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– Adiós, Jay -dije sin preocuparme de la mirada de reproche que este me dirigió.

– A la una en punto, Cal -dijo-. Y esta vez no llegues tarde -lo amonestó.

Yo me tragué el zumo de naranja fingiendo ser una mujer mundana que no se sorprendía por nada mientras Jay nos abandonaba, pero algo dentro mí me decía que las cosas no iban del todo bien entre esos dos hombres.

– Lo siento, me parece que a tu… -no sabía cómo llamarlo ni qué papel jugaba en la vida de Cal. Lo miré mientras me servía el café, pero sus ojos no fueron de gran ayuda- amigo -me decidí al fin- no le ha hecho demasiada gracia que…

– ¿Tomas azúcar? -me contestó Cal sin entrar en el tema, mirándome sin sonreír pero con expresión algo traviesa. ¿Acaso me encontraba divertida?

Tomo mi silencio por un «no»-. ¿Leche?

– No, gracias, así está bien.

En realidad lo habría preferido con un poco de leche y me moría por una buena cucharada de azúcar. Hacía años que intentaba olvidarme del dulce sin el menor éxito. Bebí un sorbo de café intentando evitar una mueca de desagrado por lo amargo que estaba.

– Escucha, si estás ocupado, puedo irme sola a Portobello. A pesar de que las apariencias indiquen lo contrario, las células de mi cerebro son capaces de crear conexiones entre sí.

– Lo único que tengo que hacer en toda la mañana es buscar un paraguas nuevo para Jay.

Lo cual quería decir que bien trataba de mostrarse amable bien no se había creído el cuento ése de como funcionaban mis neuronas. Era posible que, en su caso, yo también me hubiera mostrado escéptica. Mi corazón era incapaz de mantenerse bajo control ante su proximidad física y lo más seguro era que él lo hubiera interpretado como un signo de debilidad mental. De repente, me di cuenta del significado de sus palabras.

– ¿El paraguas era de Jay? -pregunté horrorizada.

Estaba preparada para costear un paraguas nuevo para Cal. Se había portado como un amigo y un buen vecino. ¡Incluso había compartido su cena conmigo! Pero no me sentía tan generosa con respecto a Jay, aún recordaba la mirada de reproche con que me había obsequiado antes de marcharse.

Era como si me hubiera clavado un puñal en la espalda. Y yo sentía lo mismo por él.

– Insistió en que me lo llevara ayer por la tarde cuando salí de su casa, a pesar de mis protestas. Me ha explicado con todo lujo de detalles el cariño que le tenía y lo mucho que lo va a echar de menos.

Procuré refrenar el ataque de celos que me había provocado el hecho de enterarme de que Cal había estado el día anterior en casa de Jay.

– Pero tú no tuviste la culpa de que se perdiera, fui yo. Lo siento, supongo que se habrá reído al escuchar la historia completa de los desastres de ayer, ¿o no?

– No, no se la he contado.

Me imaginé lo difícil que resultaría explicarle a tu amante que le habías prestado su paraguas a una mujer desconocida y que ésta lo había perdido.

– Lo siento de veras.

Cal sonrió.

– No te preocupes tanto. Limítate a ayudarme a encontrar otro nuevo en Portobello, para que podamos hacer las paces.

– Estupendo -dije, recordando que también habría que reemplazar el cuenco de porcelana-. ¿Podemos detenernos en un cajero durante el camino?

Daba la impresión de que me iba a tener que gastar hasta el último penique de mi cuenta de ahorros.

– ¿A Notting Hill?

Estaba tan impresionada por la soltura con la que Cal se movía por los pasillos del metro que ni siquiera me había preocupado por enterarme de en qué estación nos teníamos que bajar. Había estado en Londres antes, de compras con mi madre o en plan turista con el colegio, pero las vistas del palacio de Buckingham desde la ventana de un autobús escolar no tenían nada que ver con el glamour de Notting Hill.

– Es la parada más cercana -dijo él levantándose mientras el tren entraba en la estación. Me sonrojé de emoción y di gracias al cielo por que Cal no pudiera verme la cara en ese momento.

