– Helada -repuse-. Y húmeda.
«Viva», pensé.
Era como si me hubiera pasado toda la vida viendo en blanco y negro hasta que Cal había conseguido llenarlo todo de color. ¿Qué estaba haciendo ese hombre conmigo? Demasiado como para que pudiera asimilarlo todo de una vez.
– ¿Eso es todo?
– ¿Hay algo más?
Él me dirigió una silenciosa y enigmática mirada antes de ponerse a recorrer la tienda, echando un vistazo a los paraguas. Parecía no tener prisa y yo tampoco la tenía. La compañía de Cal me había abierto los ojos a otros mundos, a otras verdades. Finalmente, escogió dos.
– ¿Cuál prefieres? -me preguntó.
Los miré de arriba abajo, pero no veía que hubiera ninguna diferencia entre ellos, ambos eran negros y clásicos.
– ¿Por qué no compras los dos? -sugerí-. Jay podría elegir el que más le guste y tú podrías quedarte con el otro.
– No gracias. A mi los paraguas sólo me causan problemas, me resulta imposible no dejármelos por ahí.
– Bien -dije yo, y escogí uno de ellos-, podemos llevarnos este -me interpuse entre Cal y el vendedor con el fin de pagarlo yo.
– Philly… -se quejó Cal.
– Sí, Cal… -le contesté como una «tigresa».
– No me pongas las cosas tan difíciles.
– Todavía no sabes lo difícil que puedo llegar a ser. Además, no tenemos tiempo para discutir, se acerca la hora de tu cita con Jay.
– Primero tenemos que dar ese paseo.
– No tiene importancia, de verdad, estoy segura de que haces suficiente ejercicio.
– Claro que hago ejercicio, pero hace un día precioso y el estudio de Jay está al otro lado del parque. Te buscaré un taxi para que puedas volver a casa en cuanto lleguemos allí.
– También podría irme en el metro. Probablemente sea más barato y más rápido -no me daba miedo pasear por un parque con él, lo que me preocupaba era disfrutar demasiado de su compañía.
– Sí, en eso tienes razón. Pero yo estaría mucho más contento si supiera que vas directamente a casa, sin perderte en el metro.
– ¿Y cómo voy a aprender si no?
– Si insistes en tomar el metro, tendré que acompañarte para quedarme tranquilo.
– Llegarías tarde -protesté.
– El destino de mi película está en tus manos.
– No estás dispuesto a ceder, ¿verdad?
– En absoluto -repuso él con una sonrisa.
– En ese caso, vamos a dar ese paseo.
En cuanto llegamos al parque, él me ofreció el brazo para que camináramos juntos. Don no tenía la costumbre de llevarme del brazo, le hubiera dado vergüenza. Pero la proximidad de Cal me hizo darme cuenta de cuanto había echado de menos el apoyo físico de un hombre durante los últimos diez años. Me sentía encantada de la vida y…un poco culpable de sentirme tan feliz sin Don.
– Cuéntame algo más sobre tu trabajo -le pedí, tratando de alejar tales pensamientos-. ¿Cómo se convierte uno en director de documentales sobre la naturaleza salvaje?
– Sólo puedo contarte mi caso -respondió él con una sonrisa-. Había tenido problemas técnicos con la cámara para filmar escenas poco iluminadas y le escribí una carta a una cámara cuyo nombre aparecía en los títulos de crédito de una película que acababa de ver en la televisión y que me había dejado fascinado. Le expliqué los problemas que tenía y le envié una cinta con los resultados que había obtenido, para que él pudiese decirme que era lo que estaba haciendo mal. A lo máximo que aspiraba era a que me respondiera con otra carta dándome consejos, pero en vez de eso, me invitó a que visitara su estudio para verlo trabajar. De haberlo sabido, mis padres jamás me habrían dado permiso, así que no les dije nada y falté un día al colegio.
– ¿Al colegio? ¿Qué edad tenías?
– Trece años.
– Es un poco pronto para iniciar una carrera profesional, ¿no?
