– Gracias -le dije-. Aunque no te lo puedas creer, te estoy verdaderamente agradecida por el favor que me haces.
– Y yo encantado de poder hacerlo.
– Te ofrecería una taza de café, pero sin electricidad… -expliqué innecesariamente.
– ¿Por qué no vienes a mi apartamento y preparo un café para los dos? -me ofreció, dándome una alegría.
– Si además añades un par de pastillas para el dolor de cabeza, acepto la propuesta.
– ¿Te encuentras mal? -me preguntó preocupado, apartándome un mechón de cabello de la cara para tomarme la temperatura en la frente con la palma de la mano. Fue mágico, la mano estaba fría y el dolor de cabeza desapareció como por ensalmo.
– Lo siento, no suelo beber -confesé.
– No tienes por qué disculparte -me aseguró, haciéndome sentir aún mejor.
Luego me tomó la mano para arrastrarme hacia su apartamento, pero yo vacilé.
– ¿No sería mejor avisar a Kate y a Sophie?
– ¿Para qué? No están invitadas. Además, no quiero responsabilizarme de sus correspondientes resacas, me basta con la tuya.
– No tengo resaca -me defendí con exagerada vehemencia, mientras el pulso volvía a golpearme en las sienes-. Pero me habría gustado no excederme con el vino, con una copa hubiera sido suficiente.
– Guarda una moneda en una hucha cada vez que te arrepientas de haber bebido demasiado. Te convertirás en una mujer rica en poco tiempo.
– No, no pienso permitir que vuelva a sucederme. Pero me preocupa que Kate y Sophie no sepan dónde estoy.
– Yo no me preocuparía tanto, Philly, teniendo en cuenta que es sábado por la mañana y que deben haberse acostado a las tantas, no creo que resuciten hasta la una del mediodía. Pero puedes dejarles una nota para que no llamen a la policía, si eso te preocupa.
– No…, en realidad, no creo que sea tan importante… Bueno, será mejor que me vista.
– ¿Es necesario? -preguntó él con una mirada divertida.
Me di cuenta de que solo llevaba puesta una vieja y descolorida camiseta de rugby que, como no, había pertenecido a alguno de mis hermanos mayores y apenas me llegaba al inicio de los muslos, justo al límite de la decencia. Era la típica prenda cómoda que sólo te pones cuando estas segura de que nadie puede verte. No es que Cal fuera a interesarse por mis piernas, eso estaba claro, pero yo me sentí mortificada de vergüenza igualmente. Solté mi mano de la suya y cerré de un portazo. Se produjo un momento de silencio, hasta que unos golpecitos en la puerta me indicaron que Cal seguía allí. Hubiera preferido que se lo hubiese tragado la tierra, pero tuve que admitir que estaba cumpliendo con esmero su papel de buen vecino. Así que abrí de nuevo, escondiendo mi cuerpo tras la puerta, asomando solo la cabeza.
– Idiota -dije-. ¿Por qué no me lo has dicho antes? -él me miró con una expresión de inocencia ultrajada que no me convenció lo más mínimo-. Vete a preparar ese café mientras yo me adecento un poco.
– Bien, dejaré la puerta entreabierta para que puedas entrar -dijo dándose la vuelta para marcharse, no sin antes añadir-: Luego desayunaremos algo más sólido en la calle.
No esperó mi respuesta, al parecer había tomado el mando de la situación y de… mi vida.
Capítulo 5
A causa de una serie de infortunios, el hombre absolutamente maravilloso que acabas de conocer cree que eres una completa imbécil. Y tú quieres demostrarle que dentro de tu cabeza hay un cerebro capaz de pensar. ¿Qué harías?
a. Nada, Cuando te vaya conociendo mejor se dará cuenta de su error y ambos podréis tomároslo a broma.
b. Te quitas las lentillas y te pones las horribles gafas que juraste no volver a usar nunca para que te den un aspecto más intelectual.
c. Lo invitas a visitar tu oficina y le demuestras que eres capaz de sacar el mayar partido de sus ahorros y planes de pensiones.
d. Te preguntas si realmente quieres impresionar a un hombre que piensa que eres idiota sin apenas conocerte.
e. Te das cuenta de que, puesto que él desconfía de ti, lo más lógico es pensar que le gusta dejarse acompañar por mujeres estúpidas, y lo mandas a paseo.
