La gasolina derramada en la calle se inflamó también con un chasquido, creando una larga mecha que ardió en dirección a la parte de atrás del camión cisterna.
Cordie no había esperado aquello. En cuanto Kevin saltó de la portezuela abierta, Cordie se puso detrás del volante, pisó el acelerador a fondo, dirigiéndose al norte por Depot y apartando el camión del círculo de gasolina derramada un segundo antes de que ésta se inflamase.
Kevin se puso a gritar y a correr al lado del vehículo, encaramándose junto al asiento del pasajero y, al encontrar la puerta abollada hacia dentro y atascada, se metió de cabeza por la ventanilla, agitando las piernas.
– Tuerce a la izquierda -jadeó.
Cordie apenas podía alcanzar los pedales y manejar el volante al mismo tiempo; en realidad estaba medio levantada detrás de aquél, estirando la punta del pie hacia el acelerador y subiendo y bajando los hombros al hacer girar el gran volante. El camión rugía y avanzaba en primera.
El walkie-talkie graznó en el asiento, entre los dos. Era la voz de Mike O'Rourke.
– ¡Mike! -gritó Kevin, levantando el aparato-, ¿qué estás haciendo con el…?
– ¡Kev! -dijo la voz apremiante de Mike. Podía oírse un ruido de gritos y de disparos por encima de los parásitos que resonaban en el altavoz-. ¡Vuélala! ¡Ahora! ¡Vuela la maldita escuela!
– ¡Tienes que salir de ahí! -gritó Kevin por el walkie-talkie mientras Cordie giraba el volante hacia la izquierda, dirigiendo el chirriante camión por el largo paseo lateral hacia la puerta norte de Old Central.
Saltaron sobre piedras y losas inclinadas de la acera. A quince metros de ellos, la segunda lamprea rompió la superficie para interceptarles el camino.
– ¡Vuélala, Kev! -gritó Mike por el walkie-talkie. Su voz era más frenética de lo que jamás había oído Kevin-. ¡Vuélala ahora!
La radio enmudeció, como si el otro walkie-talkie hubiese sido destruido.
Cordie miró a Kev, y después hacia la izquierda, a aquella cosa que se arqueaba en el suelo delante de ella; asintió una vez con la cabeza, mostró los dientes grises en una mueca y pisó a fondo el acelerador.
El doctor Roon arrastró a Dale y a Harlen hacia arriba, por la escalera que parecía una cascada de cera fundida, por debajo de la ventana de cristales de colores que daba la impresión de estar cubierta por un tapiz de hongos, bajo grandes redes hechas al parecer de tendones, por delante de estalagmitas de hueso, por debajo de estalactitas de lo que parecía ser un barniz de uñas, más allá del rellano de la biblioteca, hasta el segundo piso y el interior de la que había sido su clase. La puerta tenía la mitad de su tamaño ordinario y estaba casi oculta por delgados filamentos de pelos negros que brotaban de los nudos de las paredes. Roon empujó a los muchachos a través de ella cuando estaban a punto de desmayarse a causa de la terrible presión de sus manos.
Las hileras de anticuados pupitres estaban en su sitio. La mesa de la maestra se hallaba donde la había dejado la señora Doubbet. El retrato de George Washington estaba igual que como lo recordaba Dale.
Todo lo demás era diferente.
Una gruesa alfombra de hongos había crecido en el suelo de tablas y cubría ahora los pupitres en pliegues ondulados de un verde azulado. Había bultos en la mayoría de los pupitres: curvas suaves como las cabezas de niños ocultos debajo de mantas, los ángulos rectos de los hombros, el brillo de huesos desnudos donde salían dedos de la alfombra de algas y moho. Dale sintió ahogo cuando el aire fétido llenó sus pulmones; trató de no respirar, pero finalmente tuvo que jadear en aquel miasma de podredumbre para no perder el conocimiento.
Apenas podía ver a través de la estancia debido a las redes colgantes que cubrían las ventanas, llenaban la mayor parte del espacio entre los pupitres y el alto techo y se aferraban a las paredes en grandes racimos bulbosos. Parecía un tejido de músculos vivos; Dale podía ver venas y arterias a través de la húmeda y translúcida superficie. De vez en cuando algo blando y fibroso se movía en las franjas más anchas de las redes de tendones, y unos ojos parecían pestañear, mirando a los visitantes.
