Sin embargo, parecía que Sophie había cobrado nuevas energías al enterarse de que podía comprar ropa con la tarjeta de crédito de otra persona. Estaba feliz y contenta, y no parecía en absoluto cansada. Cuando llegamos a casa yo me dejé caer sobre un sillón, exánime, y ella se enroscó como un gato en el otro, con una copa de vino en una mano y mi revista en la otra, echando un vistazo a las posibles respuestas a la pregunta sobre la «cita a ciegas».
– Vamos, Philly, arriésgate -me animó-. No puedes ser tan mansa como una «ratoncita» con ese color de pelo.
– ¿Tú crees?
Cal me había dicho algo parecido mientras jugaba con uno de mis rizos. Con sólo pensar en sus largos dedos, en sus nudillos acariciándome la mejilla, mi corazón dio un brinco y sentí una comezón de excitación en la piel.
Me había enviado otros dos mensajes de texto al móvil. El segundo ligeramente ansioso: Philly, ¿dónde estás?; y el tercero, un puro mandato: Philly, llámame.
Yo deseaba hacerlo, el cielo lo sabe. Quería volver a escuchar su voz aterciopelada, estar tan cerca de él como para que mis sentidos se avivaran con su aroma. Sentir sus labios contra los míos…
– ¡Hooola! -exclamó Sophie para sacarme de mi ensueño-. ¿Me estás escuchando?
– ¿Qué? Sí, claro -mentí.
Mi mente ni siquiera estaba en la misma casa. Mi imaginación recreaba el temprano desayuno en el apartamento setenta y dos, con la mano de Cal sobre la mía. Luego erraba por el parque, ambos tomados del brazo, paseando sobre un lecho de hojas muertas. En el taxi, temblando mientras sus labios tocaban mi mejilla en el beso de despedida, deteniéndose allí el suficiente tiempo como para hacerme concebir ideas… Me moría por llamarlo, pero reparé en que Sophie me miraba con extrañeza.
– Estoy pensando -me justifiqué.
– Tan sólo es un cuestionario de una revista femenina, Philly, no un examen de doctorado.
Era verdad, y solo veinticuatro horas antes yo me hubiera inclinado inmediatamente por la respuesta d. Tenía un novio esperándome en mi pueblo, pero ese detalle parecía haberse eclipsado de mi mente. Lo único que deseaba era llamar a Cal, pero me detenía el recuerdo de su expresión seria mientras miraba hacia la ventana de Jay. Puede que Cal hubiera estado pensando en mi, incluso preocupándose por mi bienestar, pero la realidad era que estaba con Jay.
– Déjala -dijo Kate, llegando desde la cocina y dejándose caer sobre un sofá, ya arreglada para una nueva cita con su maravilloso abogado-, tiene a su novio esperándola para casarse en Maybridge.
– ¿De verdad? -preguntó Sophie, atónita-. ¿Estás comprometida o algo así? No llevas anillo.
No, no estaba comprometida ni llevaba anillo, pero, decidida a convertirme en una «tigresa», repuse:
– Para ser sincera, tengo que reconocer que mi novio está más interesado en el motor de un viejo Austin que en mí.
Había tenido intención de decirlo en tono de broma, pero mientras pronunciaba esas palabras, me di cuenta de que no tenían ni la menor gracia. Eran, simple y llanamente, la pura verdad. Había dedicado años enteros de mi vida a la devoción que sentía por Don mientras él dedicaba toda su atención a una innumerable serie de vehículos averiados. Yo había sido la novia perfecta, siempre atenta a sus caprichos, sin exigir nunca nada a cambio. Jamás había tenido que esforzarse para mantener nuestra relación. Aunque eso sólo era culpa mía, no estaba nada segura de cual hubiera sido el resultado si alguna vez me hubiera decidido a ponerlo a prueba.
– Quizá deberías apuntarme en la respuesta a -dije con una amarga sonrisa.
Kate me miró con sorpresa y Sophie con una sonrisa cómplice.
– Buena elección -dijo la menor de las hermanas-. Dispones de una hora para arreglarte. Ponte algo sexy. Tony adora los «bomboncitos» con mucho pelo y poca ropa.
¿Qué? ¿«Bomboncitos»? ¿Poca ropa?
