Mike había reducido todavía más la marcha, maldiciendo en silencio su cobardía, cuando oyó crujir la grava detrás de él. No era un coche sino el suave ruido de unas pisadas.
Sin detenerse, se volvió para caminar de espalda, levantando inconscientemente los puños.
«Otro chico», pensó al ver la sombra que se separaba de la oscuridad de debajo de los árboles en la carretera, en lo alto de la cuesta. No reconoció al muchacho, pero vio el anticuado sombrero de Boy Scout y el uniforme. El chico estaba a unos quince metros detrás de él.
Entonces se dio cuenta de que no era un muchacho. Era un hombre de algo más de veinte años, y el uniforme no era de Boy Scout sino de soldado, como los que había visto Mike en viejas fotografías. La cara del hombre parecía cerosa, suave y de extrañas facciones bajo la pálida luz.
– ¡Eh! -gritó Mike, agitando la mano.
No conocía al soldado, pero no por ello dejaba de sentir alivio. Cuando oyó las pisadas detrás de él, se imaginó a Van Syke siguiéndole en la carretera.
El joven soldado no correspondió a su saludo. Mike no podía ver sus ojos, pero era casi como si aquel tipo estuviese ciego. No corría pero caminaba deprisa, en una especie de marcha sobre piernas rígidas, con bastante rapidez para haber acortado ya la distancia entre los dos. Ahora estaba a unos diez metros, y Mike podía ver claramente los botones de metal del uniforme marrón y las extrañas vendas caqui alrededor de las piernas. Las botas claveteadas hacían crujir la grava. Mike trató nuevamente de ver su cara, pero el sombrero de ala ancha proyectaba oscuras sombras sobre ella, a pesar de la pálida luz
El joven marchaba tan rápidamente que Mike tuvo la clara impresión de que estaba tratando de alcanzarle, de que se apresuraba para reducir la distancia.
«¡A la mierda!», pensó Mike, vagamente consciente de que tendría que confesar otra palabrota al padre C.
Se volvió y empezó a bajar corriendo por Jubilee College Road, hacia la lejana mancha de árboles de Elm Haven.
El hermano pequeño de Dale, Lawrence, tenía mucho miedo a la oscuridad.
Pero por lo que Dale sabía, su hermano de ocho años, no tenía miedo a nada más. Subía a sitios que nadie, salvo tal vez Jim Harlen, pensaría en escalar. Lawrence tenía un valor físico que hacía que se lanzase contra muchachos peleones mucho más altos que él, con la cabeza gacha y golpeando con los puños, aunque estuviese recibiendo una paliza que habría hecho llorar a chicos mayores. A Lawrence le gustaban las proezas temerarias: saltaba con su bici desde la rampa más alta que podían construir, y cuando llegaba el momento, en el atrevido ejercicio en el patio de atrás, de que alguien se tendiese delante de la rampa para que los otros saltasen con sus bicis por encima de él, Lawrence era el único que se ofrecía voluntario para ello. Jugaba al fútbol contra muchachos mucho más corpulentos que él, y le divertía que le metiesen en una caja de cartón y le arrojasen rodando por la ladera surcada de minas a cielo abierto de las Billy Goat Mountains. A veces Dale estaba seguro de que algún día Lawrence se podía matar por falta de miedo.
Pero tenía miedo a la oscuridad.
Temía sobre todo la oscuridad del pasillo en lo alto de la escalera de su casa, y todavía más la de su dormitorio.
La casa de los Stewart, que habían alquilado hacía cinco años, cuando habían llegado de Chicago, era vieja. El interruptor al pie de la escalera encendía las bombillas de la pequeña lámpara del vestíbulo de entrada, pero dejaba el rellano de encima de aquéllas sumido en la oscuridad. Para llegar a la habitación de los muchachos, había que cruzar el rellano en aquella penumbra. Pero lo peor para Lawrence era que en la pared de su habitación no había interruptor. Para encender la bombilla del centro de la estancia, los chicos tenían que caminar a oscuras, buscar a tientas el cordón que colgaba en el aire, y tirar de él. Lawrence aborrecía esta operación y suplicaba a Dale que subiese a encenderle la luz.
Una vez que se estaban quedando dormidos con la luz encendida, Dale le había preguntado por qué tenía tanto miedo a encender la luz, qué era exactamente lo que temía. Era su habitación. Al principio Lawrence no le quiso responder, pero por fin dijo con voz soñolienta:
– Alguien podría estar aquí. Esperando.