La señora Doubbet y la señora Duggan se sentaban detrás de la mesa en la parte de delante de la estancia. Ambas estaban alerta, erguidas…, y muertas. La señora Duggan mostraba los efectos de meses en la tumba. Algo pequeño y furtivo se movía en la cuenca de su ojo izquierdo. La señora Doubbet parecía haber entrado viva en la habitación recientemente, pero ahora sus ojos estaban velados por las finas cataratas de la muerte, y algo parecido a ligamentos brotaba de su cuerpo en una docena de sitios, conectándola a la silla, a la mesa, a las paredes y a la red. Sus dedos se contrajeron al entrar Dale y Harlen.
La clase estaba reunida.
Harlen lanzó un gruñido y se volvió como para salir lanzado.
Karl Van Syke entró a través de las tiras de filamentos del sitio donde había estado la puerta. Dale pensó por un instante que había vuelto el negro del relato de la señora Moon: Van Syke era absolutamente negro, salvo en el blanco de los ojos, pero la negrura era de piel y carne quemadas en una escamosa caricatura de hombre. La barbilla había desaparecido; la mayor parte de los músculos de los brazos y las piernas se habían quemado; los dedos se habían transformado en garras de hueso que parecían de una escultura semiabstracta de un hombre de carbón. Líquidos pálidos brotaban del interior de aquella cosa. Volvió la cabeza hacia los dos muchachos y pareció husmear el aire como un perro de caza.
Dale agarró a Harlen y se echó atrás hasta tocar la primera hilera de pupitres. Algo rebulló en el montón de hongos a su espalda.
Tubby Cooke se levantó de un pupitre en el fondo de la clase y se quedó allí de pie. Los hinchados dedos de su única mano se retorcían como gusanos blancos. El doctor Roon entró por la puerta.
– Sentaos, niños.
Mirando fijamente, deslizándose su conciencia como un coche sobre una capa de hielo no vista, Dale se dirigió a su pupitre acostumbrado y se sentó en él. Harlen ocupó el suyo cerca de la primera fila, donde pudiesen vigilarle los profesores.
– Como veis -murmuró el doctor Roon-, el Maestro recompensa a los que cumplen sus órdenes. -Abrió una pálida mano, señalando la figura de Karl Van Syke. Éste parecía estar todavía husmeando y palpando el aire con los dedos encorvados-. La muerte no existe para aquéllos que sirven al Maestro -dijo, colocándose cerca de la mesa de los profesores.
El Soldado y lo que pudo haber sido Mink Harper entraron en la estancia, llevando la silla a la que Lawrence seguía atado por hebras carnosas. Tenía echada la cabeza atrás y parpadeaba.
Dale inició un movimiento hacia delante pero se detuvo cuando la cosa Van Syke avanzó en su dirección, husmeando, palpando el aire como un ciego. La forma blanca que había sido Tubby se movió a través de las sombras de detrás de Dale.
– Ahora estamos todos dispuestos a empezar -dijo el doctor Roon, sacando un reloj de oro del chaleco. Miró a Dale y a Harlen y sonrió por última vez-. Supongo que podría explicaros… contároslo todo acerca de la Era maravillosa que ahora empieza…, hablaros de las pequeñas molestias que nos han causado vuestras aventurillas…, entrar en detalles sobre cómo vais a servir al Maestro en vuestras nuevas formas… -Cerró el reloj y volvió a meterlo en el bolsillo del chaleco-. Pero, ¿por qué preocuparnos? El juego ha terminado y es hora de que termine también vuestra participación en él. Adiós.
Hizo una señal con la cabeza y el Soldado empezó a deslizarse hacia delante, sin mover las piernas y levantando despacio los brazos.
Dale había tratado de no mirar la cara del Soldado y las otras cosas que había en la habitación, pero ahora abrió mucho los ojos. La cara ya no era siquiera un simulacro de humanidad: el largo hocico parecía el cráter que había quedado al brotar violentamente algo del alargado cráneo. Había otras aberturas más profundas en la carne blanda de la cara, y cosas más pequeñas se movían en aquellos orificios.