Y había gente, miles de personas que sabían a donde iban apretaban el paso bajo la lluvia. Yo estaba delante de la estación del metro, con un callejero en la mano, intentando orientarme mientras los impacientes peatones me daban rápidos e involuntarios empujones para abrirse paso. Sobre el papel, no parecía que el piso de Sophie y Kate Harrington estuviera demasiado lejos, pero ya me había dado cuenta de que, vistas en un mapa, las distancias podían resultar bastante engañosas. Y los problemas que había tenido en el metro para distinguir entre el norte y el sur me habían minado considerablemente mi fuerza de voluntad. Tal y como estaban las cosas, decidí que era el momento de hacer una pequeña inversión en un taxi y escruté el tráfico de la calzada para intentar detectar la pequeña luz amarilla que indicaba que uno de los taxis negros de Londres estaba libre.
Jamás había tomado un taxi en Londres. En Maybridge los taxis no daban vueltas por el pueblo para que la gente los detuviese, había que llamarlos por teléfono. Sin embargo, había visto suficientes películas en la televisión como para saber que simplemente tenía que acercarme a la acera, levantar una mano y gritar «¡taxi».
Pasó uno, pero aún no había tenido tiempo de acercarme del todo a la acera y mi grito resultó de una fragilidad patética. No me vio. Esperé bajo la lluvia hasta que pasara otro, con la indomable mata de fosco cabello pelirrojo chorreando, el bolso al hombro y la maleta entre las piernas, calada y helada hasta los huesos. Sabía que era difícil encontrar un taxi libre en Londres a una hora punta y bajo una lluvia torrencial. Por eso cuando detecté de nuevo una luz amarilla entre el trafico, mi gesto fue tan desesperado y mi grito tan fuerte y agónico que el taxi dio un frenazo en seco y maniobró hasta llegar a la acera, a unos doce metros por delante de mí.
¡Por fin! Nadie que hubiera visto mi proeza podría pensar de mí que tenía la personalidad de una «ratoncita». Agarré mi maleta y tiré de ella, sorteando el gentío que caminaba en dirección opuesta con las cabezas inclinadas bajo la lluvia, pero cuando llegué hasta el taxi, alguien había abierto ya la puerta y estaba cerrando su paraguas para ocuparlo.
– ¡Oiga! ¡Este taxi es mío! -grité como una «tigresa» salvaje para defender el derecho a mi primer taxi londinense, a pesar de que mi adversario me sacaba la cabeza.
El hombre que pretendía robarme el taxi terminó de cerrar con impaciencia el paraguas, el cual soltó un chorro de agua sobre mis pies.
– Lo siento, pero yo lo he llamado antes de que usted lo viera -dijo dirigiéndome una seca mirada que me dejó paralizada, antes de ponerse a jurar por lo bajo al verme cargada con una enorme maleta-.
– Le cedo el puesto -concluyó por fin con resignación-, no quiero que se ahogue.
Yo dudaba, podía enfadarme con alguien que intentara quitarme un taxi, pero me veía incapaz de aceptar su oferta si era verdad que él lo había llamado antes, aunque mi situación fuera, sin duda, más dramática que la suya. Al fin y al cabo, él disponía de un paraguas y no iba cargado. Pero yo esta tan mojada que no me importaba seguir un rato más bajo la lluvia, esperando a que pasara otro taxi.
Además, tuve la ligera impresión de haberlo visto en el bordillo de la acera la primera vez que levanté la vista del callejero al salir de la boca del metro.
Era muy posible que llevara más tiempo que yo esperando ese taxi. La «tigresa» que había en mi desapareció, dejando paso a la conocida «ratoncita».
– No, gracias -balbuceé-. Lo siento, en realidad…
– ¡Por Dios! -exclamó él, disgustado, agarrando el asa de mi maleta y arrastrando hasta el taxi todas mis pertenencias sin esfuerzo aparente-. Deje ya de parlotear y súbase.
