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Unos segundos después habían montado en sus bicis y pedaleaban en dirección a la ciudad, levantando una estela de gravilla. Dale redujo la velocidad para que Lawrence no se retrasara, pero la pequeña bici del niño de ocho años adelantó casi como una exhalación a la de Dale, después a la de Kevin, y por último al viejo y rojo cacharro de Mike.

Hasta que estuvieron a salvo bajo los inmóviles olmos y robles de Elm Haven no aflojaron la marcha, jadeando y mirando hacia atrás, con los brazos colgando y las manos fuera de los manillares al descender por Depot Street y pasar por delante de la casa de Dale y de Old Central. Dejaron que las bicis remontasen la cuesta a lo largo del camino de entrada de la casa de Kevin y rodaron sobre la hierba fresca, conteniendo todavía el aliento y con los cabellos sudorosos.

– Eh -jadeó Lawrence cuando pudo hablar-, ¿qué es un capitalista?

10

El atentado contra la vida de Duane McBride fue el tema de una acalorada discusión durante más de media hora; pero después los muchachos perdieron su interés por el tema y fueron a jugar a béisbol. Mike aplazó la reunión de la Patrulla de la Bici hasta después de que terminara el juego o de que al fin viniese Duane a la ciudad.

El campo de béisbol de la ciudad estaba detrás de las casas de Kevin y de Dale, y para llegar allí la mayoría de los muchachos saltaban la valla de los Stewart, donde el grueso poste tenía un travesaño en diagonal. Esto convertía el camino de entrada de los Stewart y el lado occidental de su largo patio en una vía pública para los muchachos, cosa que a Dale y a Lawrence les parecía muy bien porque su casa se convertía en constante lugar de reunión para los muchachos de todo el pueblo. Tampoco era un inconveniente que la madre de Dale fuese una de las pocas mujeres a quienes no importaba la presencia de montones de muchachos; en realidad, incluso les obsequiaba con bocadillos, refrescos y otras golosinas.

Este día el partido empezó con pocos jugadores: Kevin y Dale contra Mike y Lawrence durante la primera hora, turnándose el lanzador; pero a la hora de comer se les unieron Gerry Daysinger y Bob McKown, Donna Lou Perry y Sandy Whittaker (Sandy bateaba bien pero lanzaba como una chica; sin embargo era amiga de Donna Lou, y ambos equipos querían a Donna Lou). Después comparecieron algunos de los chicos del barrio más lujoso de la población: Chuck Sperling, Digger Taylor, Bill y Barry Fussner, y Tom Castanatti. Otros muchachos habían oído el ruido o visto la muchedumbre, y a primera hora de la tarde estaban en el tercer partido y jugando con equipos completos y jugadores turnándose en el banquillo.

Chuck Sperling quería ser capitán -siempre quería serlo; su padre dirigía el único equipo de Pequeña Liga de Elm Haven, de modo que Chuck podía ser capitán además de lanzador, aunque no lanzaba tan bien como Sandy Whittaker-, pero fue derrotado. Mike fue primer capitán cuando eligieron para el cuarto partido, y Castanatti, un muchacho rollizo y tranquilo que tenía el mejor bate de la ciudad -era un buen bateador, pero sobre todo poseía el mejor bate, un hermoso Louisville Slugger de fresno que le había dado a su padre un amigo del equipo White Sox de Chicago-, fue el segundo elegido.

Mike escogió en primer lugar a Donna Lou, y a nadie le importó. Había sido la mejor lanzadora de la ciudad desde que todos podían recordar. Y si la Pequeña Liga hubiese permitido que participasen las muchachas, la mayoría de los chicos del equipo, o al menos los que no temían al padre de Chuck Sperling, le habrían pedido que la dejase lanzar para que pudiesen ganar algún partido.

