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Se acercó otros seis metros, con los pies descalzos chapoteando ahora en charcos de gasolina. Pies descalzos. Bajó perplejo la mirada. De alguna manera había perdido los zapatos en aquel follón. La gasolina estaba fría contra la piel pero quemaba en las rascaduras. Su muñeca derecha empezaba a hincharse y la mano pendía fláccida e inútil de ella.

«Actúa científicamente», pensó Kevin Grumbacher. Retrocedió unos pasos y se sentó en un trozo de acera relativamente seco para reflexionar. Necesitaba una chispa o una llama. ¿Cómo podía conseguirla?

Miró la tormenta, entrecerrando los ojos, pero ningún rayo fue a caer sobre el camión cisterna en aquel momento, aunque las descargas eléctricas parecían muy intensas. «Tal vez más tarde.»

¿Y la electricidad? Podía meterse de nuevo en la cabina, hacer girar la llave en el encendido y ver si la batería quería darle una chispa. A juzgar por el olor, una sola chispa sería suficiente.

No, esto no servía. Incluso desde donde estaba, a veinte metros del vehículo, podía ver claramente la cabina aplastada y retorcida bajo el peso de la cuba. Y probablemente estaba llena de trozos de lamprea.

Kevin frunció el ceño. Tal vez si se tumbaba y descansaba unos minutos encontraría la solución. La acera parecía blanda y atractiva.

Apartó a un lado una piedra reluciente y bajó la cabeza sobre el cemento. Algo en aquella piedra no le había parecido normal.

Kevin se incorporó, esperó a que el próximo relámpago iluminase la noche y levantó del suelo la pistola semiautomática Colt 45 de su padre. La culata estaba rota. El acero estaba rayado y el punto de mira no parecía en su sitio.

Kevin enjugó la sangre que goteaba sobre sus ojos y miró de soslayo la cuba, que seguía perdiendo gasolina a veinte metros de distancia. «¿Por qué he hecho esto al camión de papá?» No parecía muy importante responder ahora a esta pregunta; tal vez más tarde. Primero tenía que producir una chispa o una llama.

Dio vueltas a la 45 en sus manos para asegurarse de que el cañón no estaba obstruido y quitar todo el polvo posible del acero. No podría volverla a meter en la caja de trofeos de su padre sin que éste advirtiese que algo le había ocurrido.

Kevin levantó la pistola y la bajó de nuevo. ¿Había introducido ya el primer cartucho? No lo creía; a su padre no le gustaba llevar un arma cargada y amartillada cuando iban a tirar al blanco junto al estanque de Hartley.

Kevin puso la pistola entre sus rodillas y deslizó la tapa corrediza. Un cartucho salió despedido y rodó sobre la acera, con la bala de plomo claramente visible. ¡Maldición! ¡Él había cargado una! ¿Cuántas quedaban? Veamos, un cargador de siete proyectiles menos éste… El cálculo era demasiado difícil para Kevin en aquel preciso instante. Tal vez más tarde.

Levantó la pistola con la mano izquierda y apuntó hacia la cuba. Los relámpagos hacían que la puntería fuese engañosa. «Si no puedes darle a algo más grande que la puerta de un granero, será mejor que no lo intentes.» Pero estaba bastante lejos.

Al ponerse en pie sintió que le daba vueltas la cabeza. Se sentó pesadamente. Muy bien, lo haría desde aquí.

Recordó que tenía que quitar el seguro y entonces apuntó mirando por la muesca de la mira de atrás. Al chocar una bala con algo, ¿producía una chispa o una llama? No podía recordarlo. Bueno, había una manera de saberlo.

El retroceso le produjo dolor en la muñeca ilesa. Bajó la pistola y contempló la cuba. Ninguna llama. Ninguna chispa. ¿No le había dado a aquella maldita cosa? Levantó el brazo tembloroso y disparó otras dos veces. Nada.

¿Cuántas balas le quedaban? Dos o tres como mínimo.

Apuntó cuidadosamente al círculo de acero inoxidable y apretó despacio el gatillo, tal como le había enseñado su padre. Sonó un ruido como de un martillo golpeando una caldera y Kevin esbozó una sonrisa triunfal. La sonrisa se convirtió en mueca.

