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Dale cerró los ojos, pero en cuanto trató de dormirse se imaginó a Harlen yaciendo allí, en aquel contenedor de basura, entre tablas rotas y otros desperdicios. Se imaginó a Van Syke, a Roon y a los demás reunidos alrededor del contenedor, mirando hacia el muchacho inconsciente y sonriendo, con sus dientes de rata y sus ojos de araña.

Dale se despertó de pronto. Lawrence estaba durmiendo, abrazando todavía a Teddy y roncando suavemente. Había una fina raya de humedad en la almohada, debajo de su boca.

Dale permaneció tumbado en silencio, casi sin atreverse a respirar. No soltó la mano de Lawrence.

9

Duane McBride se despertó el lunes antes del amanecer y pensó, durante un instante de confusión, que tenía que hacer sus deberes e ir a esperar el autocar del colegio en el extremo del camino. Entonces recordó que era lunes, el primer lunes de las vacaciones de verano, y que nunca tendría que volver a Old Central. Fue como si le quitaran un peso de encima, y subió despacio la escalera.

Había una nota del viejo: se había marchado temprano para desayunar con algunos amigos en el Parkside Café, pero volvería temprano a casa por la tarde.

Duane hizo las tareas de la mañana. Al recoger los huevos en el gallinero, se acordó de cuando era muy pequeño y le aterrorizaban las belicosas gallinas; pero era un buen recuerdo porque era uno de los pocos que tenía de su madre, aunque casi lo único que recordaba era un delantal con topos y una voz cálida.

Después de desayunar un par de aquellos huevos, cinco lonchas de tocino, una tostada, un picadillo y una rosquilla de chocolate, sonó el teléfono cuando Duane iba a salir de nuevo para limpiar el depósito de agua en los pastos de atrás e instalar en él una polea nueva. Era Dale Stewart. Duane escuchó en silencio la noticia sobre Jim Harlen. Después de esperar durante unos instantes una respuesta que no se produjo, Dale siguió diciendo que Mike O'Rourke quería celebrar una reunión general en su gallinero a las diez de la mañana.

– ¿Por qué no en mi gallinero? -replicó Duane.

– Porque en el tuyo hay gallinas. Además, todos tendríamos que ir en bicicleta hasta tu casa.

– Yo no tengo bicicleta -dijo Duane-. Tendré que hacer todo el camino andando. ¿Por qué no nos reunimos en el escondrijo secreto de la alcantarilla?

– ¿En la Cueva? -preguntó Dale.

Duane percibió una vacilación en la voz del muchacho de once años. Duane tampoco tenía un interés particular en volver a la alcantarilla.

– Bueno, de acuerdo -dijo-. Estaré allí a las diez

Después de colgar permaneció un momento sentado en la cocina, pensando en que tendría que trabajar el doble por la tarde. Pero al final se encogió de hombros, cogió un palo de caramelo para que le diese fuerzas para la excursión, y salió de casa. Witt fue a su encuentro en el patio, meneando la cola, y esta vez Duane no tuvo valor para dejar al perro allí. Había nubes altas que mitigaban un poco el calor -estaban a menos de treinta grados- y pensó que a Witt le gustaría hacer un poco de ejercicio.

Duane volvió a entrar en casa, se llenó los bolsillos del pantalón de bizcochos para perros, cogió un segundo palo de caramelo para el almuerzo, y los dos echaron a andar por el camino. Duane no pensó un momento en ello pero, vistos desde lejos, él y su perro formaban una extraña pareja: Duane, con su andadura desgarbada, medio contoneándose, y Wittgenstein cojeando por culpa de la artritis, apoyando cuidadosamente las patas en el suelo, como un cuadrúpedo descalzo sobre grava caliente, y mirando con ojos miopes cosas que podía oler pero no ver del todo.

La sombra, al pie de las colinas, fue un alivio; pero Duane sudaba copiosamente bajo la camisa de franela a cuadros cuando subió la pendiente hacia la Taberna del Arbol Negro, donde ya había unos cuantos vehículos. La camioneta de su padre era uno de ellos, pero Duane sospechó que el «desayuno» se había trasladado ya desde el Parkside Café a la Taberna de Carl en la ciudad.

Las nubes empezaron a levantarse cuando el muchacho y el perro torcieron hacia el oeste en la Jubilee College Road, y la lejana torre del agua rieló con las ondas de calor.

