– También pensé que, si te sentías segura conmigo, podríamos pasar más tiempo juntos.
– ¿En serio? -pregunté frunciendo el ceño, pero sintiéndome viva de nuevo: él se había tomado muchas molestias para verme y eso indicaba, sin lugar a dudas, que yo le gustaba.
– Totalmente. Pero tengo que reprocharme que fue una decisión egoísta y carente de nobleza, Philly. Deseaba verte, tocarte, verte reír, escuchar los secretos que sólo le contarías a un verdadero amigo.
– ¿Piensas que es imposible que un hombre y una mujer heterosexuales puedan ser simplemente, amigos?
– Acabamos de demostrarlo -repuso él con una sonrisa seca-. Aunque yo he mantenido la charada durante veinticuatro horas, sé que tú te has sentido confusa con respecto a mí desde el principio.
– Evidentemente. Esta mañana has estado cortejándome alegremente mientras desayunábamos -dije recordando como había jugado con mi pelo, como me había mirado, como me había tomado de la mano para pedirme la sal-. ¿Eras consciente de lo que hacías?
– Me temo… que no pude evitarlo. Pero tú tampoco pudiste evitar echarle una mirada de advertencia a aquella mujer que estaba a nuestro lado frente al puesto de herramientas antiguas.
– ¿Te diste cuenta? -pregunte sonrojándome hasta la raíz del cabello.
– Si de verdad hubieras estado totalmente convencida de que yo era homosexual, no te habría importado. Te lo habrías tomado a broma, sin más. Pero ya sentías algo por mí. ¿Por eso no has contestado a mis mensajes, Philly? ¿Tenías problemas de conciencia con respecto a Don?
– No regresé directamente a casa -dije mirándolo de soslayo, sin querer admitir que le había dedicado todos mis pensamientos-. Fui al Museo de Ciencias.
– Ah. Entiendo.
– Exponen el primer Austin construido en l922, el mismo modelo que Don está restaurando. Antes de salir de Maybridge, me pidió que lo visitara y que le enviara una postal.
– Lo siento.
– ¿El qué? ¿Que le enviara una postal?
– No. Que te sintieras culpable.
– ¿Por qué? No es culpa tuya. Además, no puedo jurar que me sintiera exactamente culpable, quizá simplemente confusa.
– ¿Todo a su gusto, señor? -preguntó el camarero mientras retiraba los platos de la mesa, dando por hecho que habíamos terminado, aunque ninguno de los dos habíamos hecho justicia a la comida.
– Todo perfecto -repuso Cal-. Gracias.
Mantuvimos un silencio sosegado mientras nos servían el segundo plato y nos rellenaban las copas de vino. Yo lo miré con suspicacia y Cal se dio cuenta.
– Es blanco -dijo.
– Estupendo -contesté. Después de haberme bebido una margarita, no sería lógico seguir insistiendo en beber agua, pero tendría que tener mucho cuidado con el vino.
La conversación iba más deprisa que de costumbre y yo carecía de la menor experiencia en los juegos de seducción.
– ¿Puedo abrirlo? -pregunté al fin, señalando el regalo.
– Es tuyo, haz lo que quieras con él.
Rompí el envoltorio a jirones, pero le salvé la vida al lazo. Sabía que guardaría esa cinta decorativa en el fondo de algún cajón durante el resto de mi vida. Dentro de la cajita había un llavero con una alarma anti agresión en miniatura. No era una alarma barata, como la que me había entregado mi madre, sino un aparato de acero inoxidable de alta tecnología que, sin duda, resistiría los golpes de cualquiera, incluidos los del zapato de Callum McBride.
– Quería reemplazar el que machaqué a pisotones -explicó él.
– ¿Piensas que puedo sentirme segura con esto en tu presencia?
– Si te sientes amenazada, aprieta el botón.
Me reí.
– Te gusta el peligro, ¿eh?
– Detesto el aburrimiento.
– ¿Cómo lo sabes? Por lo visto, no has abandonado el riesgo desde que quemaste el juego de cama de tu madre para escapar a tu destino como arquitecto.
– A diferencia de ti, que tienes un trabajo seguro, un novio seguro y una vida segura -comentó meneando la cabeza-. Olvida lo que acabo de decirte. Eso es lo que tú deseas, así que,… ¿Quién soy yo para criticarte?
