– Pero no vas a meterte en el bosque después de anochecer, ¿no es cierto?
– No -dijo Mike-. Sólo haré lo que prometí a Memo y me iré a casa. Me gusta andar.
«¿Tendría el padre C. miedo a la oscuridad?» Rechazó la idea. Durante un segundo consideró la posibilidad de no mentir, de contarle al cura su impresión de que algo andaba mal en Old Central, algo relacionado con la desaparición de Tubby Cooke, y todo lo referente a su intención de examinar la caseta de herramientas de detrás del cementerio, donde se decía que algunas veces dormía Van Syke. Pero entonces rechazó también esta idea: no quería que el padre Cavanaugh pensara que estaba chiflado.
– ¿Estás seguro? -dijo el padre C.-. Tus padres creerán que estás conmigo.
– Saben lo que le prometí a Memo -dijo Mike, mintiendo con más facilidad-. Estaré en casa antes de que sea de noche.
El padre Cavanaugh asintió con la cabeza y se inclinó para abrirle la portezuela.
– Muy bien, Michael. Gracias por acompañarme a pescar y por la conversación. Mañana, ¿en la primera misa?
Era una pregunta retórica. Mike ayudaba siempre en la primera misa.
– Desde luego -dijo, cerrando la pesada portezuela e inclinándose hacia delante para hablar a través de la ventanilla abierta-. Gracias por… -Se interrumpió, al no saber por qué daba las gracias al cura. «¿Por hablarme, siendo un hombre mayor?»-. Gracias por prestarme la caña de pescar.
– Está a tu disposición -dijo el padre C.-. La próxima vez iremos al río Spoon. Allí sí que hay peces.
Saludó con dos dedos, puso de nuevo el Papamóvil en la calzada y desapareció bajando la primera cuesta hacia el sur. Mike se quedó allí un momento, pestañeando para quitarse el polvo de los ojos y sintiendo como se apartaban los saltamontes de sus piernas en la hierba baja. Entonces se volvió y miró hacia el cementerio. Su sombra se confundió con la que proyectaba la verja de hierro. «Magnífico. Pero ¿y si Van Syke está aquí?» No creía que el a ratos guardián y a ratos cuidador del cementerio estuviese allí. El aire estaba inmóvil, impregnado del olor a maíz y a polvo de una húmeda tarde de junio. Y el lugar parecía, sonaba y daba la sensación de vacío. Echó atrás la barra de la puerta de peatones y entró, Consciente de que su sombra saltaba delante de él, de que las altas lápidas proyectaban también sus propias sombras, sobre todo del silencio que reinaba después de horas de conversación.
Se detuvo junto a la tumba del abuelo; estaba aproximadamente en medio del cementerio de una hectárea y media, a tres lápidas a la izquierda del camino de hierba y grava que separaba las hileras de tumbas. Los O'Rourke estaban agrupados en este sitio; la familia de su madre, más cerca de la verja del otro lado, y la sepultura del abuelo era la que se hallaba más cerca de la carretera. Había aquí un amplio espacio herboso que Mike sabía que estaba reservado para sus padres. Y para sus hermanas. Y para él.
Las flores estaban allí, marchitas y muertas pero todavía allí, desde el lunes pasado, Día de los Caídos, y también la pequeña bandera de Estados Unidos que había colocado la Legión Americana. Cambiaban las banderas cada Día de los Caídos, y Mike sabía en parte la estación en que se hallaba por lo descolorida que estaba la bandera en la tumba del abuelo. Éste se había alistado durante la Primera Guerra Mundial, pero nunca había ido a ultramar sino que sólo había pasado catorce meses en un campamento de Georgia. Cuando era muy pequeño, Mike había escuchado los relatos de Memo de las aventuras en ultramar de los amigos del abuelo, durante la Gran Guerra, y había sacado la clara impresión de que al abuelo le hubiese gustado intervenir directamente en la acción; ésa era una de las pocas frustraciones del viejo.
