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– Hago películas. Documentales sobre la vida de los animales salvajes.

– ¿En Londres? -pregunté estúpidamente.

Él rio.

– Sí, claro, en Londres, ya sabes: hienas urbanas, gatos salvajes, la vida secreta de las palomas… Ese tipo de cosas.

– ¿De veras? -repuse intentando parecer interesada-. Jamás se me habría ocurrido pensar que las palomas tuvieran una vida secreta.

– Bueno, a veces tengo que hacer cosas más aburridas. Acabo de llegar del Serengueti, en Kenia. Hemos estado filmando una película sobre los hábitos sociales de los monos.

– ¿Y eso es aburrido? -pregunté sorprendida. El sonrió-. Ah, estás bromeando -constaté con desconsuelo. Estaba acostumbrada a que la gente se riera de mí, sobre todo mis hermanos mayores-. Entonces, ¿te gusta viajar?

– No te voy a decir que todo sea coser y cantar, pero sí, sí me gusta viajar, conocer sitios nuevos…¿A ti no?

– Mis hermanos son viajeros empedernidos, pero yo he salido rana. Supongo que ellos acapararon todos los genes familiares relacionados con el riesgo y la aventura, y cuando mis padres me concibieron a mí, ya no quedaba ni rastro. Además, no vuelo.

– Yo tampoco. Generalmente tomo un avión -contesto él con guasa-. Lo siento, no tiene gracia -se disculpó al ver mi expresión de auténtico pánico-. Entonces tus planes para el futuro consisten en volver a casa y casarte con Don, ¿no?

– Ese es el plan -contesté con firmeza, aunque en su boca mi meta parecía el colmo del aburrimiento.

Ya había pensado en cómo sería mi traje de novia, de color crema, por supuesto. A las pelirrojas no les sentaba nada bien el blanco. Además, no quería que nadie pensara que iba virgen al matrimonio. El mero hecho de que fuera verdad ya era de por sí bastante desagradable como para que además la gente lo fuera pregonando por ahí, aunque fueran simples conjeturas.

Don no parecía demasiado dispuesto todavía a ponerse de rodillas y pedirme que compartiera su vida para siempre, pero todo Maybridge daba por hecho que eso terminaría sucediendo tarde o temprano.

– Todavía no hemos fijado ninguna fecha -añadí, adelantándome a lo que, según las leyes de la lógica, sería su próxima pregunta.

– ¿Es ingeniero?

– ¿Ingeniero?

– Supuse que podría ser ingeniero, por estar tan interesado por los motores…

– Ah, no. Es contable. Trabaja en la empresa familiar. Su abuelo era contable y su padre trabajó como contable hasta que se escapó con la secretaria para instalarse en una pequeña granja de Gales. Sus tíos y sus primos son…

– Contables -dijo Cal.

– Exacto. Algún día Don formará parte del consejo de administración de la empresa. El coche es sólo una forma de divertirse.

– ¿De veras? -preguntó él mientras nuestras manos chocaban al intentar tomar el mismo trozo de pizza. Yo retiré mi mano de inmediato y él me acercó un poco la caja de la pizza, como si no hubiera pasado nada-. Por lo que cuentas, parece que dedica mucho tiempo a divertirse con ese viejo Austin.

– Bueno, siempre le han gustado las herramientas y las chapuzas. Cuando se instaló en la casa de al lado, encontró una vieja bicicleta y como no tenía herramientas…

– Seguro que su padre se las había llevado consigo a Gales – intervino Cal. Lo miré para comprobar que no se lo estaba tomando a broma. No. Estaba serio.

– Como no tenía herramientas propias, yo empecé a prestarle las de mi padre. Así fue como empezamos nuestra relación. Como premio a mi ayuda, él me permitió que le sacara brillo a los guardabarros.

– Existen distintas formas de llegar hasta el corazón de un hombre -comentó Cal.

Comimos en silencio durante unos minutos antes de que mi vecino volviera a tomar la palabra.

– Yo encontré una vieja cámara de súper ocho el desván cuando era sólo un niño y pensé que se trataba de un objeto mágico -relató con una sonrisa-. Me dediqué a filmar la vida de los pájaros en el jardín. Puse una sábana blanca en la valla para simular un fondo neutro y luego le prendí fuego para crear efectos especiales. Casi me ahogo con el humo y mi madre casi me mata por haber echado a perder uno de sus mejores juegos de cama.