– ¿Tony? ¿Quién es Tony? -pregunté, pasando por alto el calificativo «bomboncito» mientras sentía como me abandonaba la «tigresa», pasaba a toda velocidad por la «gatita» y me quedaba colapsada en mi tímida personalidad de «ratoncita».
– Es solo un amigo. Un buen tipo. Te gustara.
– ¡«Un buen tipo»! -gimió Kate, llevándose las manos al rostro con incredulidad, antes de volverse hacia mí-: Habría jurado que optarías por la cómoda seguridad de la respuesta «d», Philly. Si no, te habría prevenido para que no aceptaras una cita a ciegas.
Me sentí aliviada al sentir el sensato apoyo de Kate.
– Bueno, en realidad, no. Nunca he aceptado una cita a ciegas -repuse con una forzada carcajada.
– Tony es muy divertido -terció Sophie.
– Sí, claro, por eso necesita conocer mujeres en una cita a ciegas -dije con sarcasmo.
– Bueno, admito que se vuelve un poco… temperamental cuando bebe. Pero, por debajo de las apariencias, es un hombre muy simpático, incluso un poco tímido.
– ¡Por favor! -exclamó Kate.
– De hecho… -intervine, y ambas se volvieron hacia mí-, la verdad es que no tengo nada sexy que ponerme -afortunadamente, Sophie se había centrado por completo en la ropa de trabajo esa tarde-. No pensaba acudir a… ninguna cita.
Al pronunciar la palabra «cita», me di cuenta de que jamás había tenido ninguna. ¿Cómo habría que comportarse? ¿De qué se hablaba? El tema favorito de Don era su trabajo con el viejo Austin. Pero estaba segura de que Tony, con su preferencia por la escasez de ropa, tendría otros temas de conversación.
Si se hubiera tratado de Cal, no habría habido ningún problema. Hablar con él era fácil. Los silencios no eran incómodos. Y podía hacer comentarios personales sin intimidarme.
– No es una cita propiamente dicha -se apresuró a aclarar Sophie- Es una fiesta a la que va a acudir un montón de gente y, además, no es justo que pases tu primer sábado por la noche en Londres sola -mi expresión no debía ser muy entusiasta porque Sophie se apresuró a añadir-: No te preocupes por la ropa. Podemos prestarte algún vestido que te siente bien. Y acuérdate de los maravillosos zapatos negros de tacón de aguja que hemos comprado esta tarde.
Interpreté sus palabras como si quisiera decirme:
«He estado contigo toda la tarde y ha llegado la hora de que me devuelvas el favor».
– Pero… -balbuceé con intención de decir que prefería quedarme en casa, pero me interrumpí al darme cuenta de que eso sonaría muy grosero tratándose de una invitación de mi anfitriona para un sábado por la noche- Pero nada, acepto la invitación -dije por fin tragando saliva.
Una hora más tarde estaba en mi dormitorio embutida en un vestido negro tan pequeño que nadie dudaría en tacharme de «bomboncito», los pies calzados con unos tacones de doce centímetros que Sophie me había insistido en que llevara para completar mi nueva imagen de chica urbana. Me miré al espejo y me encontré con una desconocida. Tony iba a pensar que le había tocado la lotería.
Tenía tres opciones. La primera, sacar pecho y acompañar a Sophie para mantener la armonía dentro del piso compartido. La segunda, puesto que a Tony le gustaban las mujeres con una buena cabellera, era tomar unas tijeras y cortarme el pelo al cero. Al fin y al cabo, no me sentía muy unida a mi mata pelirroja, al menos hasta que Cal había jugado con él y lo había alabado. Pero… ¿qué bien podía hacerme pensar en Cal? Me excité ante la idea de encontrármelo en el pasillo, en el ascensor o en el portal, pero deseché la idea inmediatamente. Cal no podía estar interesado en mí, era solo un vecino solicito, preocupado por una chica pueblerina y estúpida que se metía en líos constantemente. Ni siquiera se había molestado en decirme que pensaba mudarse. Traté de superar un súbito dolor en la boca del estómago. ¿La tercera opción? Bueno, siempre podría llamar a alguien por teléfono, siguiendo las instrucciones de la opción e, para escapar de la cita. Pero, puesto que solo conocía a una persona en Londres y dado que había estado toda la tarde haciendo caso omiso a sus mensajes, la alternativa parecía imposible.