Capítulo 6
Le estás escribiendo una carta a tu novio, comentándole tu nueva vida en la gran ciudad. ¿Hasta donde piensas llegar?
a. Se lo cuentas absolutamente todo. Te ha dicho que quiere saber hasta el último detalle sobre tu vida lejos de él. ¡Qué encanto!
b. Le cuentas todo lo que pueda interesarle y, como no has asistido a ningún partido de futbol, la carta será muy corta.
c. Le cuentas todo lo que pueda provocarle una sonrisa. Esas pequeñas anécdotas que le harán recordar por qué te ama.
d. Le cuentas todo, excepto que estás haciendo excursiones con un apuesto vecino al que acabas de conocer.
e. Le cuentas todo lo que puede caber en una postal. Te lo estás pasando demasiado bien como para perder el tiempo escribiendo cartas.
– ¿Qué te parece éste? -preguntó Cal, sosteniendo un cuenco-. Es del tamaño adecuado, el fabricante es el mismo y los colores son parecidos.
– Jamás sabremos cómo era exactamente -repuso apesadumbrada.
– Philly, no te preocupes -me tranquilizó él gentilmente-. Ese piso ha sido decorado por un profesional y estoy seguro de que ni siquiera las propias inquilinas podrían decirte exactamente como era.
En todo caso, la mujer de la limpieza…
– ¿Estás seguro? -pregunté dubitativa. La casa de mis padres estaba llena de tesoros que la familia había ido acumulando a lo largo de la vida. Nada era insignificante, todo tenía su dueño, su historia y su importancia.
– Totalmente -contestó él con una sonrisa de apoyo sincero.
– Tienes razón. Me estoy portando como una verdadera idiota y, en cambio, tú estás demostrando tener una paciencia infinita conmigo -dije antes de volverme hacia la dueña de la tienda-. ¿Cuánto cuesta?
Ella mencionó un precio que no era tan fabuloso como yo había temido, pero antes de que pudiera decir: «envuélvamelo», Cal empezó a regatear con sus mejores maneras. Creo que fue la intensa mirada de sus profundos ojos verdes, y no las protestas por lo caro que era el cuenco, lo que finalmente consiguió que la vendedora bajara el precio.
Por una mirada así, yo hubiera estado dispuesta a regalarle el cuenco, cerrar la tienda e invitarlo a un café.
– No sé como agradecértelo -dije mientras nos alejábamos-, has estado… -iba a decir «impresionante», pero de repente pensé que el apelativo podía resultar demasiado íntimo para una persona a la que acababa de conocer y decidí terminar la frase con un ademán que significaba que su ayuda había resultado inestimable. Lo cual no era del todo cierto. Si lo hubiera comprado yo sola, me habría puesto un poco más nerviosa y habría pagado un poco más, pero habría superado el trance. Sin embargo, tenía que reconocer que junto a él todo resultaba más interesante y divertido.
– Puedes agradecérmelo ayudándome a buscar un paraguas que me permita hacer las paces con Jay -repuso él con soltura, y me agarró del brazo para llevarme hacia una callejuela. En la esquina, una banda callejera tocaba un villancico y el sol aún brillaba, lanzando destellos sobre los cacharros de cobre, pero la mera mención del nombre de «Jay» empalideció los colores del mercadillo-. Hay una tienda que vende bastones y paraguas debajo de ese arco.
Mi mente se empeñaba en obviar la existencia de Jay, y mi cuerpo se estremecía ligeramente ante cada pequeño contacto físico con Cal. Racionalmente, sabía que allí no había ningún futuro amoroso, pero mi inconsciente se revelaba constantemente y deseaba disfrutar de la compañía de ese hombre por siempre jamás. Sin embargo, no tenía derecho a sentir celos de Jay, al igual que Cal no sentía celos de Don. Me tendría que conformar con que fuéramos simplemente amigos. Eso era lo mejor. Y si mis entrañas se derretían cada vez que me miraba o me tocaba, la solución tampoco estaba en subirme a un tejado para gritarle mis sentimientos al mundo entero y quedar totalmente en ridículo, ¿verdad?
A Cal se detuvo en uno de los puestecillos, lleno de herramientas antiguas.
– ¿Quieres comprar un regalo para Don? -preguntó.
– ¿Don?
