Deseé no estar junto a un desconocido capaz de ubicarme geográficamente con tanta precisión, soñé con la posibilidad de haberle cedido el taxi y haberlo perdido de vista para siempre. Pero mi «tigresa» interior deseaba entregarle una nota con mi nombre y número de teléfono al tiempo que murmuraba «llámame» con tono seductor. Sin embargo, la «ratoncita» decidió que jamás podría olvidar la vergüenza de entregarme a un desconocido tan impudentemente. Consulté el reloj para evitar seguir mirándolo a los ojos.
– Casi hemos llegado -dijo él-. ¿Vas a estar mucho tiempo en Londres?
– Seis meses. Mis padres están de viaje: Australia, Sudáfrica, Estados Unidos…, y han decidido alquilar la casa familiar -farfullé enojada conmigo misma. Ya estaba parloteando de nuevo y, al recordar su impaciencia, concluí rápidamente-: Por eso estoy aquí.
– ¿Dispuesta a disfrutar un poco de la vida mientras tu familia está ausente? -preguntó él con malicia mientras el taxi se detenía frente al lujoso jardín delantero de un moderno y elegante edificio de apartamentos. El espectáculo me permitió evitar una respuesta. Durante un instante me quedé con la boca abierta admirando el ostentoso barrio, mientras mi inquieto compañero, al parecer deseoso de seguir su camino, abría la puerta y sacaba la maleta. Después, como haría todo un caballero, colocó su paraguas abierto delante de la puerta del taxi y alargó una mano para ayudarme a salir. Salté afuera y me volví hacia el chofer mientras buscaba el monedero dentro del bolso. Finalmente encontré un billete de cinco libras.
– Guárdate eso -me ordenó él con tono imperioso.
– No, insisto -contesté. No podía permitirle que pagara mi trayecto, pero él no se molestó en discutir. Pagó, cerró la puerta del taxi, agarró mi maleta y se dirigió hacia el portal, dejándome con el billete en una mano y su paraguas en la otra. El taxi se marchó-. ¡Eh, un momento! -grité desconcertada.
Las hermanas Harrington me habían explicado el sistema de seguridad del edificio. Era necesario abrir el portal con una tarjeta de banda magnética, o llamar por el telefonillo para que uno de los vecinos pulsara el botón de apertura. Mi desconocido, alto, moreno y peligroso, se saltó todos los trámites al sujetarme la puerta mientras alguien salía y mantenerla abierta para que yo entrara. ¿Pensaba subir conmigo? ¿Esperaba que lo invitara a tomar un café como premio a su gentil caballerosidad? Me sentí confusa, pueblerina, ingenua y completamente idiota. Había permitido que un hombre al que no conocía de nada, y cuyo nombre seguía siendo un misterio, se enterara de donde vivía. Además, estaba confusa, mojada y aturdida mientras él le indicaba la dirección al taxista y no había prestado la menor atención. ¡Podíamos estar frente al apartamento de las hermanas Harrington o en cualquier otra parte! ¿Y quién me echaría de menos?, ¡le había confesado que mis padres estaban en la otra punta del planeta! ¿Cuánto tiempo tardarían Sophie y Kate Harrington en alarmarse por mi tardanza?
Cuando la semana anterior había hablado con Sophie por teléfono, no me había parecido que su voz resultara precisamente entusiasta ante mi inminente llegada. De hecho, me había quedado bastante claro que el plan de instalarme en la habitación libre del apartamento que compartía con su hermana mayor le resultaba horrendo, aunque se había visto obligada a ceder por alguna oscura razón. Estaba claro que mi compañera de piso no llamaría esa misma noche a la policía, ni siquiera al día siguiente. Al fin y al cabo, yo era mayor de edad. Quizá no llegaría a preocuparse en serio hasta que Don intentara ponerse en contacto conmigo. Pensé en la angustia que sentiría mi novio de toda la vida al enterarse de que aún no había aparecido por la casa que iba a convertirse en mi residencia durante los próximos seis meses; pensé en su preocupación al darse cuenta de que aún tendría que haberme acompañado hasta la estación para asegurarse de que tomaba el tren sin contratiempos. Y me sentí feliz durante un instante, pero regresé inmediatamente a la realidad. Mi madre me había hecho múltiples advertencias sobre los peligros de dejarse llevar por un desconocido y me había regalado una alarma de bolsillo. Yo me lo había tomado a broma, pero le había jurado que la llevaría siempre conmigo mientras viviera en Londres. Y, al parecer, ya había llegado el momento de usarla. Metí la mano en el bolso para buscarla mientras intentaba distraer al peligroso desconocido con la mejor de mis sonrisas.
