Dale contempló el retrato de George Washington en la pared de enfrente y se preguntó, por milésima vez aquel año, por qué colgaban las autoridades escolares una litografía de una pintura inacabada. Contempló el techo, a cuatro metros y medio del suelo, y las ventanas de tres de altura en la pared más lejana. Observó las cajas de libros sobre los estantes vacíos y se preguntó qué pasaría con los textos. ¿Serían enviados a la nueva escuela? ¿Serían quemados? Probablemente harían esto último, porque Dale no podía imaginarse unos libros tan viejos y mohosos en la nueva escuela que le habían mostrado sus padres, cuando pasaron en coche por delante de ella.
Las 2.50 de la tarde. Faltaban veinticinco minutos para que empezase realmente el verano, para que imperase la libertad.
Dale contempló a la vieja Double-Butt. Este nombre no se utilizaba con malicia ni burla; ella siempre había sido la vieja Double-Butt. Durante treinta y ocho años, la señora Doubbet y la señora Duggan habían compartido la enseñanza del sexto curso, al principio en clases contiguas y después, cuando el número de estudiantes disminuyó, aproximadamente cuando nació Dale, compartiendo también la misma clase: la señora Doubbet enseñaba lectura, redacción y ciencias sociales por la mañana, y la señora Duggan, matemáticas, ciencias naturales, ortografía y caligrafía por la tarde.
La pareja había sido como los Mutt y Jeff, los serios Abbott y Costello de Old Central – la señora Duggan, delgada, alta y nerviosa, y la señora Doubbet bajita, gorda y lenta, con su tono y timbre de voz casi opuestos, y sus vidas entrelazadas-, viviendo en viejas y contiguas casas victorianas en Broad Avenue, asistiendo a la misma iglesia, a los mismos cursos en Peoria, haciendo las vacaciones juntas en Florida, dos personas incompletas que unían de alguna manera sus virtudes y sus defectos para crear una individualidad bien definida.
Pero en este último curso de dominio de Old Central, la señora Duggan había caído enferma precisamente antes del Día de Acción de Gracias. Cáncer, había dicho en voz baja la señora O'Rourke a la madre de Dale, creyendo que los muchachos no la oirían. La señora Duggan no había vuelto a clase después de las vacaciones de Navidad, y la señora Doubbet, no queriendo que alguna entrometida llenase las horas de la tarde, confirmando así la gravedad de la enfermedad de la señora Duggan, había enseñado las asignaturas que despreciaba, «sólo hasta que regrese Kora», mientras cuidaba a su amiga, primero en la alta casa de color de rosa de Broad y después en el hospital, hasta que una mañana ni siquiera la vieja Double-Butt compareció, pusieron una maestra sustituta en el sexto curso, por primera vez en cuatro décadas, y circuló el rumor en el patio de recreo de que la señora Duggan había muerto. Fue en la víspera del Día de San Valentín. El funeral se celebró en Davenport, y ningún alumno asistió a él.
Tampoco habrían asistido si se hubiese celebrado aquí, en Elm Haven.
La señora Doubbet regresó dos días más tarde.
Dale miró a la vieja profesora y sintió una especie de compasión. La señora Doubbet seguía estando gorda, pero la gordura pendía ahora de ella como un abrigo de talla mayor que la suya. Cuando se movía, la parte inferior de los brazos oscilaba y temblaba como papel de seda pendiendo de los huesos. Sus ojos se habían oscurecido y hundido tanto en las cuencas que parecían amoratados. Estaba contemplando fijamente la ventana, con una expresión tan impotente y vacía como la de Cordie Cooke. Sus cabellos azules parecían desgreñados y amarillentos en las raíces, y el vestido le sentaba de una manera extraña, como si lo hubiese abrochado mal en alguna parte. Flotaba a su alrededor un mal olor que a Dale le recordaba el de la señora Duggan poco antes de la Navidad.
Dale suspiró y cambió de posición. Las 2.52 de la tarde.
Hubo un ligerísimo movimiento en el oscuro pasillo, un movimiento furtivo y un débil resplandor, y Dale reconoció a Tubby Cooke, el gordo e idiota hermano de Cordie, que cruzaba el rellano. Tubby estaba mirando hacia la clase, tratando de llamar la atención a su hermana sin que lo advirtiese la vieja Double-Butt. Pero era inútil. Cordie estaba hipnotizada por el cielo que veía a través de la ventana, y no se habría fijado en su hermano aunque éste le hubiese arrojado un ladrillo. Dale saludó brevemente con la cabeza a Tubby. El voluminoso alumno de cuarto, envuelto en su delantal, le hizo una higa, levantó algo que podía ser un permiso para ir al lavabo, y desapareció en las sombras.
