Cal llegó y sirvió un vino tan oscuro que parecía púrpura. Yo lo miré con precaución. No estaba acostumbrada a beber. Una cerveza pequeña cuando iba con Don al bar, y nada más. La única vez que había probado el vino, me había levantado al día siguiente con un terrible dolor de cabeza, así que no había vuelto a repetir la experiencia. Sin embargo, no dije nada, no quería pasar por maleducada. Me limitaría a tomar un par de sorbos y con eso cumpliría.
Él se acomodó en su asiento e hizo un gesto indicando con el dedo la caja de la pizza.
– Sírvete sin reparos -pidió.
Yo no necesitaba que me lo dijeran dos veces. Abrí la caja y una oleada de satisfacción recorrió todo mi cuerpo. Cal había elegido la pizza clásica, con anchoas y un extra de aceitunas negras.
– Puedes retirar las anchoas si no te gustan -sugirió él con ánimo complaciente.
– Ni de broma, son mis preferidas -repuse separando una enorme porción mientras enredaba los dedos en las tiras de mozzarella derretida que habían quedado colgando, antes de propinarle un buen bocado-. Mi novio odia las anchoas -añadí con una mueca.
Él estiró el brazo para servirse a su vez una porción de pizza, y cuando rozó inadvertidamente el mío, di un salto como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Me miró mientras daba un bocado enorme a la pizza.
– ¿Novio? -preguntó.
– Don -contesté-. Don Cooper. Es mi vecino.
– Ahora tu vecino soy yo.
– Bueno, sí, claro, eso es cierto -repuse con una carcajada que sonó más defensiva que divertida-. Me refería a que es mi vecino de toda la vida en Maybridge.
– Eso suena a…
– Cliché, lo sé -me adelanté. Mis hermanos me habían tomado el pelo con el asunto hasta la saciedad, y también mis amigos, por lo que hacía tiempo que no me avergonzaba de confesar la verdad-. Enamorarse del vecino es la historia más antigua del mundo, pero su familia se instaló en la casa de al lado cuando él tenía doce años y yo diez, y desde entonces hemos sido «Philly y Don» para todos, excepto para su madre. Para ella somos «Phillipa y Donald» y eso solo cuando está de buen humor.
– ¿No le gustas?
– No creo que sea una cuestión personal, creo que odiaría a cualquier chica que se acercara a Don.
– Entonces estará contenta de que te hayas trasladado a Londres -dijo Cal con una media sonrisa.
– No me preocupa.
– ¿Y qué pasa con Don? Estará que se sube por las paredes sabiendo que vas a enfrentarte sola a los peligros de la gran ciudad.
No era una descripción que encajara con la realidad, por mucho que yo lo hubiese deseado. En realidad solo había mostrado una cierta envidia porque yo pudiera ir al Museo de Ciencias para ver el primer ejemplar de la marca Austin.
~La reparación de su Austin de l922 atraviesa por un momento crítico. Yo solo sería un estorbo.
– Eso no me lo puedo creer -contestó Cal con sinceridad.
– Escucha -atajé de repente-, quería decirte que siento mucho lo ocurrido esta tarde. La alarma, el paraguas… Estoy dispuesta a comprarte uno nuevo si se ha estropeado.
– La verdad es que no pude encontrarlo -repuso al final
– Lo siento mucho. Parece que hoy me he levantado con el pie izquierdo.
– Sí, eso parece. ¿Por qué no me esperaste en el portal?
Yo hubiera preferido que no tocara ese tema.
– Simple amabilidad -expliqué-. Te había robado el taxi, había perdido tu paraguas y había atentado contra tus tímpanos con la alarma. Pensé que te merecías un descanso.
– ¿Conseguiste subir la maleta sin contratiempos? -preguntó sin sonreír.
¿Por eso me había pedido que lo esperase?, ¿para ayudarme con la maleta?
– Sin contratiempos -contesté-. ¿Por qué no me contaste que vivías en el mismo bloque de apartamentos desde un principio?
– Pensé que no me creerías, que sospecharías que estaba utilizando un subterfugio para pasar la noche contigo.