La selección de equipos hizo que, más o menos, el norte de la población, el barrio de Dale, que era el más pobre, jugase contra el sur, y aunque los uniformes eran iguales, tejanos y camiseta blanca de manga corta, podían distinguirse unos de otros por los guantes: Sperling y sus compañeros del sur jugaban con guantes de béisbol nuevos y relativamente grandes, mientras que Mike y los suyos lo hacían con guantes que ya habían usado sus padres. Los viejos no tenían realmente bolsas; parecían más bien guantes ordinarios -a diferencia de las almohadilladas maravillas de cuero que usaban Sperling y Taylor- y al atrapar las pelotas rápidas les dolían las manos; pero a los chicos no les importaba. Era parte del juego, como los arañazos y las contusiones que sufrían al pasar un día en el campo de béisbol. Ninguno de los chicos jugaba nunca a softball, salvo cuando la señora Doubbet o alguna otra vieja bruja insistía en ello en el colegio, e incluso entonces pasaban al juego duro prohibido en cuanto volvía la espalda la maestra.

Pero ahora nadie pensó en las maestras cuando apareció la señora Stewart con una cesta de bocadillos de salchichón y de cacahuetes con mantequilla y gelatina, y una nevera de refrescos; los muchachos hicieron una pausa, aunque sólo estaban en el segundo inning y volvieron al juego.

El cielo seguía estando gris, aunque hacía una temperatura de unos treinta y cinco grados y la incómoda humedad resultaba molesta. Pero esto no constituía un obstáculo para los muchachos. Gritaban y jugaban, bateaban y corrían, se agitaban en los bancos, volvían al campo y discutían sobre los turnos o los que habían mantenido demasiado tiempo su posición; pero en general, estaban más bien avenidos que la mayoría de los equipos de la Pequeña Liga. Se gastaban bromas, como cuando Sperling insistió en lanzar y cedió en cinco carreras en el cuarto inning, y eran frecuentes las chanzas, pero los chicos y las dos muchachas se tomaban en serio el béisbol y lo jugaban con la muda concentración y perfección de un poema.

Era el rico sur contra el norte de la baja clase media, aunque ninguno de los chicos se daba cuenta de ello, y empezaron los del norte. Castanatti bateó bien y consiguió cuatro de las seis carreras de su equipo en el primer juego, pero Donna Lou burló a la mayoría de los otros bateadores, y Mike, Dale y Gerry Daysinger tuvieron un buen día, marcando al menos cuatro carreras cada uno. Al final del segundo juego, el equipo de Mike había ganado por 15 a 6 y 21 a 4. Entonces cambiaron de jugadores y empezaron el tercer juego.

Probablemente no habría ocurrido nada si Digger Taylor, McKown y otros dos muchachos no hubiesen acabado jugando todo este tiempo en el equipo de Donna Lou. Eran tres innings, ella había lanzado en veintiún innings seguidos y tenía el brazo tan fuerte como siempre cuando eliminó a Chuck Spérling por milésima vez, y el equipo de Mike trotó hacia el banco. Lawrence fue el primero en levantarse, y los demás se reclinaron contra los alambres de la valla del fondo y alargaron las piernas: diez elementos iguales con tejanos desvaídos y camiseta blanca de manga corta. Sandy se había cansado de jugar y había abandonado cuando llegaron Becky Cramer y dos de sus amigos: Donna Lou era la única chica que quedaba.

– Es una lástima que no podamos distinguir los equipos -dijo Digger Taylor.

Mike se enjugó el polvoriento sudor de la frente con la camiseta.

– ¿Qué quieres decir?

Taylor se encogió de hombros.

– Quiero decir que es una lástima que todos parezcamos iguales. Los dos equipos, naturalmente.

Kevin carraspeó y escupió con su característico estilo remilgado.

– ¿Crees que necesitamos uniformes o algo parecido?

La idea era descabellada. El equipo de la Pequeña Liga de la ciudad tenía sólo camisetas sin numerar, y la insignia se desvanecía después de una docena de lavados.

– No -dijo Taylor-. Sólo pensaba en camisetas y pieles.

– Ah, sí -dijo Bob McKown, un muchacho que vivía en una destartalada casa de cartón alquitranado próxima a la destartalada casa de cartón alquitranado de Daysinger-. De todos modos, tengo demasiado calor. -Se quitó la camiseta de manga corta-. ¡Eh, Larry! -gritó a Lawrence-. ¡Ahora somos de la misma piel! ¡Quítate la camiseta o vete del campo!