Se retiró el flequillo con las manos llenas de grasa y un gesto adorable.
– Supongo que debo felicitarte. Te echaré de menos -yo sonreí, antes de darme cuenta de que me había pasado de lista-, pero así tendré más tiempo para dedicárselo al coche.
¿Qué? Ya pasaba todo su tiempo libre debajo del capó de ese coche.
– Gracias -dije rechinando los dientes.
– Así que a Londres -repitió Don, como si se tratara de una lejana y extraña ciudad mitológica en vez de una metrópoli llena de actividad situada a tan solo una hora de tren desde Maybridge-. Estoy seguro de que te lo pasarás estupendamente.
«¡Pero yo no quiero irme!», grité en silencio para dejar mi orgullo a salvo. ¿Por qué no se daba cuenta de que no tenía ganas de pasármelo estupendamente en ningún sitio si no era junto a él? Todo lo que quería era que me quitara de la cabeza la idea de irme a Londres y propusiera que me trasladara a vivir con él y con su madre viuda hasta que encontráramos una casa que pudiéramos compartir los dos solos… No me molesté en hacer planes en voz alta…, ya sabía la respuesta. La señora Cooper, una insulsa hipocondríaca que nunca había conseguido recobrarse de la huida de su marido con la secretaria, me trataba amistosamente, pero yo tenía la sospecha de que bajo esa expresión edulcorada se escondía un odio profundo por mi persona y, además, una desaprobación completa de mi prolongada relación con Don.
Tuve la tentación de desnudarme y seducirlo allí mismo, en el garaje, pero el suelo era de cemento, hacia mucho frío y las manos de mi hombre estaban llenas de grasa de la peor especie. Solo una idiota, o una mujer desesperada, se atrevería a desprenderse de su ropa de abrigo en tales circunstancias. Y sí, yo estaba desesperada, pero a pesar de mi inexperiencia, era capaz de imaginar que nadie, en un estado próximo a la congelación, sería capaz de encender una llama de deseo.
– Tengo que confesarte que casi te envidio -dijo Don-. Poder ver todos esos museos…
¿Museos? ¿Era esa la idea que tenía él de pasarlo estupendamente? Tuve ganas de abrazarlo, pero su mono estaba asqueroso, aunque si hubiera llevado puesto el jersey de la tía Alice, no me hubiera importado tanto.
– Acaba de ocurrírseme que si vas al Museo de Ciencias -añadió él con cierto brío-, podrías…
¿Al Museo de Ciencias? Podría apetecerme ir a ver las joyas de la corona, pero… ¿ir al Museo de Ciencias? Había perdido el hilo de la conversación…
– ¿Me lo prometes? -pregunto él.
¿Prometer? ¿Prometer qué? Dios santo, debería haberlo escuchado.
– ¿Por que no te vienes a pasar un fin de semana conmigo? -contesté, aprovechando la oportunidad-. Podríamos ver el Museo de Ciencias juntos.
Él echó un vistazo a su alrededor, incómodo.
– No creo que pudiera dejar a mi madre tanto tiempo sola, ya sabes que sufre de los nervios.
Era verdad, esa mujer había conseguido destrozar todos los planes que yo había hecho con Don durante los últimos cuatro años, apelando a sus repentinas crisis nerviosas. Esa fue también la razón de que el viernes, una vez que hubieron partido mis padres, tuviera que cargar yo sola con la maleta para irme a la estación. Don se había tomado la tarde libre para acompañarme, pero su madre había sufrido un pequeño ataque diez minutos antes de la hora acordada para salir. Estuve a punto de fingir yo misma otro ataque de nervios semejante, pero Don tenía una expresión tan preocupada que lo dejé irse a casa para esperar al médico mientras yo llamaba a un taxi y me metía en el tren.
Mientras Maybridge desaparecía tras una cortina de fina lluvia helada propia de cualquier tarde de finales del mes de noviembre, me acomodé con un bocadillo de queso en una mano y la revista femenina GH la otra.
