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– Antes me has preguntado por qué no había contestado a tus mensajes -dije, pensando que Cal se merecía que yo fuera tan sincera como él-. Me metiste en ese taxi y me besaste en la mejilla -relate tocándome con la mano el lugar donde él me había besado, recordando la mezcla del aire fresco con su masculino aroma-. Durante un instante pensé que te ibas a quedar conmigo, que mandarías a Jay a la porra y te meterías en el taxi. Sin duda, era una locura, pero te deseaba de tal manera que no podía pensar con sensatez.

– Me habría gustado…

– Pero no lo hiciste. Te alejaste del taxi y saludaste a Jay. Al verlo, sentí que me habías olvidado por completo en un abrir y cerrar de ojos.

– ¡No!

– Me sentía tan… tan celosa, que no pude contenerme.

Hacía ya un rato que yo jugaba con uno de mis rizos, enroscándolo y volviéndolo a desenroscar.

Cal me tomó por la muñeca, solté el rizo, que se enroscó de nuevo y Cal depositó mi mano sobre la mesa y puso la suya encima.

– Así que me fui al Museo de Ciencias -continué-, a ver el precioso ejemplar del Austin de mil novecientos veintidós, a recordar todas las tardes y fines de semana que había pasado junto a Don en un garaje sin calefacción, la cantidad de años que había pasado así mientras él luchaba con motores estropeados para devolverlos a la vida.

– ¿Por qué lo hiciste? Lo de los años, no lo del Museo.

– Porque desde que tenía diez años le había considerado un héroe y, desde los trece, estaba impresionada por su estatura y su cabello rubio. Porque nunca me dijo que me marchara y dejara de molestarlo, como hacían mis hermanos. Nunca me torturo con arañas. Siempre se mostro amable. Éramos amigos… Porque… -me quedé con la vista fija en el vacío, un lugar oscuro y peligroso, pero no me detuve-: porque después de haberle declarado al mundo entero, cuando tenía diez años, que iba a casarme con él, nunca se me ocurrió pensar en que podría no ser así.

– Nunca debió permitir que te alejaras de él.

Yo estaba empezando a plantearme si se habría dado cuenta de que ya no estaba allí. Era posible que estuviera echando de menos mi ayuda en el garaje o las tazas de café que solía prepararle. Pero todo lo que Don había hecho por mí durante todos esos años había sido contestarme con monosílabos, e incluso parecía haber hecho un verdadero esfuerzo para mantener ese tipo de conversación cuando un manguito se negaba a ajustar en el motor.

Me había librado de atravesar dramas amorosos parecidos a los de mi hermana y mis amigas, a las que había dejado sollozar sobre mi hombro, mientras me sentía por completo a salvo en mi pequeño mundo, quitándoles importancia a las pequeñas bajadas de tensión en la relación que mantenía con Don.

Pero con Cal había aprendido a disfrutar de una clase de amor de mucha mayor altura, la clase de amor por la que llevaba suspirando toda la vida.

Sin embargo, no me engañaba: la realidad era que Cal jamás podría hacer una vida hogareña y, además, iba a emprender un nuevo viaje a corto o medio plazo. La «tigresa» que llevaba dentro sería capaz de soportar todo eso, pero en mi fuero interno yo deseaba tener una vida tranquila, una familia.

¿Merecería la pena afrontar el riesgo?

– ¿Philly?

– ¿Qué? -pregunté sorprendida, comprendiendo al instante que debía llevar mucho rato abstraída y en silencio-. Lo siento, estaba a muchos kilómetros de aquí.

– ¿En Maybridge? -inquirió el-. ¿Pensando en Don?

– No… -dije con tono de poca convicción-. Es decir, sí. Tengo que volver a casa, Cal.

– ¿A casa? ¿Ya has tomado una decisión?

– He tomado una decisión -confirmé-. Es necesario. Hemos sido… -busqué la palabra adecuada para definir mi relación con Don- amigos durante mucho tiempo. No puedo mandarlo todo a la porra en un instante y…

– Por favor, Philly, no necesitas justificarte conmigo -me interrumpió Cal, al tiempo que hacia un gesto con la mano para llamarme la atención sobre los platos-: ¿Has terminado?

