– La educación ya no es lo que era -repuse-. Ahora enseñan ese tipo de cosas a las niñas en el colegio.
– ¿De verdad? ~se interesó el-. Entonces te dejo -añadió encaminándose hacia su apartamento. Vaciló, se dio la vuelta y pregunto-: ¿Tienes un fusible nuevo?
De momento, no había encontrado ninguno y pensé que podría resultar agradable aceptar su colaboración.
– Me temo que no -dije con la mejor sonrisa de que fui capaz.
– Entiendo. ¿Por qué no buscas el fusible fundido mientras yo voy a mi apartamento por uno nuevo?
– De acuerdo. En realidad, también nos vendría bien un destornillador, si es que tienes alguno.
– Bien. Un destornillador, comprendido.
– Y… ¿una linterna?
El no contestó, pero me entregó la pizza y salió disparado hacia su apartamento. Mi estómago se retorcía de hambre, pero resistí la tentación de abrir la caja y comerme un trozo. La dejé sobre una repisa y procuré recobrar la compostura. No podía comprender como ese hombre era capaz de dejarme sin aliento. Al fin y al cabo, era homosexual, ¿no? Y yo estaba comprometida de por vida con un hombre alto, fuerte y rubio llamado Don. Todos en Maybridge sabían que constituíamos una sólida pareja desde hacía un montón de años; todos menos su madre, claro.
Me dirigí hacia el contador de la despensa cuando retornó mi vecino con un fusible nuevo, un destornillador y una pequeña linterna, yo ya había localizado el desperfecto.
– ¿Como se ha fundido? -preguntó él entregándome el fusible nuevo y el destornillador mientras alumbraba la caja del contador.
– Enchufé la cocina y explotó -repuse sintiéndome enrojecer ante su proximidad.
– Voy a asegurarme de que está desconectada -dijo aplastando los trozos de loza al cruzar la cocina. Murmuró algo que no llegué a entender, pero me abstuve de preguntar.
– Bien -dijo a su regreso-. La cocina está desconectada. Te recomiendo que llames a un electricista para que la revise antes de volver a enchufarla.
– Tendré que olvidarme de la tostada con queso-dije mientras desatornillaba el fusible estropeado-. ¿Ibas a compartir la pizza con alguien? -pregunté sin poder creerme que fuera capaz de ser tan desvergonzada.
– No, en realidad no. Iba a cenar solo, pero al oírte gritar se me ocurrió pensar que tu seguridad era más importante que mi estómago. A lo mejor te gustaría compartirla conmigo -propuso-. Sé que una pizza jamás podrá competir con una tostada con queso, pero es lo mejor que te puedo ofrecer en estos momentos.
Me volví para pedirle el fusible nuevo mientras pensaba en una contestación adecuada y, sin darme apenas cuenta, me encontré estrechándole la mano.
– Me llamo Callum McBride -se presentó él con formalidad-. Llámame Cal.
Tenía unos dedos largos y delgados, unos dedos que parecían capaces de hacer cualquier cosa, desde poner ladrillos hasta tocar una sonata al piano o acunar a un niño. Yo seguía sin comprender la situación. Tenía amigos homosexuales en Maybridge y era capaz de reconocer sus preferencias íntimas sin necesidad de que me lo advirtieran. Pero ninguno de ellos había despertado jamás mis instintos femeninos más básicos, nunca había intercambiado con ellos la típica mirada cómplice de dos personas del sexo opuesto que se quitarían con gusto la ropa a jirones. ¿Qué veían en él Kate y Sophie?
– ¿Callum? Callum McBride. ¿Entonces no eres «George el Magnífico»? -dije pensando en voz alta con alivio. Era un error, todo era un gran error, se trataba de otro hombre.
– ¿«George el Magnífico»? -repitió él.
– Kate me dijo que eras alto, moreno y muy ho…ho… hombre -me corregí a tiempo de no soltar la palabra «homosexual»-. Pensaba pasarte una nota por debajo de la puerta pidiéndote disculpas, pero no sabía cómo te llamabas. Por la descripción que me dio Kate supuse que eras «George el Magnífico» del apartamento setenta y dos… -algo me dijo que estaba cometiendo una equivocación. Kate y Sophie tampoco sabían su nombre… «George» era simplemente un apodo que utilizaban para referirse a él. Y el propio interesado acababa de enterarse-. Vives en el apartamento setenta y dos, ¿no?