– Realmente no hacía falta que me acompañaras hasta la puerta -dije.
– Jamás lo hubiera hecho si no diera la casualidad de que vivo en el apartamento de al lado.
– ¿En el apartamento de al lado? -pregunté súbitamente aliviada, aunque podía estar mintiendo.
– ¿Te importa que entremos ya? Cierra el paraguas y…
Saqué la mano del bolso con prisa y la alarma saltó por los aires. La atrapé antes de que tocara el suelo, pero el apretón activo el mecanismo. Un pitido estridente me retumbó en los oídos y, momentáneamente horrorizada, solté el paraguas, que se escapó volando empujado por el viento, vuelto del revés, en dirección al tráfico. Mi apuesto desconocido lanzó un juramento por lo bajo mientras soltaba mi maleta bruscamente con intención de detener la alarma e irse a buscar el paraguas. La vieja cremallera de la maleta no aguantó el golpe contra el suelo y toda mi ropa interior se desparramó por el suelo, delante del edificio, mientras la alarma que aún sostenía en la mano no paraba de sonar. Era necesario utilizar una clave para desactivarla, pero mi mente había dejado de funcionar. El desconocido me estaba diciendo algo que el estruendo me impedía entender. Finalmente, me abrió el puño, tiró la alarma al suelo y la hizo trizas a base de enérgicos pisotones. El repentino silencio me dejó más aturdida aún.
– Gracias -conseguí farfullar en cuanto empecé a recobrar el aliento. Deseaba que me tragara la tierra.
– Espérame aquí -contestó él fríamente. Comprendí su furia. Me había cedido su taxi, se había negado a aceptar mi billete de cinco libras, me había llevado la maleta hasta el portal. Y yo le respondía con una desagradable alarma antiagresores, como si diera por hecho que pensaba raptarme, violarme y, finalmente, asesinarme en algún oscuro callejón.
Mientras mi sufrido caballero andante se perdía en la oscuridad en busca de su paraguas, me puse a recoger la embarrada ropa interior. Sabía que debía esperar a que él regresara para pedir sinceras disculpas, que debía ofrecerme a pagar la reparación del elegante paraguas, si era necesario. Pero al cabo de un instante, cambié de opinión. Vivía en el apartamento contiguo y sería suficiente con deslizar una nota de disculpa y agradecimiento por debajo de la puerta a la mañana siguiente. Seguramente, después de todo lo sucedido, él preferiría no tener que volver a enfrentarse conmigo, al menos aquella noche.
Cargué con la maleta y corrí hacia los ascensores.
Sophie Harrington se tomó su tiempo antes de abrir la puerta mientras yo esperaba chorreando y en cuclillas, abrazada a la maleta para evitar que volviera a abrirse. Cuando subía en el ascensor me había prometido a mí misma que la siguiente vez que tuviera que hablar con el vecino de al lado me presentaría decentemente vestida, adecuadamente peinada y completamente serena. No se trataba de impresionarlo, pero sí de superar en la medida de lo posible la mala imagen de debía tener de mí…, con toda la razón. Incluso yo misma estaba convencida de haberme comportado como una perfecta idiota. Pero si Sophie no se daba prisa, aún estaría en el corredor cuando él saliera del ascensor, lo cual podría convertirse en una auténtica pesadilla. Volví a tocar el timbre con urgencia y la puerta se abrió de golpe. En el umbral había una joven en albornoz, con el pelo mojado y cara de pocos amigos. ¡Fantástico! Después de haber ofendido gravemente al vecino de al lado, acababa de sacar a mi anfitriona de la ducha. ¡Así se empieza!