¿Era eso lo que yo deseaba?
– He abandonado mi hogar -contraataqué-, tengo un trabajo en Londres, me he comprado un vestuario completo y estoy cenando con un hombre al que acabo de conocer.
– ¿Qué te parece? -anuncié sintiéndome bastante satisfecha de mí misma durante las ultimas veinticuatro horas.
– Vives en un piso que te ha buscado tu madre y, por lo que me has contado, te resististe hasta el último momento antes de aceptar el traslado a Londres. Además, siento arruinar la imagen que te has formado sobre mí, pero te aseguro que se necesita mucho más que una sábana quemada para escapar al destino que ha trazado para ti tu familia.
– ¿Forma esa frase parte de la filosofía vital de Cal McBride? Es muy profundo lo que dices.
– Me limito a destacar que es más fácil aceptar lo que a uno le viene dado que luchar por un futuro diferente.
– Y tu has renunciado a lo fácil, ¿no?
– Estuve a punto de perder la partida en un par de ocasiones -admitió-. Durante años estuve ahorrando para comprarme cámaras y filtros bajo la atenta mirada de mis padres, a los que había jurado que el cine solo era un simple pasatiempo que jamás alteraría mis planes universitarios. Les prometí que estudiaría Arquitectura y que me uniría a la empresa familiar.
– ¿Pensabas cumplir tu palabra?
– La arquitectura, especialmente cuando eres socio propietario, es mucho más lucrativa que hacer documentales sobre la vida secreta de las palomas. Yo lo sabía y me hice a la idea de que podría sentirme satisfecho dedicándome a ello como pasatiempo. Así que empecé la carrera de Arquitectura para satisfacer a mis padres, pero solo duré dos años.
– ¿Qué pasó?
– Conocí a alguien en la universidad -dijo, mirándome con intensidad para asegurarse de que yo entendía la importancia que aquello había tenido para el-. Era una mujer inteligente, adorable y creativa que se mató en un estúpido accidente. Resbaló en una escalera cubierta de hielo y se rompió el cuello, mientras se dirigía a toda prisa para asistir a una conferencia que ni siquiera le interesaba demasiado.
– Lo siento mucho, Cal… -dije sintiendo la necesidad de alargar la mano para acariciar la suya.
Sin embargo, me contuve, no quería entrometerme en su dolor.
– Tenía solo veintiún años, Philly, y estudiaba Matemáticas en vez de música para complacer a su padre. Él pensaba que su hija no podía echar a perder su vida dedicándose al canto. Tenía una voz que lo mismo podía hacerte llorar que reír.
– Tú la amabas, ¿no?
– Es posible. La amaba de esa manera despreocupada en que se aman los jóvenes que se creen inmortales. Mi dolor se debe tanto al pesar que me causé su muerte como a la pérdida definitiva de la inocencia que todo ello supuso para mí. Todo lo que sé es que ella dejó de lado su vocación para satisfacer a otras personas y, mientras escuchaba el responso frente a su tumba, me juré que yo jamás cometería el mismo error.
Alargó una mano y tomó la mía, como si necesitara que lo comprendiera. Yo volví la palma hacia arriba y apreté la suya para confirmarle que comprendía perfectamente sus sentimientos.
– No es eso, ¿verdad? -dije al cabo de unos instantes-. Ese no es tu verdadero secreto.
– Eres muy lista, ¿no?
– Tú lo has dicho, no yo -repuse, dispuesta a abandonar el tema, puesto que no me veía capaz de confesarle mi más oscuro secreto-. ¿Qué pasó después?
– Abandoné la universidad.
– ¿Y nadie te lo recriminó? El tono en que tu hermana te preguntó si habías hablado con tus padres…
– Tuvimos una pelea tremenda. Mi madre me aconsejó que me tomara un año sabático, para aclararme las ideas. Pensó que si tenía que soportar las dificultades de trabajar como ayuda de cámara bajo las inclemencias del tiempo, en un país extranjero y tercermundista, acabaría entendiendo que la seguridad laboral que me ofrecía mi familia era la mejor opción. Pero mi padre intuyó la verdad desde un principio, sabía que jamás volvería a la universidad.