Descubre si eres una «tigresa» o una «gatita», anunciaba la portada. Yo no necesitaba cumplimentar un cuestionario para saber la respuesta. Tenía casi veintitrés años, una madre que me trataba como si tuviera cinco y un novio que no daba rienda suelta a su libido. Así que tenia que ser una «gatita», ¿no? Pues no. Una vez cumplimentada la tanda de preguntas, descubrí que había sido demasiado optimista. Yo era una «ratoncita» y me salvaba por los pelos de ser una «ostra». Eso explicaba por qué me iba a Londres cuando lo que deseaba de veras era permanecer en Maybridge. Eso explicaba por qué mi novio siempre anteponía a su madre. Y también explicaba por qué me iba a pasar el día de Navidad con la tía abuela Alice, en vez de disfrutar de una tórrida noche de pasión con Don. Se me manejaba con facilidad. Era muy poco exigente. Mis expectativas de futuro se arrastraban por los suelos. Fui a morder el bocadillo de queso, pero me contuve, horrorizada: el queso era el plato favorito de la especie ratonil. Tendría que haber elegido un bocadillo de carne asada con mucho picante. Pero como «ratoncita» que era, me encantaba el queso. Debería llevar unos vaqueros de marca y tacones de aguja, en vez de unos cómodos pantalones de algodón que habían pertenecido a alguno de mis hermanos y unas zapatillas deportivas de saldo. Al fin y al cabo, estaba ahorrando para casarme, ¿no?
Puede que nunca llegara a ser una «tigresa», pero al menos podría aspirar a ser una «gatita» en vez de una «ratoncita». Se me ocurrió que, quizá en Londres, donde nadie me conocía, podría emprender algún tipo de cambio. Tenía que enfrentarme a los hechos. Comportarme como una «ratoncita» no había servido para animar a Don a soltarse de las faldas de su madre y pedirme en matrimonio. A lo mejor mi madre tenía razón. Era posible que una temporada de separación nos hiciera bien a ambos.
Don dispondría de seis meses para saber cómo era la vida sin que yo estuviera rondando por allí, acercándole un destornillador de punta plana incluso antes de que él lo pidiera.
Y yo tendría seis meses para acicalarme un poco y sacar partido a ciertas partes desatendidas de mi carácter para que, cuando volviera a Maybridge, Don cayera a mis pies antes de que su madre pudiera darse cuenta.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Paddington, metí la revista en el bolso para terminar de leerla en otra ocasión y tiré de la maleta.
Me enfrentaba a una nueva vida, con un nuevo trabajo y ropa nueva que tendría que comprar. Estaba en Londres y pensaba sacarle el mayor partido posible a la gran ciudad.
No llegué a rugir cuando me uní a la multitud que se dirigía hacia el metro, pero en mi mente ya se estaba forjando la imagen de una «tigresa».
Capítulo 2
Es hora punta y está lloviendo. Paras un taxi al mismo tiempo que un desconocido apuesto, alto y moreno, y él sugiere que lo compartís.
¿Qué harías?
a. Pensar que te ha tocado la lotería, coquetear al máximo hasta llegar a tu destino y abandonar el taxi entregándole tu número de teléfono con una sonrisa que dice claramente: «Llámame».
b. Acordarte de que tu madre no lo aprobaría, pero está lloviendo y él no parece ser un asesino en serie. ¿Qué importa?
c. Lo mandas a la porra, te metes en el taxi, y lo dejas plantado sin contemplaciones.
d. Le dejas que tome el taxi y esperas a que llegue otro.
e. Te vas andando.
Después de haber sobrevivido a las estrecheces del metro, y habiéndome equivocado de dirección sólo dos veces, finalmente emergí a la luz del día. Cuando hablo de «la luz del día», me permito una licencia poética. Realmente tuve que enfrentarme con la desapacible oscuridad del final de una fría y lluviosa tarde de noviembre. Y cuando digo «lluviosa», no me quedo corta. La lluvia fina y helada con que había abandonado Maybridge se había convertido en un auténtico aguacero casi invernal. En el campo, el cielo hubiera estado oscuro, pero en Londres las luces de neón nunca se apagaban y, además, dada la fecha, millones de bombillas se añadían al conjunto formando los más diversos motivos navideños, que se reflejaban sobre el suelo encharcado.