– Estaré bien, no os preocupéis por mí -dije procurando superar la nostalgia. Desde hacia años pasaba todos los fines de semana con Don. Tengo un montón de cosas que hacer -añadí señalando la lavadora y acordándome de la ropa interior que se había quedado hecha una porquería después de arrastrarse por la calle.
Kate rio.
– Haz lo que te venga en gana -dijo a modo de despedida en el mismo momento en que sonaba el telefonillo.
– Vamos, Kate, debe ser el taxi -la urgió Sophie mientras se dirigía hacia la puerta.
Kate vaciló.
– ¿Era «George el Magnífico» o «Willy el Delicado»? -preguntó al fin.
– ¿Qué?
– El vecino con el que compartiste el taxi.
No quise confesarle que no nos habíamos presentado y, aunque ninguno de los dos nombres encajaba con mi caballero andante, estaba segura de que nadie hubiera podido bautizarlo con el sobrenombre de «el Delicado».
– Probablemente fuera «George el Magnífico».
– ¿Era alto, moreno y…?
– Exactamente.
– ¿…Y completamente homosexual?
– ¿Homosexual?
– ¿No te diste cuenta? -pregunto ella enarcando una ceja.
No, no me había dado cuenta, había estado tan ocupada dejando que sus ojos verdes me hipnotizaran que no había tenido tiempo de pensar en nada más.
– No presté demasiada atención -repuse-. Desde luego, se mostró más interesado por recuperar su paraguas que por intimar conmigo. De hecho, tengo que hablar con él sobre el tema. ¿En qué puerta vive?
Era evidente que mi interés por él no iba más allá de comportarme con educación y pedirle disculpas, aunque también tenía que asegurarme de que había encontrado el paraguas en buen estado.
Podía hacerlo pasando una nota por debajo de la puerta. Eso dejaría resuelta la cuestión y, a partir de ese momento, sólo tendríamos que saludamos con una ligera inclinación de cabeza si nos cruzábamos en el pasillo o en el portal.
– Al salir de nuestro apartamento, gira a la derecha y llega hasta el final del corredor. Es la puerta numero setenta y dos -dijo con una sonrisa y un ademan de despedida-. No nos esperes levantada.
«¿George el Magnífico?», me pregunté en cuanto se cerró la puerta tras ellas, sintiendo como mi corazón se hundía como el plomo en un pozo de desconsuelo. Desde luego, no por culpa de que el vecino fuera homosexual, sino porque estaba sola en Londres, sin amigos, un viernes por la noche. Mis padres volaban en ese momento a nueve mil metros de altura por encima de la tierra firme y mi hombre estaría sumergido en el motor de su viejo Austin o tomando una cerveza con los amigos. Así que hice lo que siempre hacia cuando me encontraba un poco deprimida: abrir la nevera. Necesitaba urgentemente tomar algo caliente y lleno de colesteroclass="underline" unos huevos revueltos con beicon, unas salchichas con puré de patatas y mantequilla…, cualquier cosa menos, por supuesto, el queso de cabra de Sophie.
La nevera parecía un desierto, pero logré encontrar un poco de pan y un trozo de queso cheddar con el nombre de una conocida marca en la etiqueta. Seguro que pertenecía a Kate, pero podría reponerlo a la mañana siguiente. La perspectiva de tomarme una tostada con queso derretido me hizo sentirme mucho mejor. Encendí el grill del horno y puse el pan a tostar mientras rebuscaba por los armarios hasta encontrar un bote de chile. ¡Estupendo! Eché un vistazo a la tostada y me di cuenta de que el horno no se había encendido. Comprobé todos los interruptores y descubrí que no solo era el horno, sino que el cable principal de la cocina eléctrica estaba desconectado. Lo enchufé y saltaron chispas, mientras se oía una explosión y la casa se quedaba totalmente a oscuras. Grité despavorida con toda la fuerza de mis pulmones. Me temblaron las piernas al tiempo que los latidos de mi corazón saltaban desbocados. Estaba sola y completamente a oscuras. Por primera vez en toda mi vida, no tenia absolutamente nadie a quien recurrir. Procuré serenarme: solo se había fundido un fusible, eso era todo. Si estuviera en mi casa, podría llamar a Don por teléfono. Aunque era perfectamente capaz de cambiar un fusible yo sola, su presencia me habría reconfortado. Además, habría sido la ocasión ideal para estar con él a solas en una casa vacía y oscura. Su madre no habría sido capaz de reventarme los planes sin mostrar su verdadero odio, puesto que se trataba de una auténtica emergencia. Pero no estaba en Maybridge y Don no vivía en la casa de al lado. El único vecino al que conocía había visto toda mi ropa interior desparramada por la acera, lo cual superaba con creces el conocimiento que tenía el propio Don sobre los detalles de mi vida íntima, y eso me llenaba de inquietud. ¿Por qué? No acertaba a adivinarlo; al fin y al cabo…, era homosexual. Tenía que dejar de pensar en él y concentrarme en cómo arreglar el fusible yo sola.