Duane miró los campos de maíz en ambos lados, comparándolos con los de su propia finca -el maíz era aquí unos centímetros más alto- y observando las señales amarillas a lo largo de la valla de alambre espinoso para distinguir las diferentes clases y los híbridos. La luz del sol era ahora como un elemento sólido que gravitaba sobre su cara y sus hombros, y Duane se maldijo por haberse olvidado de la gorra. Witt iba de un lado a otro, husmeando en ocasiones algún olor interesante y caminando ciegamente sobre las matas cubiertas de polvo de la orilla de la carretera. Generalmente la valla ponía fin a sus investigaciones, y el collie volvía cojeando donde le esperaba pacientemente Duane.

Estaban a menos de medio kilómetro de la torre del agua y en una curva de la carretera cuando llegó el camión. Lo olió casi en el mismo instante de oírlo; tenía que ser el camión de recogida de animales muertos.

Witt levantó la cabeza, tratando ciegamente de descubrir el origen del olor y del ruido, y Duane le agarró del collar y le obligó a pasar a un lado de la carretera cubierta de grava. Duane odiaba que pasaran camiones cuando él caminaba por allí; el polvo permanecía pegado durante horas a sus ojos, su boca y sus cabellos. Si pasaban demasiados vehículos, incluso tendría que bañarse uno de estos días.

De pie sobre los hierbajos de la orilla, Duane advirtió lo deprisa que se acercaba el camión. Tenía que ser el de recogida de animales muertos; ¿cuántos camiones había con la cabina pintada de rojo y listones altos en la parte de atrás? El parabrisas reflejaba como un espejo el resplandor del cielo. El vehículo se acercaba a unos ochenta o noventa kilómetros por hora y además no lo hacía por el centro o la derecha de la carretera como la mayoría de los automóviles. Duane pensó en la gravilla que levantaban las ruedas y tiró de Witt hacia atrás, hasta la orilla poco profunda de la cuneta.

El camión avanzó directamente hacia Duane y su perro a unos ochenta por hora, golpeando las hierbas con el fuerte parachoques.

Duane no se lo pensó un momento. Se agachó, levantó a Witt de un tirón, y saltó sobre la cuneta, casi chocando con la valla de alambre espinoso. Sujetó a duras penas al aterrorizado collie, y el camión pasó a menos de un metro de ellos, levantando polvo, hierbas y grava de la orilla de la carretera a su alrededor.

Duane pudo ver los cuerpos de varias vacas, un caballo, dos cerdos y lo que parecía ser un perro en la parte de atrás, cuando el camión volvió a la calzada y siguió rodando en medio de una nube de polvo.

– ¡Hijo de puta! -gritó Duane, plantándose sobre la grava pero llevando todavía en brazos al viejo y aterrorizado perro.

Como tenía las manos ocupadas y no podía esgrimir un puño, escupió detrás del camión. La saliva tenía color de polvo.

El camión llegó a la torre del agua y torció a la izquierda, y se oyó claramente el chirrido de los neumáticos al rodar sobre el asfalto.

– ¡Cabrón! -exclamó Duane. Raras veces maldecía; pero ahora sintió necesidad de hacerlo-. ¡Cerdo, hijo de puta!

Witt se retorcía en brazos de Duane, que de pronto se dio cuenta de lo asustado que estaba el viejo perro y de lo fuerte que palpitaba su corazón. Podía sentir sus latidos sobre los brazos. Dejó a Witt en el suelo de la carretera lleno de baches y le calmó con largas y lentas caricias, palabras amables.

– No pasa nada, Witt, no pasa nada -susurró-. Ese estúpido analfabeto no nos ha hecho ningún daño ¿verdad?

El tono apaciguador fue calmando al perro, pero aún podían percibirse los latidos de su corazón. En realidad Duane no había visto a Van Syke al volante; no pudo fijarse en la cabina del camión porque estaba demasiado ocupado en levantar a Witt y retroceder hasta el alambre de espino, pero estaba seguro de que el camión iba conducido por el loco guardián y recogedor de animales muertos. Bueno, todo el mundo sabría pronto lo ocurrido. Una cosa era asustar a un puñado de chiquillos arrojando un mono muerto en el arroyo, y otra completamente distinta tratar de matar a uno de ellos.