Me eternicé bajo la ducha caliente hasta pude sentir cómo mi malestar comenzaba a disiparse poco a poco. Era mi primer día fuera de casa y pensaba ejercer de «tigresa». Lo sucedido el día anterior no tenia la menor importancia, debía olvidarlo todo, a excepción de la cena con Cal. Ese hombre parecía un oasis en medio del desierto, aunque tenía que reconocer que tampoco habíamos empezado con muy buen pie. El debía pensar que era muy divertido que yo le abriera la puerta prácticamente desnuda, pero no estaba dispuesta a dejar que volviera a reírse de mi. Mi meta más inmediata se centraba en demostrarle que no era una payasa, y para eso había que empezar por seleccionar un atuendo adecuado. Me envolví en una toalla y estudié mi limitado vestuario.
El llevaba pantalones vaqueros, lo cual me ponía las cosas un poco más fáciles. Al fin y al cabo, era sábado y nuestro plan consistía en vagar indolentemente por un mercadillo callejero. Por tanto, los vaqueros eran una buena elección, aunque para esa ocasión me pondría unos que había comprado yo misma, ninguno de los que había heredado de mis hermanos. La marca no estaba de moda y no podría presumir de lo caros que me habían costado, pero me sentaban como un guante… un poco estrecho. La depresión y el chocolate iban de la mano, y yo no me había sentido demasiado entusiasta durante las últimas semanas. Respiré hondo y contuve el aliento para abrocharme los botones, luego me coloqué un cinturón de cuero y una blusa de seda de color crema. Añadí una chaqueta de piel vuelta muy abrigada y quedé bastante satisfecha del conjunto. Habría estado aún más contenta si hubiera conseguido domesticar la melena pelirroja que me llegaba hasta los hombros, pero ese era un tema que había decidido aparcar hacía tiempo. Por supuesto, llevaba el pelo mojado. Sin electricidad, tampoco había secador.
Me di un toque de brillo en los labios y me miré en el espejo en busca de imperfecciones, antes de dirigirme a la cocina para comprobar qué tal le iba al electricista. El horno estaba totalmente desarmado.
– Hum, estaré en casa del vecino si me necesita -le dije, sin conseguir que levantara la cabeza.
La puerta de Cal estaba abierta y al entrar escuché el sonido de unas voces. Había dado por supuesto que vivía solo, pero ya estaba acostumbrada a que mis primeras impresiones jamás coincidieran con la realidad.
– Hola -grité para que supieran que estaba allí.
– Estamos en la cocina -replicó Cal.
«¿Estamos?» Ya no tenía escapatoria. Me había vestido para salir con Cal y no se me ocurría ningún pretexto para cancelar la cita. Así que compuse mi mejor sonrisa, la misma que llevaba años practicando delante de la madre de Don, y me encaminé hacia la cocina con paso firme y decidido.
Cal se volvió hacia mí en cuanto entré y alzó ligeramente las cejas, supuestamente sorprendido por mi cambio de indumentaria.
– ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?
– Bajo la ducha -expliqué con un gesto elocuente para demostrar que estaba dispuesta a pasar el mejor día de toda mi vida.
Cal me pasó un vaso con zumo de naranja antes pude sentir cómo mi malestar capuzaba a disiparse de hacer una señal en dirección a su compañero..
– Jay, te presento a Philly Gresham, la chica de la que te he hablado. -¿Qué demonios le habría contado sobre mi?-. Philly, este es Jay Watson.
– Hola, Jay.
– Mejor será que le digas adiós -intervino Cal-.Ya se marchaba.
Lo cierto era que Jay llevaba el abrigo puesto, aunque sin abrochar, como si estuviera esperando una invitación para unirse a nosotros que no llegó a materializarse.