– Jamás pensé que fuera a convertirse en mi profesión, Philly. Se suponía que estudiaría arquitectura en la universidad, como casi toda mi familia, para después incorporarme a la empresa familiar. Por aquel entonces, lo de las películas era… un simple pasatiempo.
– A mí me parece que hay algo ligeramente indecente en cobrar por divertirte haciendo lo que más te gusta -comenté, pensando en los ratos de aburrimiento y hastío que sufría en mi puesto de trabajo.
– Puede que esa sea la razón por la cual mi familia se niega a considerarme un auténtico profesional. Te ha llegado el turno…
– ¿De qué?
– De contarme tus secretos. No pensarás que yo le cuento a todo el mundo que mi familia desprecia mi forma de vida, ¿no?
– No, claro.
– Pues entonces tienes que contarme algo sobre ti que no le hayas dicho a nadie.
Lo miré, sin saber si responder al reto que me proponía o cambiar de tema, pero él se limitó a alzar las cejas para animarme.
– No tengo ningún secreto, soy como un libro abierto -dije antes de sonrojarme-: Bueno, tengo que admitir que me aterrorizan las arañas -añadí.
– ¿Y has conseguido mantenerlo en secreto? -preguntó él con tono ligeramente burlón, como si supiera que yo me seguía guardando el auténtico secreto de mi vida-. ¿Cómo? ¿Lanzado un grito inaudible?
– No te burles, es cierto. Me he pasado toda la vida fingiendo que las arañas eran mis mejores amigas. No sabes lo que es tener a un montón de hermanos al acecho, esperando para descubrir tus más íntimas debilidades y tomarte el pelo sin cuartel.
– ¡Qué familia tan encantadora! Si te tropiezas con una araña mientras yo siga siendo vecino tuyo, no tienes más que llamarme para que acuda raudo a salvarte del peligro.
– ¡Mi héroe! -exclamé con una carcajada.
– Y, cuando me conozcas mejor, también puedes contarme tu otro secreto, ese que te ha hecho sonrojarte con solo pensarlo -apuntó él haciendo caso omiso a mis protestas mientras se acercaba para estudiar las estrías de un árbol centenario.
– Vas a llegar tarde -le advertí. Pero él no tenía prisa.
– Lo sé.
– Cuéntame algo sobre África -le pedí-. Sobre los monos. ¿Cuándo va a salir tu reportaje en televisión?
Empezó a contarme las cosas que había visto, los horrores, las esperanzas, la belleza inaudita y… yo perdí el sentido del tiempo escuchándolo, hasta que le vi levantar una mano para detener un taxi.
Me sorprendí al constatar que ya habíamos cruzado el parque y eché un vistazo al reloj.
– ¡Mira la hora, es casi la una y media! -exclamé preocupada.
– No te preocupes por eso. ¿Tienes teléfono móvil?
– ¿Qué? Ah, sí, claro -respondí mientras él esperaba a que recitara mi número. Tomó nota y me tendió una tarjeta de visita.
– Ahí tienes el mío. Si tienes algún problema, te pierdes o cualquier otra cosa, llámame.
– ¿Problemas? ¿Yo? -contesté riendo-. ¿A qué te refieres?
Mientras me subía en el taxi, él le dio al chofer la dirección del edificio de apartamentos y un billete para pagar la carrera. Yo decidí no gastar más saliva en protestas y, cuando él cerró la puerta, me asomé a la ventana.
– Muchas gracias por todo, Cal. No se lo que hubiera hecho sin ti.
– Te las hubieras arreglado perfectamente -repuso él-. Te veré más tarde.
Esa despedida prometía nuevos encuentros y me sentí más que satisfecha. El taxi empezó a alejarse y yo volví la vista, pero Cal ya no estaba pendiente de mí. Tenía la vista fija en la ventana de un edificio cercano. Alguien lo saludó desde la ventana, probablemente al propio Jay, y él agitó una mano en alto. El intercambio de saludos entre los dos hombres me dejó completamente descorazonada y preferí volver a la rutina de mi vida.