Lo primero que debía hacer era encontrar el contador. La despensa de la cocina parecía un lugar idóneo, pero sería más fácil llegar hasta allí con la ayuda de una linterna. En casa guardábamos bajo la pila del fregadero una para las emergencias. Metí la mano a tientas, tropecé con algo, y a continuación escuché el chasquido que hizo una pieza de fina porcelana al romperse en mil pedazos. No sabía lo que era, pero seguro que se trataba de un objeto caro. Todo lo que había en el apartamento era lujoso y caro. Deseé volver a gritar, pero sabía que nadie me escucharía. Me contuve, me froté las mejillas y consideré la situación.
Podía esconder los restos de cerámica y la tostada en la maleta, irme a dormir y fingir sorpresa a la mañana siguiente.
Podía echarme a llorar. De hecho, ya estaba a punto de hacerlo. Pero sabía que las lágrimas solo servirían para que me escocieran y se me hincharan los ojos, de modo que me resistí heroicamente y me propuse acercarme lentamente, a tientas, hasta la puerta de la despensa, saltando por encima de la porcelana rota. Si estuviera en casa, habría un fusible nuevo sobre la caja del contador, junto a otra linterna. Me juré no volver a reírme de las medidas de emergencia doméstica de mi madre y me prometí comprar otra alarma personal al día siguiente.
Encontré el contador donde se suponía que debía estar, pero no había una linterna por ninguna parte.
Me acordé de que el pasillo del edificio estaba muy bien iluminado y pensé que si abría la puerta del apartamento quizá entrara un poco de luz hasta la despensa. Satisfecha conmigo misma, me dirigí ufanamente hacia la puerta y la abrí. Un grito de auténtico terror salió de mi garganta al tropezarme de frente con un hombre alto al que solo podía ver a contraluz. Alarmado, el hombre se retiró un poco y pude reconocer a mi vecino que, al parecer, estaba a punto de tocar el timbre de mi apartamento. Era la primera vez que lo veía a plena luz y confirmé que, efectivamente, era alto, moreno y… probablemente peligroso, al menos para mi propia estabilidad emocional. Llevaba en la mano una caja de cartón de las que se utilizan para servir las pizzas y mi estómago reaccionó muy favorablemente ante la perspectiva de ingerir algo caliente.
– ¿Sí? -le espeté.
– Has gritado.
– Me has asustado -repuse, a la espera de superar la taquicardia que me sacudía todo el cuerpo-.¿Qué quieres?
– No me refiero al grito que has soltado al abrir la puerta. Te he oído gritar antes, cuando estaba delante de mi apartamento pagando al repartidor -eso quería decir que solo habían pasado un par de minutos desde que se habían fundido los plomos…, parecía una eternidad-. Y como he visto salir a tus compañeras de piso, se me ha ocurrido venir a ver si te encuentras bien.
– Lo siento, no pensaba molestarte. Se han fundido los plomos, eso es todo. Me disponía a arreglarlos.
– ¿Sabes hacerlo? -me preguntó sin ocultar su incredulidad. Ese hombre debía pensar que yo era completamente idiota, pero traté de concentrarme en que sólo era un buen vecino que deseaba mostrarse amable.