– ¿Piensan decidirse ya? -gritó el conductor-. Tengo que dar de comer a mis hijos.
– Quizá podríamos compartirlo -sugerí mientras entraba al taxi, detrás de la maleta. Mi caballero andante iba a cerrar la puerta detrás de mí, pero hizo una pausa con gesto pensativo-. No voy muy lejos y usted podría… podríamos… Al menos no tendrá que seguir bajo la lluvia -añadí, sorprendiéndome a mí misma. Jamás había compartido un taxi con un apuesto desconocido. Solía pasar la velada del viernes en el garaje de Don, conversando sobre las intrincadas complejidades del motor de combustión interna mientras le iba acercando las herramientas que necesitaba. Así era el ambiente al que estaba acostumbrada: confortable, familiar, relajado, seguro y totalmente carente de experiencias que me aceleraran el corazón, como en ese momento sucedía.
– ¿Adónde va? -quiso saber el hombre.
Cuando se lo dije, alzó ligeramente las cejas.
– ¿Le viene de paso? -pregunté.
Después de un momento de duda, él asintió con la cabeza, se subió al taxi y se sentó frente a mí, de lado, para que nuestras rodillas no entrechocaran.
Tenía los pies más grandes que había visto en toda mi vida. No pude evitar pensar si sería verdad que un hombre con los pies grandes tenía… ejem… todos los apéndices del mismo tamaño.
– Acabas de llegar a la ciudad, ¿verdad? -preguntó él con una sonrisa amistosa que indicaba que ya conocía la respuesta.
– Ahora mismo -tuve que confesar, sin atreverme a mentir para contrarrestar mi evidente aspecto rústico; sabía que sin la indumentaria adecuada y un poco de maquillaje jamás podría pasar por una sofisticada chica de ciudad. Tendría que haber pensado en ello antes de salir de casa. Según la revista, una «tigresa» siempre tenía que estar preparada para conocer al hombre de sus sueños. Pero ¿cuántas posibilidades había de que eso me sucediera precisamente el mismo día de mi llegada a Londres? Además, el hombre de mis sueños estaba en Maybridge-. Supongo que es evidente: la maleta, el callejero…
– No lo digo por eso -replico él con una amplia sonrisa que no dejaba dudas sobre la perfección de su deslumbrante dentadura-, sino por tu disposición a cederme un taxi en un día como este. No es típico de una chica londinense.
En la intimidad del asiento trasero, pude comprobar que mi hombre no solo era alto, sino también moreno y apuesto. Moreno, apuesto y, posiblemente, peligroso.
Y su voz, tan grave y aterciopelada… Incluso en el peor momento de impaciencia, había sonado entreverada de semitonos aterciopelados.
Observé hipnotizada como una gota caía desde uno de sus cortos rizos sobre el cuello de su abrigo y me estremecí. Allí estaba yo, mirando con expresión atónita al prototipo de hombre que poblaba las fantasías más lujuriosas de cualquier mujer: alto, moreno, guapo, musculoso y con los ojos de color verde mar. Una pequeña cicatriz interrumpía brevemente el trazado de su ceja derecha, dando la impresión de que se trataba de un individuo intrépido que no dudaría ante el peligro…
– ¿Vienes de muy lejos? -preguntó él intentado retomar la conversación, posiblemente incómodo ante mi descarado escrutinio.
– Hum…, no. En realidad, no. Vengo de Maybridge. Está cerca de…-balbuceé, acostumbrada a tener que dar explicaciones sobre el tema y luchando por hablar con coherencia sin conseguirlo.
– Sé donde esta Maybridge -repuso él, rescatándome de mi lucha interior-. Tengo unos amigos que viven en Upper Haughton.
– ¡Upper Haughton! -exclamé gratamente sorprendida. Era una aldea medieval perfectamente conservada situada a cinco kilómetros de Maybridge-. Exactamente -corroboré temblando mientras la «ratoncita» que llevaba dentro se apoderaba de mi de nuevo-, Maybridge está muy cerca de Upper Haughton.