– Ah…
– Sabes que compartir el taxi con un desconocido en Londres puede resultar bastante arriesgado, ¿no?
Supongo que por eso llevabas una alarma en el bolso…
– Mmm -murmuré, sin comprometer una respuesta. En realidad, el riesgo no había desaparecido, al menos eso era lo que me hacía pensar el ritmo ligeramente acelerado del corazón. Estaba un poco aturdida y prefería cambiar de tema. Me acerqué al montón de trozos de porcelana y busqué en alguno de ellos la marca del fabricante-. ¿Piensas que podré reemplazar este cuenco sin entrar en bancarrota'?
Él me miró durante un instante eterno antes de alargar la mano para tomar el trozo y estudiar el sello de fábrica. Su expresión no era nada optimista.
– No te preocupes. Estará asegurado.
– Genial. Las hermanas Harrington acaban de acogerme por simple caridad y el mismo día de mi llegada les fundo los plomos y rompo una porcelana valiosa.
– No te culpes por lo de los plomos, solo ha sido mala suerte. Además, ya están arreglados.
– Gracias a tu ayuda.
– Para eso estamos los vecinos -repuso él con soltura mientras me ofrecía una copa de vino-. Prueba esto, te hará sentir mejor.
– No suelo beber vino tinto -dije yo con suspicacia.
– Hay que hacer algo nuevo cada día -intervino él poniéndome una copa en la mano y cerrando el puño sobre mis dedos para que la sostuviera. El contacto físico me dejó temblando no estaba acostumbrada a que los hombres me hicieran reaccionar de esa manera. Con Don me encontraba cómoda, a gusto. Nos comportábamos con la rutina propia de una pareja que llevaba treinta años de matrimonio, como solían decir mis hermanos para tomarnos el pelo. En cambio, al lado de Cal me sentía como si estuviera al borde de un precipicio y la sensación era tan excitante que no me hice esperar y tome un buen trago de vino. El líquido elemento bajó por mi garganta a toda velocidad provocándome una oleada de calor por todo el cuerpo. Era cierto, el vino me había sentado de maravilla, estaba más relajada y dispuesta a olvidar los desastres del día.
– ¡Caramba, que bueno está! -exclamé antes de dar un segundo trago y empezar a atacar otro trozo de pizza.
– Beber vino es un placer semejante al de tomar el sol por la mañana -opinó Cal-. Entonces ¿no conocías a las hermanas Harrington? Pensé que habríais sido compañeras de colegio o algo así.
– ¿Eso creías? -al parecer, ese hombre había estado pensando en mí-. Pues no, la verdad es que mi madre conoce a una tía suya -expliqué-, habló con ella para ver si podía encontrarme alojamiento en Londres y… aquí estoy.
– Todo en orden, pues.
– No exactamente. Sophie quería alquilar la habitación a otra persona… ¿Piensas que puede haber sido capaz de trucar el enchufe de la cocina para librarse de mi? -él enarcó las cejas asombrado y yo me sonrojé de vergüenza-. Esto está buenísimo -dije cambiando rápidamente de tema mientras daba otro bocado-. A Don sólo le gustan las pizzas con carne picada y pimiento, pero yo me muero por las anchoas, así que estoy disfrutando como una loca -farfullé.
– ¿A qué te dedicabas en Maybridge, aparte de distraer a Don? -preguntó Cal al cabo de unos minutos.
– ¿Te refieres a mi trabajo? -ese era un tema más seguro, más propio de aquella charla intrascendente entre nuevos amigos. Me dejé llevar por la pasión y le conté con todo lujo de detalles los pormenores de mi vida laboral en el banco. Le hablé de mis compañeros de trabajo y de los clientes que se presentaban de vez en cuando con una tarta o una bandeja de pasteles.
– ¿Piensas hacer lo mismo en Londres?, ¿O te han destinado a otra sección?
– Me han transferido a la rama comercial, pero solo es una comisión de servicio durante seis meses… Y tú, cuéntame, ¿A qué te dedicas cuando no estas salvándole la vida a una mujer en apuros?