Los colores de la bandera eran vivos: rojo de sangre y blanco reluciente sobre la hierba verde. La luz baja, horizontal, hacía que todo pareciese más brillante y bello. En alguna parte de la finca del tío de Dale, en una colina a unos cuatrocientos metros de distancia, mugió una vaca, y el mugido sonó muy claro en el aire silencioso.
Mike agachó la cabeza y rezó una oración. A lo mejor no había necesidad de confesarse de sus pequeñas mentiras. Entonces se santiguó y echó a andar por el camino en dirección al fondo del cementerio y la barraca de Van Syke.
En realidad no era la barraca de Van Syke sino simplemente el viejo cuarto de herramientas que había estado en el cementerio durante muchísimos años. Estaba cerca de la verja de atrás, frente a una franja donde se había segado la hierba, lejos de la última hilera de tumbas, aunque Mike pensaba que algún día crecería el cementerio a su alrededor, y la densa luz del sol se proyectaba sobre la pared del oeste como mantequilla extendida sobre piedra.
Mike advirtió que el candado estaba en la puerta y pasó por delante de ésta como si se encaminase a los bosques y las minas a cielo abierto de los montes mucho más allá del cementerio, destino acostumbrado de los muchachos cuando atajaban por aquí, y después volvió atrás, entrando en la oscura sombra del lado oeste del pequeño edificio. Saltaron ciegamente saltamontes entre la hierba que pisaba con sus bambas y crujieron ramas secas bajo sus pies.
Había una ventana en este lado, la única que tenía la barraca, y era pequeña y estaba a la altura del cuello de Mike. Este se acercó más, se protegió los ojos y miró al interior.
Nada. La ventana estaba demasiado sucia, y el interior demasiado oscuro.
Silbando y con las manos en los bolsillos, dio una vuelta alrededor del pequeño edificio. Miró varias veces por encima del hombro, para asegurarse de que nadie bajaba por el camino. La carretera había estado desierta desde que se había marchado el padre C. El cementerio estaba tranquilo. Más allá de la carretera, el sol se había puesto con la lenta elegancia carmesí exclusiva de los ocasos de Illinois. Pero el cielo vacío estaba todavía teñido por la luz de la tarde de junio, que se desvanecía ahora hacia un verdadero crepúsculo y la noche de verano.
Mike inspeccionó la cerradura. Era un sólido candado Yale, pero la chapa de metal se fijaba al marco de la puerta que era de madera carcomida. Siguió silbando suavemente y tiró de la chapa una y otra vez hasta que uno y después dos de los tres mohosos tornillos saltaron de la jamba. El último precisó la ayuda de la navaja, pero por fin saltó también. Mike miró a su alrededor, para asegurarse de que había alguna piedra cerca de allí para clavar de nuevo los tornillos cuando fuese hora de marcharse, y entró en la barraca.
Estaba a oscuras. El aire olía a suelo húmedo y también a agrio.
Mike cerró la puerta a su espalda, dejando una rendija para que entrase la luz y pudiese oír si algún coche se acercaba a la verja de la entrada, y pestañeó un momento para adaptar los ojos a la oscuridad.
Van Syke no estaba allí, esto era lo importante, y Mike se había asegurado de ello antes de entrar. Tampoco había muchas cosas: unas cuantas palas y azadas, que le parecieron herramientas propias de un cementerio; unos estantes con paquetes de abonos y jarras de un líquido oscuro; algunas barras de hierro labradas y oxidadas, evidentemente parte de la verja anterior, amontonadas en un rincón; algunas piezas para el tractor con el que se segaba el terreno; un par de cajas pequeñas, una de las cuales tenía adosada una linterna y parecía haber sido empleada como mesa; algunas gruesas tiras de lona que de momento le intrigaron hasta que se dio cuenta de que debían usarse para bajar los ataúdes dentro de la fosa, y directamente debajo de la mugrienta ventana, un catre a ras del suelo.
Mike observó el catre. Olía intensamente a moho y había encima de él una manta que no olía mucho mejor. Pero había sido usado recientemente como cama; un número del miércoles del Peoria Journal Star estaba arrugado sobre él y contra la pared, y la manta medio caída en el suelo, como si alguien la hubiese apartado a toda prisa.