– Ataquemos -propuse en cuanto nos sirvieron sendos platos de huevos revueltos con beicon, salchichas y champiñones-. Jay te advirtió que no llegaras tarde -añadí, perdiendo de pronto el apetito al recordar de nuevo a aquel hombre.
El me tomó la mano y yo salté de emoción. Me miró durante unos instantes.
– ¿Podrías pasarme la sal, por favor? -pidió.
– No es bueno abusar de la sal -dije sin quitar la mano de debajo de la suya. Deseaba prolongar ese instante hasta la eternidad.
Cal echó un vistazo a los platos llenos de comida tóxica para la salud de las arterias.
– Creo que ya es difícil empeorar el menú -comentó con una risotada.
Sonreí.
– Aquí tienes la sal -dije-, pero prométeme que vas a hacer algo saludable durante el día.
– ¿Algo energético?
La simple mención de la energía desencadenó un torrente de pensamientos lujuriosos a los que fui incapaz de enfrentarme.
– Con un paseo será suficiente, un paseo a buen paso -dije yo.
– ¿Por los jardines de Kensington?
– Te dejo elegir el lugar.
– No te preguntaba tu opinión. Te estaba pidiendo que me acompañaras tú para asegurarte de que cumplo mi promesa.
La situación era irresistible. La lluvia fría del día anterior había dado paso a un día cálido y soleado, algo muy raro en pleno mes de noviembre. Los árboles estarían desnudos, pero en los paseos habría montones de hojas secas. Me hice la ilusión de que caminábamos, tomados de la mano, dando patadas a las hojas muertas como si fuéramos un par de críos. Era obvio que estaba perdiendo la cabeza.
– Estoy segura de que eres un hombre de palabra -repuse, desalentándolo-. Además, tengo que salir a comprar algo de ropa para estar presentable el lunes por la mañana.
– ¿En el nuevo trabajo?
– En el nuevo trabajo. De hecho, necesito comprarme todo un guardarropa nuevo.
– Háblame de ello.
¿Quería hablar de trapos? A Don nunca le importaba lo que llevara puesto. Pero Don no era homosexual. Se suponía que los homosexuales tenían muy buen gusto para la ropa.
– Bueno, veamos, voy a necesitar un mínimo de dos trajes, cuatro blusas…
– Me refiero al trabajo -me detuvo inmediatamente.
– ¿Qué?
– Háblame de tu trabajo.
«Idiota, soy idiota.» Solo por sus inclinaciones sexuales, yo había supuesto que… Seguía sin poder entenderlo. Cal exhalaba ese tipo de masculinidad que hacía volver la cabeza a las mujeres. Incluso en el pequeño café en que nos hallábamos sentados, estaba segura de que varias mujeres lo habían mirado con segundas intenciones. Fuera lo que fuera lo que Kate había observado en él, no podía ser tan evidente como para que yo no me diera cuenta. Sin embargo, tenía que admitir que no sólo las mujeres lo miraban, también los hombres lo hacían.
– Es una comisión de servicio -dije antes de darle el nombre del banco comercial donde tenía que presentarme el lunes.
– Pensaba que ibas a trabajar en una sucursal.
– No, trabajaré en la central. Soy especialista en asesoría de planes financieros: pensiones, inversiones…, ese tipo de cosas.
– Entiendo.
Tendría que haber sido una santa para no disfrutar de la sorpresa que se había llevado al constatar que no era tan estúpida como parecía.
– En un pueblo es mejor vestirse de persona mayor, la gente prefiere confiar sus ahorros a un adulto. Pero, aquí, en la ciudad, no sé por donde empezar.
– ¿Por qué no le preguntas a tus compañeras de piso? Estoy seguro de que sabrán aconsejarte sobre cuales son las mejores tiendas.
Yo no tenía ni la menor duda sobre ese punto. Las había visto vestirse para salir un viernes por la noche y, sin duda, ambas sabían como convertir las compras en todo un arte.