– ¿Alguien? -había murmurado Dale-. ¿Quién?
– No lo sé -había contestado Lawrence-. Alguien. A veces pienso que entraré en la habitación y buscaré a tientas el cordón de la luz, ya sabes que es difícil encontrarlo, y en vez del cordón tocaré una cara.
Dale había sentido un escalofrío.
– Ya sabes -prosiguió Lawrence-, la cara de un hombre alto, pero no una cara perfectamente humana…, y estaré aquí en la oscuridad, tocándola, y sus dientes serán resbaladizos y fríos, y sentiré que sus ojos están abiertos como los de un muerto… y…
– Cállate -había susurrado Dale.
Incluso con la luz encendida, Lawrence tenía miedo de las cosas de la habitación. La casa era lo bastante vieja para no tener armarios empotrados -el padre de Dale había dicho que la gente solía tener entonces grandes guardarropas-, pero los anteriores dueños o inquilinos habían incorporado uno de aquellos armarios a la habitación de los muchachos. Era una cosa tosca, apenas más que una caja de tablas de pino pintadas que se alzaba desde el suelo en un rincón, y Lawrence decía que le parecía un ataúd puesto de pie. A Dale también le recordaba un ataúd, pero no lo confesaba. Lawrence no sería nunca el primero en abrir la puerta del armario, ni siquiera durante el día. Dale sólo podía imaginarse lo que creía su hermano que podía estar esperándole.
Pero Lawrence tenía miedo, sobre todo, de lo que podía haber debajo de la cama.
Lawrence se arrodillaba para rezar sus oraciones, si su madre estaba en la habitación; pero cuando los dos chicos estaban solos allí, se ponía rápidamente el pijama y saltaba sobre la cama, desde lo bastante lejos para que no pudiese alcanzarle nada de lo que hubiese debajo de ella, y entonces practicaba el rito de sujetar las mantas y las sábanas para que nada pudiese tirar de él desde debajo de la cama. Si estaba leyendo una historieta u otra cosa y se le caía al suelo, pedía a Dale que la recogiese, y si éste no lo hacía se quedaba en el suelo hasta la mañana siguiente.
Dale había discutido con su hermano durante años.
– Mira, tonto -decía-, sólo hay polvo debajo de tu cama.
– Podría haber un agujero -había respondido Lawrence una vez.
– ¿Un agujero?
– Sí, como un túnel o algo parecido. Algo esperando allí para agarrarme.
La voz de Lawrence se había hecho muy débil. Dale se había echado a reír.
– Estamos en el segundo piso, tonto. No puede haber un agujero o un túnel en un segundo piso. Además, el suelo es de madera sólida. -Se había inclinado y golpeado el suelo con los nudillos-. Mira si es sólida.
Lawrence había cerrado los ojos, como si temiese que saliese una mano de allí y agarrase la muñeca de Dale.
Éste había desistido de convencer a Lawrence de que no había nada que temer. Dale no tenía miedo de la oscuridad de arriba; su miedo se centraba en el sótano, sobre todo en la carbonera a la que tenía que bajar para recoger carbón cada noche de invierno; pero nunca se lo había contado a Lawrence ni a nadie. A Dale le gustaba el verano porque no tenía que bajar al sótano. En cambio, Lawrence tenía miedo a la oscuridad durante todo el año.
En esta primera noche de domingo de las vacaciones de verano, Lawrence pidió a Dale que subiese a encenderle la luz. Dale suspiró, cerró el libro de Tarzán que estaba leyendo y subió con su hermano.
No había caras en la oscuridad. Nada salió de debajo de la cama. Cuando Dale abrió la puerta del armario para colgar la camisa a rayas de su hermano, nada saltó de allí ni tiró de él. Lawrence se puso su pijama de Zorro, y Dale se dio cuenta de que también tenía sueño, aunque todavía no eran las nueve. Se puso el pijama azul, arrojó la ropa sucia en el cesto y se metió en la cama para leer una historieta sobre Tarzán y la ciudad perdida de Opar. Oyeron pisadas y su padre se plantó en la puerta. Llevaba puestas las gafas de leer, que le daban un aspecto más viejo y serio que de costumbre.