Ningún fuego. Ninguna llama. Ningún fuerte estampido.

¿Cuantas balas más había allí dentro? Tal vez debería sacar el cargador, extraer los cartuchos y contarlos. No, sería mejor contar los casquillos que habían caído en el suelo. Vio dos o tres que reflejaban la luz de los relámpagos, pero ¿no había disparado más?

Bueno, al menos le quedaba uno. Tal vez dos.

Kevin levantó un brazo que ahora temblaba furiosamente y disparó de nuevo. En cuanto hubo apretado el gatillo se dio cuenta de que probablemente había disparado tan alto que no había dado en la fachada del colegio y mucho menos en el depósito de acero.

Trató de recordar por qué estaba haciendo esto. No encontraba la respuesta pero sabía que era algo importante. Algo relacionado con sus amigos.

Kevin se tumbó sobre el vientre, apoyó la pistola en la muñeca rota y apretó el gatillo, casi esperando que el percutor cayese sobre la recámara vacía.

Hubo un retroceso, un destello exactamente debajo de la tapa destrozada de la cuba, y se inflamaron tres mil litros de la gasolina restante.

El doctor Roon acababa de ponerse en pie cuando la explosión rompió la barandilla en mil pedazos y envió un hongo sólido de llamas a la caja abierta de la escalera. Roon se echó atrás contra la pared, casi tranquilamente, mirando con un interés que parecía casi académico la astilla de tres palmos de la balaustrada destrozada, que se había clavado en su pecho como una estaca. Llevó una mano indecisa al extremo de la astilla, pero no tiró de ella. En vez de esto se apoyó en la pared y se sentó despacio.

Dale había rodado contra la pared y se cubrió la cabeza con los brazos. Lo que quedaba de la barandilla estaba ardiendo, las llamas habían prendido en las estanterías de la galería inferior, los cristales de colores se habían fundido y se deslizaban por la pared norte, y todo el rellano del segundo piso humeaba y ardía debajo de él.

A dos metros de distancia, las perneras de los pantalones del doctor Roon empezaron a arder sin llama y las suelas de sus zapatos se ablandaron y deformaron.

En la caja de la escalera, a tres metros a la izquierda de Dale, las redes de carne rosa llameaban y se fundían como cuerdas de tender la ropa en unas casas de vecindad incendiadas. Los silbidos del blando material sonaban como gritos.

Dale cruzó tambaleándose la puerta humeante.

La clase estaba ardiendo. La explosión había derribado a todo el mundo, a los vivos y a los muertos, pero Harlen había ayudado a Mike a ponerse en pie y los dos chicos estaban tratando de librar a Lawrence de sus ligaduras. Dale recogió del suelo la escopeta de Mike y entonces se unió a ellos, tirando de las endurecidas hebras que sujetaban los brazos y el cuello de su hermano.

Dale puso a Lawrence en pie mientras Harlen apartaba la silla. Todavía quedaban algunos cordones, pero Lawrence pudo mantenerse en pie y hablar. Rodeó a Dale con un brazo y a Mike con el otro. Estaba llorando y riendo al mismo tiempo.

– Más tarde -gritó Dale, señalando hacia la ardiente masa de pupitres y la oscuridad donde el Soldado y Van Syke habían conseguido ponerse en pie. Tubby estaba allí, en alguna parte.

Mike se enjugó la sangre y el sudor de los ojos y sacó el último cartucho del bolsillo. Cogió la escopeta de Dale y la cargó.

– Marchaos -gritó a través del humo-. Andando. Yo os cubriré.

Dale fue llevando a su hermano hacia el rellano. Roon había desaparecido. El borde del rellano era como una pared de llamas, con pedazos de la red y de la bolsa cayendo en esferas fundidas desde lo alto.

Dale y Harlen se dirigieron tambaleándose a la escalera, con Lawrence entre ellos. La galería de la biblioteca y la escalera de debajo de ella se habían convertido en una hoguera de diez metros. Parecía como si la escalera se hubiese derrumbado hasta el sótano. Los ladrillos relucían como calentados al rojo vivo.