– ¿Izquierda o derecha? -pregunté en cuanto salimos a la calle.

– Depende.

– ¿De qué?

– De si te apetece acompañarme a comprar algún libro -contestó él con una sonrisa.

– Parece una buena idea.

– Aquí cerca hay una librería especializada en libros de viajes. ¿Quieres echar un vistazo?

– Puede que la compañía de los libros me inspire.

Nos sentamos en la última mesa libre de un café lleno de gente en plena zona de venta de antigüedades y pedimos un desayuno lleno de colesterol que conseguiría que los pantalones me apretaran aún más.

La camarera nos trajo primero el café, para que fuéramos abriendo boca, pero Cal hizo caso omiso.

Se repantingó en la silla y estiró las piernas. Junto a él me sentí como si fuera la mujer más afortunada del mundo, todo producto de mi turbulenta imaginación, claro. Habíamos estado en la librería y, después de curiosear un poco, Cal había escogido un libro lleno de fotografías sobre el Serengueti y me lo había regalado con una sencilla frase:

– Para que te inspires.

Después, me había pasado un brazo sobre los hombros mientras caminábamos por las callejuelas, para protegerme de los embates de la multitud, hasta que llegamos al café.

En esos momentos me miraba de una forma que nunca hubiera podido igualar Don y, fantasía o realidad, mi cuerpo respondía con los más sanos instintos. Deseaba que me raptara y me desnudara, que me acariciara posesivamente. Sentí una oleada de calor por todo el cuerpo, muy diferente del calor que solía sentir en las clases de gimnasia. Era un calor aletargante, lento y placentero, que llenaba mi vientre y me tensaba los pechos. Toda una experiencia.

– Bueno -dije de pronto, decidida a alejar semejantes pensamientos de la mente-, ¿cuál es tu próximo proyecto? ¿La fascinante vida de la lombriz de tierra en un jardín metropolitano? ¿O la vida privada de la serpiente de cascabel en el desierto de Arizona? -él se mantuvo en silencio como si fuera consciente de que yo solo deseaba romper el ambiente mágico que nos envolvía, pero yo mantuve el ataque-: ¿Los hábitos de anidación del pelicano?

– Los hábitos de anidación, sí, pero no del pelicano -repuso finalmente, tomándose su tiempo-. Estamos negociando con una cadena de televisión para filmar un reportaje sobre el ciclo vital de la tortuga gigante.

Deshizo la cómoda postura y se inclino sobre la taza de café, sirviéndose azúcar y removiéndola más tiempo del necesario.

– La película sobre los monos que Jay está editando será nuestra carta de presentación. Si consigue tener el trabajo terminado a tiempo…

– ¿Jay es tu editor?

– Un gran profesional. Utiliza mis tomas y las convierte en arte.

– Qué bien, ¿no?

– El lado malo de tanto perfeccionismo es que jamás queda satisfecho. Si no le meto un poco de prisa, nunca terminaremos de editar la cinta. Ese es mi plan para esta tarde y, probablemente, para el resto de la velada.

Combatí el pensamiento de que Jay tuviera otras razones, aparte de las puramente profesionales, para querer estar con Cal. No era asunto mío, me dije. Sin embargo, a pesar de saber que era una tontería, no pude evitar un ligero estallido de placer al comprobar que no hablaba de sus planes para la tarde con demasiado entusiasmo. Sabía que, para mí, Cal solo podría llegar a ser un buen amigo. Me convencí de que no estaba lanzando feromonas a mí alrededor, al menos no intencionadamente, y de que la reacción de mi cuerpo no tenía nada que ver con el sexo. Lo más probable era que yo estuviera reaccionando con simple interés pueblerino ante el aire sofisticado y el conocimiento del mundo de ese hombre, unidos a su encanto personal. Interesada por esos ojos que parecían mirarme continuamente, y entusiasmada por la novedad de que ese hombre me estuviera dedicando toda su atención por completo. Material más que suficiente para calentarme la cabeza, si tenía en cuenta que durante toda mi vida sólo había conseguido que Don apartara ligeramente la cabeza de las entrañas del viejo Austin cuando le dirigía la palabra. A veces, ni siquiera eso.