– No pretendía dar la impresión de que deseaba irme en este preciso instante.

– Ya lo sé, Philly -repuso él con la mandíbula tensa-. ¿Quieres un postre o un café? -añadió al cabo de un momento, más relajado.

Hacía horas que sonaba con tomarme un postre lleno de chocolate, pero era evidente que él deseaba marcharse, así que agité la cabeza rechazando la oferta.

– Vámonos, pues.

Pagamos, bueno, pagó él, y nos pusimos los abrigos. El propio Nico apareció para asegurarse de que habíamos disfrutado de la cena y despedirnos.

Cal atravesó unos instantes de irritación, pero después recobró su encanto natural. Se disculpó por no haber terminado la sopa mientras me ayudaba a ponerme el abrigo. Salimos a la calle y me tomó del brazo hasta que llegamos al elegante edificio que su padre había diseñado y dentro del cual vivíamos como vecinos.

Aunque no había pasado nada extraño, yo tenía la sensación de haber interrumpido la velada abruptamente.

Todo había ido de maravilla hasta que había dicho que tenía que volver a Maybridge. Pero… cualquiera se daría cuenta de que no podría limitarme a escribirle una cana a Don, después de tantos años. Tenía que verlo, decirle a la cara que, cualquiera que fuera a ser mi futuro, él ya no estaba incluido en los planes.

Capítulo 10

Has perdido la cabeza por un hombre al que acabas de conocer. El deseo apenas te deja llevar una vida normal, pero tus amigas y amigas te advierten que todo el asunto va a acabar en lágrimas, las tuyas. ¿Qué harías?

a. Le das una patada a las precauciones. Sólo se vive una vez y la aventura apasionada que estás a punto de disfrutar es más importante que la pasible decepción que puedas sufrir más tarde.

b. Aceptas que los hombres y las lágrimas de las mujeres van siempre de la mano. Al menos, en ese caso habrá merecido la pena.

c. Te ríes. Ese hombre va a darte de comer y beber y va a hacerte sentir como una estrella de cine. Así que… ¿para qué llorar?

d. Te pones inmediatamente a llorar. Sabes que tus amigas tienen razón.

e. Les dices que entregar el corazón es lo que nos hace humanos. Y que también es muy humano que las personas se hagan daño.

Cal se detuvo ante la puerta de mi apartamento.

– ¿Cuándo piensas marcharte?

– Cuanto antes mejor. Mañana, supongo.

– Los trenes van a rebosar los domingos.

– Lo soportaré.

– No es necesario. Si ya has tomado una decisión. -se paró para tomar aliento com esfuerzo, pero yo levanté una mano y se la enredé en el pelo, preocupada-. Si estás completamente segura, te llevaré en coche -dijo-. ¿A las once? ¿Tendrás suficiente tiempo para arreglarte? ¿Arreglarme‘? ¿Pensaba que me iba a vestir de forma especial para la ocasión? ¿Pensaba que iba a ponerme especialmente guapa para que Don se diera cuenta de lo que se había perdido?

– Gracias, pero… ¿No crees que podría resultar… insensible'?

– Podrías dedicar un poco de esa sensibilidad para tener en cuenta mis sentimientos -yo lo miré, confusa-. Si te vas sola, estaré preocupado por ti durante todo el día.

– ¿En serio?

– En serio.

– De acuerdo -dije, comprensiva, aunque todo ese asunto de que yo no podía dar ni un paso sin que alguien me llevara de la mano estaba afectando seriamente a mi sistema nervioso-. Tal y como me pones las cosas, no entiendo cómo he podido sobrevivir durante veintitrés años sin que alguien como tu estuviera pendiente de todos mis desplazamientos. Ni siquiera mi madre se preocupa tanto.

– Créeme, Philly, mis sentimientos no son en absoluto maternales -dijo con una mirada llameante que me encendió el corazón-. Lo único que pasa es que no puedo soportar la idea de imaginarte pasando frío dentro de un vagón de tren. Piensa que en vez de un coche tengo un taxi, si eso te ayuda.