La Seis seguía hacia el sur durante dos kilómetros y medio, conectando con la 151A, la Hard Road que cruzaba Elm Haven; pero aquel atajo era poco más que rodadas polvorientas que cruzaban los campos, intransitables durante la mayor parte del invierno y de la primavera.
Torcieron hacia el norte, pasaron por delante de la Taberna del Arbol Negro y rodaron a toda velocidad por la primera y empinada cuesta abajo, casi de pie sobre los pedales. Los árboles formaban una bóveda sobre la estrecha carretera, sumiéndola en una oscura sombra. La primera vez que Dale había oído La leyenda de la hondonada dormida, cuando la leyó en clase la señora Grossaint, maestra de cuarto, se había imaginado este lugar con un puente cubierto debajo.
Pero aquí no había ningún puente cubierto sino sólo una baranda de madera carcomida a ambos lados de la carretera. Los muchachos se detuvieron al final de la cuesta y caminaron, con las bicis de la mano, por un estrecho sendero, entre la maleza del lado oeste de la carretera. La maleza les llegaba hasta más arriba de la cintura y estaba cubierta del polvo que levantaban los coches al pasar. Vallas de alambre espinoso separaban el oscuro bosque del espeso follaje a lo largo de la orilla de la carretera. Escondieron las bicicletas debajo de matorrales, asegurándose de que no pudiesen verse desde la carretera, y continuaron descendiendo por el sendero hacia la fresca ribera del riachuelo.
En el fondo, el camino casi no podía verse al pasar por debajo de los altos matojos y de los árboles enanos, serpenteando junto al estrecho arroyo. Dale condujo a los otros al interior de la Cueva.
Pero no era propiamente una cueva. Por alguna razón, el condado había tendido allí un conducto subterráneo prefabricado de cemento debajo de la carretera, en vez de utilizar las tuberías de acero ondulado de setenta y cinco centímetros que solían usarse en todas partes. Tal vez habían esperado inundaciones de primavera; tal vez tenían un conducto de cemento que no sabían cómo emplear. En cualquier caso aquello era muy grande, tenía un metro ochenta de diámetro, y había un surco de treinta y cinco centímetros en su base por el que fluía el agua del arroyo, de manera que los chicos podían reclinarse en el fondo curvo del conducto y estirar las piernas sin mojarse. Incluso en los días más cálidos se estaba fresco en la cueva; la entrada se hallaba casi tapada por enredaderas y hierbajos, y el ruido de los coches que pasaban por la carretera, a tres metros por encima de ellos, hacía que su escondrijo pareciese mucho más oculto.
Más allá del extremo de la cueva se había formado una pequeña charca de desagüe. En verano sólo tenía unos dos metros y medio de ancho por la mitad de profundidad; pero resultaba de una belleza sorprendente, con el agua goteando desde el conducto, como una cascada en miniatura, y la superficie casi negra por la sombra de los árboles.
Mike había llamado Arroyo de los Cadáveres al riachuelo que la alimentaba, porque la pequeña charca contenía con frecuencia animales muertos en la carretera y arrojados a ella. Dale recordaba que había encontrado cuerpos de zarigüeyas, mapaches, gatos, erizos, y en una ocasión un gran perro pastor alemán. Recordaba que había estado tumbado en el borde de la Cueva, con los codos apoyados en el cemento frío, contemplando al perro a través de más de un metro de agua perfectamente clara. El pastor alemán tenía abiertos los negros ojos y parecía mirar a su vez a Dale, y la única prueba de que el animal estaba muerto, aparte del hecho de yacer en el fondo de una charca, era un pequeño rastro de una especie de gravilla blanca que brotaba de su hocico abierto, como si hubiese vomitado piedras.
Mike les estaba esperando en la Cueva. Un minuto más tarde Duane McBride se reunió con ellos, resoplando y jadeando al bajar por el sendero, con el semblante rojo bajo la gorra. Pestañeó en la súbita oscuridad de la alcantarilla.
– Ah, una reunión de la Sociedad de la Almeja y la Sopa de Pescado Tanatopsis -dijo, resoplando todavía un poco.
– ¿Eh? -dijo Jim Harlen.
– Olvídalo -dijo Duane.