– Un detalle -respondió el lanzándome una mirada intencionada-, cualquier cosa, para que sepa que piensas en él -añadió tomando unos alicates de bronce. Yo tuve la impresión de que se estaba burlando un poco de mí, y de que sabía que no había dedicado un solo pensamiento a Don en toda la mañana-. Coleccionar herramientas antiguas es un buen pasatiempo.
– ¿De veras? -grazné.
¿Qué demonios me estaba pasando? No sólo no había pensado en Don, sino que ni siquiera lo había llamado por teléfono desde que había llegado a Londres, como le había prometido. Probablemente la «tigresa» que se estaba apoderando de mí reaccionaba negativamente ante el hecho de que él prefiriera la compañía de su viejo Austin o la de su madre a la mía.
– No le hará ningún mal no tener noticias mías durante un par de días -dije, y me quedé estupefacta al oír mis propias palabras.
Pensé que la cólera divina iba a fulminarme en seco por tamaño atrevimiento y descortesía, pero no pasó nada, el sol seguía brillando en el cielo y la vida continuaba su curso. Cal mantenía su sonrisa, ligeramente sorprendido ante mi actitud.
– Le mandaré una postal desde el Museo de Ciencias.
– ¿Te gustaría que estuviera aquí contigo?
– Basta ya de hablar de Don -dije soltando las tenazas-Ahora lo que corre prisa es encontrar un paraguas para Jay. Tengo la ligera impresión de que si hoy lo defraudas, convertirá tu película en confeti.
Cal se rio a carcajadas, de tal manera que toda la gente que había a nuestro alrededor se quedé mirándolo. Una morena preciosa se detuvo ante el puesto y fingió estar interesada en las herramientas solo para poder fijarse mejor en él. Pero, antes de que pudiera tomar la iniciativa jugando a pedir consejo, tomé posesivamente el brazo de Cal y enarqué una ceja mirándola con una expresión que decía bien a las claras: «desaparece inmediatamente de mi vista». Ella me contestó encogiéndose de hombros y lanzándome a su vez otra mirada que quería decir: «no puedes condenarme por haberlo intentado». Recuperé el mando de la situación y, ante el silencio de Cal, pregunté:
– ¿Tengo razón o… o tengo razón?
– Sin duda -repuso él con una sonrisa-. Jay es un artista y tiene mucho temperamento, se puede esperar cualquier cosa de él.
– Tonterías. Su trabajo depende de los viajes que tú haces a lomos de un elefante, espantando mosquitos tan grandes como murciélagos.
– Murciélagos pequeños -puntualizó él, soltándome el brazo para ponerla mano en la parte trasera de mi cintura con el fin de empujarme graciosamente a través del gentío.
En cuanto llegamos a la tienda de paraguas, volvió a tomarme del brazo para entrar juntos. Todavía sonreía, pero algo en su mirada me decía que tenía la mente puesta en otro sitio.
– Llega un momento en el Serengueti, Philly, en que las primeras luces del amanecer convierten los ríos en oro líquido y, ante semejante espectáculo, te da la impresión de estar contemplando el paisaje tal y como era hace más de diez mil años. A pesar de los inconvenientes del viaje, merece la pena disfrutar de un espectáculo así -la intensidad de su relato me hizo estremecerme y Cal me frotó la mano con gesto reconfortante-. No importa la brillantez del trabajo de Jay, ni tampoco importan los premios que podamos ganar ambos, lo cierto es que él jamás podrá disfrutar de esas imágenes en la realidad.
Y yo tampoco, claro, interpreté sus palabras como una advertencia de que las personas que no se arriesgan a hacer viajes inusitados, sólo disfrutan de su vida a medias.
– Yo prefiero viajar con todas las comodidades -dije con el tono más firme de que fui capaz.
– ¿De veras? Cierra los ojos -me pidió con súbita intensidad-. Imagina que está sentada en un sofá junto al fuego viendo en televisión unas imágenes del mar embravecido batiendo furiosamente contra los acantilados -hizo una pausa-. Ahora imagina que estás en el peñasco más alto del acantilado, sintiendo el ronco sonido de las olas chocando contra la roca a veinte metros bajo tus pies, oliendo el viento salado y lleno de humedad que te agita los cabellos y la ropa-hizo otra pausa-. ¿Cómo te sientes ahora, Philly?