– Ahora debe estar muy orgullosa de ti.

– No lo creas. Mi abuelo era arquitecto, ella es arquitecta, mi padre es arquitecto y mis tíos y mis primos son arquitectos -declaró apurando el último trago de vino-. Tengo que irme -anunció de pronto, poniéndose en pie.

– ¿En serio? -preguntó, sorprendida-. ¿No te apetece una taza de café?

– Gracias, pero creo que es mejor no tocar la cocina hasta que alguien la haya revisado. Intentaré conseguir que venga un electricista mañana por la mañana.

– No tienes por qué molestarte.

– No es ninguna molestia. Y si insistes en reemplazar ese cuenco, puedo llevarte al mercadillo de Portobello. ¿Te parece bien que salgamos hacia las diez?

¿A las diez? Eso ya era media mañana para mí. Pensé que debía dejarle claro que era capaz de ir yo sola, pero inmediatamente decidí que su compañía seria más agradable.

– A las diez. Gracias, Cal. Gracias por… -pero él ya se había marchado. Oí como una cerradura cara y precisa se cerraba tras él. Y me quedé a solas, pero ya no me sentía tan solitaria.

Me había imaginado que la primera noche en una cama extraña, en un piso desconocido, en una ciudad nueva, resultaría incómoda. Pero después de lavar las copas y de tirar la botella de vino vacía…

¿Vacía? ¿Qué había sido de mi propósito de tomar solo un par de sorbos? En fin, después de tirar la botella vacía y la caja de la pizza a la basura, caí como un tronco en mi enorme cama y no me enteré de nada hasta que sonó el timbre de la puerta por la mañana. Me incorporé de un salto y sentí un tremendo dolor de cabeza, al tiempo que los recuerdos de la velada anterior volvían a mi mente.

Los plomos fundidos. Cal McBride. La pizza. Cal McBride. El vino tinto.

Las náuseas que acompañaron el recuerdo del vino tinto no dejaban lugar a dudas sobre la procedencia del dolor de cabeza. Volví a dejarme caer sobre las almohadas, pero alguien pulsó de nuevo el timbre de puerta, esa vez sin soltarlo. No quedaba más remedio que levantarse para detener el escándalo que, quienquiera que fuese, estaba montando. Aunque mis compañeras de piso no parecían haberse enterado. Abrí la puerta con rabia y el timbre dejó de sonar de inmediato.

– Siento molestarte tan pronto, Philly, pero he conseguido traer a un electricista.

Parpadeé, me froté los ojos, me retiré el pelo de la cara. Cal estaba en el pasillo junto a un hombre que vestía un mono azul y llevaba una caja de herramientas en la mano.

– Me has despertado -dije echando una ojeada al reloj de pulsera: parecía que marcaba las ocho y diez, pero no era capaz de enfocar bien.

– Ahora o el jueves de la semana que viene -tronó el electricista-. Ustedes deciden -añadió con intención de marcharse.

– ¡Ahora! -exclamó Cal inmediatamente con tono autoritario.

– ¡Ahora! -apoyé yo, escasa de energías, mientras abría por completo la puerta para que el robusto electricista pudiera entrar. Me sentía un poco débil y mareada-. Discúlpeme -le dije-, no me encuentro del todo bien, no estoy acostumbrada a beber vino tinto.

El electricista meneó la cabeza como si estuviera pensando: «Estas chicas de hoy en día… No se las puede dejar solas». No me hubiera extrañado nada que chasqueara la lengua con desaprobación, pero no lo hizo. Se limitó a tomar posesión de la cocina, desconectó los plomos de toda la casa y arremetió contra el sistema eléctrico.

Cal se había quedado en la puerta y me volví hacia él. Era posible que su nombre no fuera «George», pero nadie se atrevería a negar que hacía todos los honores al apelativo de «el Magnífico», con esos pantalones vaqueros ajustados que le marcaban en las piernas unos músculos de futbolista. Y esa camisa de tirilla de color azul oscuro que conseguía que sus ojos verde mar tuvieran un tono más mediterráneo que atlántico.