Dale rebulló en su asiento. De vez en cuando Tubby jugaba con él y sus amigos, a pesar de que los Cooke vivían en una de las barracas de cartón alquitranado próximas a la vía del tren y cerca del elevador de grano. Tubby era gordo, feo, estúpido y sucio, y decía más palabrotas que cualquier alumno de cuarto, pero esto no impedía necesariamente que formase parte del grupo de muchachos ciudadanos de la llamada Patrulla de la Bici, aunque generalmente rehuía a Dale y a sus amigos.
Dale se preguntó por un instante qué se propondría aquel estúpido, y después volvió a mirar el reloj. No eran más que las 2.52.
Insectos en ámbar.
Tubby Cooke renunció a llamar la atención a su hermana y se dirigió a la escalera antes de que la vieja Double-Butt o una de las otras maestras se diesen cuenta de que estaba en el rellano. Tubby tenía un permiso de la señora Grossaint para ir al lavabo, pero esto no impediría que alguna de las viejas lo enviase de nuevo a su clase si lo pillaba rondando por los pasillos.
Tubby bajó por la ancha escalera, observando la madera gastada por generaciones de muchachos que habían pasado por allí, y llegó apresuradamente al descansillo de debajo de la ventana circular. La luz que penetraba por ésta era roja y pálida debido a la tormenta que se estaba fraguando en el exterior. Tubby pasó por debajo de las hileras de estantes vacíos de la que había sido biblioteca municipal instalada en el rellano y el estrecho entresuelo, pero en realidad no los vio. Aquellos estantes permanecían vacíos desde que Tubby había ingresado en la escuela.
Tenía prisa. Quedaba menos de media hora de colegio y quería llegar a los lavabos de muchachos antes de que terminase la jornada y cerrasen para siempre aquel maldito y viejo establecimiento.
Había más luz en la primera planta, y el zumbido de actividad de los tres primeros cursos hacía que el ambiente pareciese aquí más humano, a pesar de la oscura escalera que conducía a las sombrías plantas superiores. Tubby cruzó apresuradamente el espacio descubierto, antes de que le viese algún maestro, atravesó una puerta y bajó corriendo por la escalera del sótano.
Era extraño que el estúpido colegio no tuviese retretes en la primera ni en la segunda planta. Sólo los había en el sótano, y allí eran demasiados: lavabos de los cursos primarios e intermedios; el retrete cerrado contiguo a la habitación rotulada como SALA DE PROFESORES; el pequeño lavabo junto a la habitación de la caldera, donde orinaba Van Syke cuando tenía necesidad de hacerlo, e incluso habitaciones que podían haber sido otros retretes en los pasillos no utilizados que se sumían en la oscuridad.
Tubby sabía, como los otros muchachos, que allí había escalones que llevaban más abajo del sótano; pero al igual que los otros chicos, nunca había bajado por ellos ni pensaba hacerlo. ¡Ni siquiera había luces! Nadie, salvo Van Syke y tal vez el director Roon, sabían lo que había allá abajo.
Probablemente más lavabos, pensó Tubby.
Fue al retrete de los cursos intermedios, el marcado como BOY'S. Este rótulo había sido siempre igual desde que alguien podía recordarlo -el padre de Tubby le había dicho que ya era así cuando él estudiaba en Old Central-, y la única razón de que Tubby o su viejo supiesen que aquello, el apóstrofe, estaba mal colocado, era que la vieja señora Duggan, del sexto curso, se quejaba de que aquello era una sandez. Ya se había lamentado de ello cuando el padre de Tubby era un muchacho. Bueno, la vieja señora Duggan ahora estaba muerta, muerta y pudriéndose en el Cementerio del Calvario, más allá de la Taberna del Arbol Negro donde el padre de Tubby pasaba la mayoría de los días, y Tubby se preguntaba por qué la vieja no había cambiado la maldita palabra si tanto le fastidiaba. Había tenido casi cien años para bajar allí y pintar un rótulo negro. Tubby sospechaba que le gustaba criticar y quejarse de aquello, que hacía que se sintiese inteligente y que otras personas, como Tubby y su padre, pareciesen estúpidos.