– Quizá Kate, pero Sophie… -hice una mueca compungida-. No creo que ponerme en manos de Sophie sea una buena idea. Además, siendo pelirroja no necesito muchos adornos para llamar la atención. Con un par de trajes nuevos y bien cortados…
Él me miró a los ojos y sonrió.
– Desde luego, no puedes pasar inadvertida.
– Eso no es un cumplido, ¿verdad?
– Depende de si te gusta destacar o si prefieres que nadie repare en ti.
– La «tigresa» o la «ratoncita» -reflexioné en voz alta.
– La tigresa, sin duda -repuso él-. Nunca he visto a una rata de ese color.
Me pasé las manos por el cabello revuelto para intentar aplastarlo un poco. Mi pelo, rojo, crespo y rebelde, me había traumatizado desde el mismo día en que había tenido edad suficiente para mirarme en un espejo y comprobar que, a diferencia de mis hermanos mayores, había heredado los genes de la familia de mi padre, en vez del sedoso y brillante cabello rubio de mi madre. Había intentado aplastarlo de todas las maneras posibles, pero ni las mejores espumas fijadoras me permitían una tregua que superara la media hora.
– Una vez intenté cortármelo, pero parecía un caniche de color zanahoria -dije, pensando que él se reiría-. Incluso intenté teñírmelo de negro, y tuve que conformarme con el resultado durante varios meses, un asqueroso color oscuro y verdoso. Nada divertido cuando se es adolescente.
Él se incorporó un poco, me tomó las manos y se las llevó al pecho.
– Escúchame, Philly. Tu pelo es maravilloso. Precioso -dijo con seriedad-. Todos los hombres de este café han posado sus miradas de admiración sobre él -añadió, jugando con uno de mis rizos entre los dedos, estirándolo y soltándolo para que volviera a enroscarse-. Ten por seguro que, en estos momentos soy el hombre más envidiado de los alrededores -recalcó, enarcando una ceja como si me retara a comprobar por mí misma lo que acababa de decir. Pero yo sólo tenía ojos para él-. Tu amigo Don no debería haberte dejado escapar si de verdad espera poder recuperarte. Puedes decírselo de mi parte -concluyó, soltándome las manos y volviendo a repantingarse en la silla-. En cuanto a lo de la ropa, se me ocurre que pedir ayuda a Sophie puede ser el mejor modo de que os hagáis amigas. Confiésale que no tienes ni idea de dónde ir a comprar…
– Y no la tengo.
– Apela a su buen gusto y veras como es incapaz de evitar el reto.
– Mi atuendo informal del día de hoy no te ha dejado muy impresionado, ¿eh? -pregunté con lo que quería ser una sonrisa y se quedó en una simple mueca.
Él me miró con una deslumbrante sonrisa.
– ¿Se suponía que debía impresionarme?
Demonios, si seguíamos por ese camino, acabaríamos cortejándonos. Mejor dicho, acabaría cortejándolo yo a él, pero no me importó.
– Por supuesto.
– Vas vestida con la ropa perfecta para pasear por un mercadillo en la mañana de un sábado y yo…
Esperé a que terminara la frase, pero él optó por la discreción.
– ¿Y tú? -lo animé.
– Nada -contestó con una cierta tensión-. Concéntrate en Sophie; por lo que sé de ella, es capaz de abandonar cualquier otro plan con tal de irse de compras. Pídele que te haga parecer una millonaria con un pequeño presupuesto y se partirá el lomo para demostrarte lo buena compradora que es.
– Tampoco quiero ir por completo a la última -dije mirando la hora-. Creo que ha llegado el momento de irnos. ¿Has terminado?
Ninguno de los dos habíamos hecho justicia al plato, pero él asintió.
Alargué la mano para tomar la factura, pero él fue más rápido que yo y desoyó todas mis protestas con una mirada que decía: «Ni se te ocurra insistir».
Como yo ya tenía la boca abierta, aproveché para decir algo.
– Gracias.
Esa era yo, la «tigresa».