Se sentó cansado y se enjugó la cara con el faldón de la camisa de franela.
Lawrence estaba pinchando una enorme telaraña con un palo que había encontrado. Se volvió en redondo cuando Mike empezó a hablar.
– Tengo una idea.
– Alto, parad las prensas -dijo Harlen-. Un nuevo titular de primera página para el periódico de mañana.
– Cállate -dijo Mike, pero sin irritación-. Todos estabais ayer en la escuela cuando Cordie y su madre fueron en busca de Tubby.
– Yo no estaba -dijo Duane.
– Sí. -Mike asintió con la cabeza-. Cuéntale lo que pasó, Dale.
Dale explicó la discusión entre la señora Cooke y el doctor Roon y J. P. Congden.
– La vieja Double-Butt también estaba allí -concluyó-. Dijo que había visto marchar a Tubby. La madre de Cordie dijo que era mentira.
Duane arqueó una ceja.
– Entonces, ¿qué piensas tú, O'Rourke? -preguntó Harlen, que estaba construyendo una pequeña presa en el surco del fondo de la alcantarilla con ramitas y hojas. El agua estaba ya subiendo y encharcándose en el cemento.
Lawrence apartó las bambas antes de que se mojasen.
– ¿Quieres que le demos un beso a Cordie para que no se sienta desgraciada? -preguntó Harlen.
– No -dijo Mike-. Quiero encontrar a Tubby.
Kevin había estado arrojando piedras en la charca. Ahora se detuvo. Su camiseta de manga corta, recién lavada, parecía muy blanca en la penumbra.
– ¿Cómo vamos a hacerlo, si Congden y Barney han fracasado? Y además, ¿por qué nosotros?
– Debería hacerlo la Patrulla de la Bici -dijo Mike-. Es el tipo de cosa que queríamos hacer cuando formamos el club. Y podemos hacerlo, porque podemos ir a sitios y ver cosas que están vedadas a Barney y a Congden.
– No lo entiendo -dijo Lawrence-. ¿Cómo vamos a encontrar a Tubby, si se escapó?
Harlen se inclinó hacia delante e hizo ademán de agarrar la nariz de Lawrence.
– Te utilizaremos como sabueso, mocoso. Te daremos un par de calcetines viejos y sucios de Tubby y podrás oler su rastro. ¿De acuerdo?
– Cállate, Harlen-dijo Dale.
– No serás tú quien me haga callar -dijo Jim Harlen, arrojando un poco de agua a la cara de Dale.
– Callaos los dos -dijo Mike. Y prosiguió, como si no le hubiesen interrumpido-. Lo que haremos será seguir a Roon, a la vieja Double-Butt, a Van Syke y a los otros, y descubrir si le hicieron algo a Tubby.
Duane estaba jugando a la cuna con un cordel que había encontrado en su bolsillo.
– ¿Por qué tenían que hacerle algo a Tubby Cooke?
Mike se encogió de hombros.
– No lo sé. Tal vez porque son malos. ¿No te parecen extraños?
Duane no sonrió.
– Creo que muchas personas son extrañas, pero esto no les da motivos para andar por ahí secuestrando a niños gordos.
– Si se los diese -dijo Harlen-, estarías perdido.
Duane sonrió, pero se volvió ligeramente en dirección al otro chico. Harlen era un palmo y medio más bajo que Duane y pesaba aproximadamente la mitad que éste.
– Et tu, Brute? -dijo Duane.
– ¿Qué quiere decir esto? -preguntó Harlen, entrecerrando los ojos.
Duane volvió al juego de la cuna.
– Es lo que dijo César cuando Bruto le preguntó si había comido alguna hamburguesa de Harlen aquel día.
– Bueno -dijo Dale-, decidamos esto. Yo tengo que ir a segar el césped.
– Y yo tengo que ayudar a mi padre a limpiar el depósito del camión de la leche esta tarde -dijo Kevin-. Decidamos.
– Decidamos ¿qué? -dijo Harlen-. ¿Si vamos a seguir a Roon y a Double-Butt para ver si mataron y se comieron a Tubby Cooke?
– Sí -dijo Mike-. O si saben lo que le pasó y lo están encubriendo por alguna razón.