– Exactamente. Yo soy ese tipo alto, moreno y muy ho… ho… hombre -repuso él con una media sonrisa-. Y tú te llamas…
– Me llamo Philly Gresham -dije sintiéndome completamente idiota. Si de verdad se trataba de «George el Magnífico», ¿por qué me transmitían sus dedos esas oleadas de delicioso placer?-. Y estoy a punto de suicidarme.
– Déjalo para más tarde -rio él-. En cuanto termines de atornillar el fusible, tendrás que ayudarme a dar cuenta de esa pizza.
No parecía ofendido, al contrario, sonreía con expresión divertida y su mirada seguía posada sobre mi cuerpo, provocándome un rapto de deseo.
– ¿Se trata de una penitencia? -pregunté mientras se volvía a hacer la luz en la casa.
Él rio de nuevo.
– Si de verdad quieres castigarte, nos convendría añadir una botella de vino al festín.
– No se puede negar que estás en todo -repuse a mi vez con una cálida sonrisa.
– Como sabes, soy muy ho… hombre. ¿Por qué no recoges los trozos de porcelana mientras yo voy por el vino?
Eché un vistazo al desastre. Obviamente, se trataba de un objeto caro que era imposible recomponer. Me asomé al pasillo para comprobar que Cal entraba en el apartamento setenta y dos, deseando equivocarme. Pero no. Así pues, era homosexual. Hice un esfuerzo para convencerme de que nuestra relación tendría que limitarse a la buena vecindad. Era una pena, pero no podía por menos que reconocer que con Cal, Londres parecía una ciudad mucho más amistosa. Mientras recogía la loza, tuve un instante de mala conciencia al pensar en Don, puesto que me disponía a cenar con un desconocido, pero me tranquilicé inmediatamente al pensar que Cal nunca pensaría en mí como un hombre puede pensar en una mujer. En realidad, era perfecto: podríamos ser buenos amigos sin las complicaciones propias de los juegos de seducción. Además, tenía hambre.
Se me ocurrió proponerle que cenáramos frente a una película de miedo en la televisión, pero desistí. Durante el último año había estado haciendo algo semejante con Don, esperando que él tomase por fin la iniciativa, pero solo había conseguido que me pasara un brazo sobre los hombros mientras hundía repetidamente la mano libre en un cuenco de palomitas. Tenía tan poca iniciativa sexual que ya me había planteado seriamente la posibilidad de que su madre le estuviera echando algo a la comida con el fin de aplacar sus instintos más básicos. Su madre cultivaba plantas y las secaba boca abajo en la cocina. Nadie sabía qué eran ni qué efectos tenían. Sin embargo, todo Maybridge sabía que Don era el hombre de mi vida. Y estaba claro que Callum McBride nunca podría ocupar su puesto. Por lo tanto, no había nada que temer. Absolutamente nada.
Capítulo 4
Has roto una porcelana china muy valiosa en casa de unos amigos que acabas de conocer.
¿Qué harías?
a. Dar la cara, pedir disculpas y olvidarte, dando por hecho que el objeto está debidamente asegurado.
b. Sufrir un ataque de pánico e intentar pegar los trozos con pegamento instantáneo.
c. Apartarte, disimular y dejar que cualquier otra persona se tropiece con el desastre.
cl. Echar la culpa a un animal doméstico.
e. Remover cielos y tierra para reemplazarlo antes de que se den cuenta.
f. Llamar a un taxi por el móvil, hacer el equipaje y largarte por la puerta trasera.
«¡Anchoas!», suspiré en voz alta con deseo.
Mientras Cal regresaba con el vino, había costado atareada buscando platos, copas y servilletas, y ni siquiera había abierto la caja para echar un vistazo a la pizza. Estaba muerta de hambre y me hubiera comido un buey, pero la verdad era que sentía auténtica debilidad por las anchoas.