—¡Atalanta....!
Elinor no respondió.
Después de un silencio que amenazaba prolongarse indefinidamente, dijo:
—Ya es hora de almorzar, Roddy. Regresemos. Y lentamente se dirigieron a la casa.
V
— ¡Oh, ven, Mary!... Es un filme estupendo, interpretado por la Garbo... Y la escena se desarrolla en París...
—Eres muy amable, Ted, pero no puedo ir... De veras, no puedo...
Ted Bigland dijo, colérico:
—No te comprendo, Mary... ¡Qué cambio tan grande has dado en pocos días!
—No tienes razón para decir eso, Ted.
—Sí la tengo. Tu viaje a Alemania te estropeó... Ahora crees, por lo visto, que eres demasiado para mí...
—Eso no es verdad, Ted. No me gusta que me hables así.
Ella hablaba con vehemencia.
El joven, tosco y sincero, la miró con admiración a pesar de su cólera.
—Sí, es verdad. Pareces una verdadera señorita...
—¿Y es malo eso?
—No, no. ¡Claro!
Mary dijo rápidamente:
—Hoy día todos somos iguales.
—Sí, en efecto —asintió Ted pensativamente—. Pero no eres la misma de antes... Pareces una duquesa o condesa, o algo por el estilo.
Mary respondió, con una sonrisa:
—Eso no quiere decir nada. Yo he visto condesas que parecen cocineras.
—Bueno, tú ya sabes lo que quiero decir.
Una figura majestuosa de enormes proporciones, vestida elegantemente de negro, se aproximó a ellos. Los miró con rápida ojeada. Ted se hizo aun lado respetuosamente, diciendo: