– Vamos -dijo Dale, y cruzó la manchada y maltrecha puerta.
Sintió que Harlen entraba detrás de él y se le acercaba, pero no se volvió a mirar. Bastante trabajo tenía con observar lo que había delante de él.
El interior de Old Central no se parecía en nada al edificio que Dale había dejado por última vez hacía siete semanas. Primero dobló el cuello para captar el escenario y luego lo arqueó para mirar hacia arriba por la escalera central.
El suelo estaba inundado de espeso y casi seco fluido pardo que cubría las bambas de Dale, como si se hubiese derramado un gran depósito de melaza. Las paredes estaban revestidas de una fina capa de un material rosado y vagamente translúcido que a Dale le recordó la carne desnuda y temblorosa en un nido de ratas recién nacidas que había encontrado una vez. Aquella materia de aspecto orgánico goteaba de los balaustres y las barandillas, pendía en hilos como de grandes telarañas de los retratos de George Washington y Abraham Lincoln; goteaba también, pero más espesa, de los ganchos de los guardarropas; pendía de los tiradores, los dinteles de las puertas y las esquinas de las ventanas cerradas con tablas, como grandes marcos irregulares de cuadros, hechos de carne pulsátil, y se elevaba hacia el entresuelo y la oscura escalera de encima de él, en una enorme y horrible masa de fibras y riachuelos.
Pero fue encima de ellos donde la pesadilla se volvió obscena.
Dale se echó más atrás, viendo que la linterna de Harlen proyectaba su luz junto a la suya.
Los balcones del segundo y del tercer piso estaban casi cubiertos de hebras grises y de color rosa, filamentos que se hacían más gruesos al ascender hacia el campanario central, trazando arcos y entrecruzándose en el oscuro espacio de allá arriba, como contrafuertes voladizos y de color carne en una catedral diseñada por un lunático. Por todas partes había estalactitas y estalagmitas de un epóxido grisáceo, goteando de lámparas apagadas, elevándose sobre las barandillas y las balaustradas, colgando a través del gran espacio central como cuerdas de tender la ropa hechas de carne desgarrada y cartílagos acanalados.
Y de estas «cuerdas de tender la ropa» pendía una fétida multitud de lo que parecía pulsátiles bolsas rojas de huevos. Dale detuvo en una de ellas la luz de su linterna y vio docenas de oscuras sombras en el interior. Se estaban moviendo. Toda la bolsa latía y palpitaba como un corazón humano colgado de un hilo ensangrentado. Y había docenas de ellas. Se movieron sombras en el entresuelo. Goteó líquido de la oscura ventana de cristales de colores. Pero Dale no tenía ojos para nada de esto. Estaba mirando el campanario.
Encima del rellano del tercer piso, el «piso del instituto» que había estado cerrado durante tantos años, alguien había arrancado el suelo de tablas del campanario. Y de allí procedía el resplandor.
«Resplandor» no era la palabra adecuada, pensó Dale al contemplar boquiabierto los destellos verde azulados, la falsa luz radiactiva de la red de tendones carnosos que llenaba el campanario, y la cosa rojiza y resplandeciente centrada allí.
Habría podido llamarla araña porque parecía tener muchas patas y más ojos; habría podido describirla como la bolsa de un huevo porque Dale había visto en la granja del tío Henry el corazón medio formado y el ojo rojizo de una de estas cosas en la yema de un huevo fecundado; habría podido decir que era una cara o un corazón gigantesco porque se parecía a ambas cosas de una manera asombrosa…, pero incluso viéndola desde una distancia de doce metros y con una creciente sensación de desesperación y mareo al mirar hacia arriba, Dale supo que no era ninguna de aquellas cosas.
Harlen le tiró del brazo. De mala gana, casi contra su voluntad, Dale Stewart apartó la mirada del centro de aquella red de carne en lo alto.
Aquí la primera planta, lejos del resplandor enfermizo del campanario, estaba muy oscura, era una complicada plegadura de sombras sobre sombras. Ahora una de aquellas sombras se movió, separándose del enredado túnel de un guardarropa de alumnos del primer curso, y avanzó sin ruido hacia los muchachos.
Al destacarse la cara pálida sobre la sombra de un cuerpo, Dale levantó la escopeta, con brazos temblorosos.
El doctor Roon se detuvo a tres metros de ellos. Su traje negro se confundía con la oscuridad; su cara y sus manos brillaron suavemente al ser enfocadas por la linterna de Harlen. Sonaban otros ruidos detrás de él, y ruidos más apagados en el sótano, detrás de los chicos.
El doctor Roon sonrió como Dale nunca le había visto sonreír.
– Bienvenidos -murmuró, pestañeando para protegerse de la luz. Sus dientes parecían lisos y húmedos-. ¿Por qué no miráis de nuevo hacia arriba?
Dale así lo hizo, pero apartando sólo un segundo la mirada de aquel hombre. Lo que vio hizo que se olvidase del doctor Roon y mirase de nuevo hacia arriba, bajando la escopeta para sostener con más firmeza la linterna.
Lawrence estaba allá arriba.
Mike pensó que seguir el túnel no había sido uno de sus mayores aciertos. Le sangraban copiosamente las manos y las rodillas, le dolía muchísimo la espalda, se había extraviado, tenía la impresión de que habían pasado varias horas y estaba casi seguro de perderse todo lo que debía de estar pasando en el colegio; las lampreas volverían, casi había agotado las municiones, la linterna se estaba debilitando y él acababa de descubrir que padecía claustrofobia. «Aparte de esto -pensó-, todo marcha bien.»
Había muchas ramificaciones y revueltas en el túnel, y estaba seguro de que se había perdido. Al principio había sido fácil distinguir la rama principal de las secundarias porque el túnel primario tenía las paredes mas compactas y olía todavía al enorme gusano que había pasado por él; pero ahora todos los túneles eran parecidos. Había tenido que decidir doce veces entre múltiples ramas durante los últimos quince minutos, y estaba convencido de que había elegido mal. Probablemente estaba en alguna parte de más allá del elevador de grano destruido por el fuego y seguía dirigiéndose hacia el norte.
«Joder!», exclamó Mike para sus adentros, y entonces añadió un acto de contrición a su rosario mental de padrenuestros y avemarías.
Dos veces había estado a punto de atraparle la lamprea. La primera la había oído acercarse desde atrás, y se había vuelto en el estrecho túnel para enfocarla con la debilitada linterna y apuntar con la escopeta de Memo en la dirección debida sin alcanzarse el pie o el tobillo. Había visto los zarcillos de la boca oscilando como pulposas algas blancas antes de disparar por primera vez, y no se había echado atrás con el ruido sino que había vuelto a cargar y disparar el arma. Aquella cosa se había hundido en el suelo del túnel, permitiendo a Mike disparar un último tiro contra la espalda. Pero fue como arrojar piedras contra un objeto blindado.
Al cabo de un minuto aproximadamente, aquella lamprea o su gemela había aparecido a través del techo del túnel a menos de un metro y medio delante de su cara al arrastrarse él hacia delante, temblando y retorciéndose ciegamente, como buscándole. Mike se había olvidado de que aquellas cosas no tenían que permanecer en sus viejos túneles, y este descuido había estado a punto de costarle la vida
Había arrojado la ya inútil pistola de agua en las fauces de aquella cosa y había visto claramente el conducto revestido de dientes al tragársela, y entonces había disparado, cargado, disparado y cargado de nuevo.
La cosa se había ido cuando él se puso a pestañear.
Entonces se había lanzado desaforadamente hacia delante, presa de pánico, mirando al techo del túnel y abajo entre las manos, esperando que emergiese aquella boca y se apoderase de él.
Y había aparecido un momento después, a varios metros delante de él, pero se había hundido de nuevo, como aterrorizada a su vez por algo en la superficie. El túnel se había llenado de un olor a gasolina.
Mike se había detenido un momento, aturdido por las implicaciones de aquel olor. «Dios mío, ha llegado el camión cisterna de Kev.» Lamentó no tener una de las radios. «¿Funcionan las radios bajo tierra?» Kev o Duane lo sabrían. Entonces recordó: Duane estaba muerto; Kevin también podía estarlo.