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Los otros tres rebulleron inquietos, alegrándose de la oscuridad.

– ¿Puedo contar todo esto a Lawrence? -preguntó Dale.

– Sí -dijo Mike-. Pero no le asustes demasiado.

Dale asintió con la cabeza. La sesión había terminado y todos eran esperados en alguna otra parte, aunque nadie parecía querer marcharse de allí. Uno de los gatos de los O'Rourke entró, saltó sobre las rodillas de Dale y se enroscó, ronroneando.

Kevin suspiró.

– Nada de esta mierda tiene sentido.

Kevin casi nunca empleaba palabrotas.

Los otros no dijeron nada, reunidos allí unos momentos más en la oscuridad. Todos estaban de acuerdo en guardar silencio.

Aquella noche, Mike O'Rourke permaneció despierto en la cama, contando las luciérnagas a través de la ventana. El sueño era como un túnel, y no tenía intención de meterse en él.

Algo se movió en el jardín debajo del tilo. Mike se inclinó hacia delante, acercando la nariz al visillo y tratando de ver algo entre las hojas y los aleros del pequeño porche de la entrada.

Alguien había salido de la espesa sombra del árbol de cerca de la ventana de Memo, dirigiéndose hacia la carretera. Mike aguzó el oído para percibir las pisadas sobre el asfalto o el crujido de la grava en los bordes; pero lo único que oyó fue el sedoso susurro de las panojas de maíz.

Sólo había sido un vistazo, pero Mike había visto la sombra redonda de la copa de un sombrero. Demasiado redonda para ser un sombrero de cowboy. Más bien parecía de Boy Scout.

O el de campaña que había dicho Duane que llevaba el soldado al que había llamado doughboy.

Mike seguía en la cama junto a la ventana, palpitándole todavía el corazón, combatiendo el sueño como a un enemigo al que había que tener a raya.

11

El martes, después del trabajo de la mañana, Duane McBride decidió ir a la biblioteca. El viejo estaba despierto y sereno, y con el malhumor que solía traer consigo aquella combinación. Duane entró en su taller para decirle que iba a salir.

– ¿Has hecho todas las tareas? -gruñó su padre.

Estaba trabajando en el modelo más nuevo de su «máquina de aprender». El taller del viejo había sido años atrás el comedor de la familia; pero desde que Duane y su padre comían en la cocina -cuando lo hacían juntos, que era en raras ocasiones-, el viejo había convertido el comedor en taller. Media docena de puertas sobre caballetes hacían las veces de mesas macizas, la mayoría de las cuales estaban llenas de variaciones sobre la máquina de aprender u otros prototipos.

El viejo era un verdadero inventor; tenía cinco patentes registradas, aunque sólo una de ellas, la alarma automática del buzón de correo, le había proporcionado algún dinero. La mayoría de sus inventos eran tan poco prácticos como la máquina de aprender en la que ahora estaba trabajando: una maciza caja de metal con manivelas, una pantalla, botones, rendijas para introducir tarjetas, y luces variadas. Aquel aparato revolucionaría la educación. Cuando estuviese debidamente programado con rollos del adecuado material de preguntas y las necesarias tarjetas perforadas de respuestas, la máquina podría proporcionar horas de instrucción sobre materias a elegir y de enseñanza privada. El problema, según había observado repetidamente Duane, estaba en que cada máquina de aprender costaría casi mil dólares, con el necesario material impreso, y en que era un procedimiento mecánico.

Duane había argüido largamente que los ordenadores harían algún día este trabajo, pero su padre aborrecía la electrónica tanto como la adoraba él. «¿Sabes lo grande que tendría que ser un ordenador para realizar las más sencillas tareas de enseñanza autónoma?», preguntaba su padre. «Tan grande como Texas», respondía Duane. «Y cada hora se necesitarían todas las Cataratas del Niágara para enfriarlo.» Aunque enseguida añadía: «Pero esto se hará con tubos al vacío, papá. Ahora se hacen cosas extraordinarias con los transistores y los resistores.»

El viejo gruñía y volvía a su trabajo sobre un nuevo modelo de máquina de aprender. Duane tenía que admitir que estas máquinas eran divertidas -había seguido todo un curso de ciencia política en una de ellas cuando tenía ocho años-, pero eran feas e imponentes. Sólo se había vendido una, hacía casi cuatro años, al Distrito Escolar de Primfield, y el tío Art conocía al encargado de compras. Mientras tanto, los modelos seguían llenando las mesas del taller y ocupando espacio en los pasillos y en las habitaciones vacías del piso de arriba.

Duane se imaginaba esto como un pasatiempo; el proyecto de máquina de aprender de movimiento continuo no era tan nocivo como el centro comercial rural de servicio en las veinticuatro horas del día que había tratado de explotar el viejo a mediados de los años cincuenta. Había habido dos tiendas en el «centro comercial»: una quincallería y el múltiple OmniMart del viejo, que vendía principalmente pan y leche; pero el viejo había sido el único encargado de las entregas, recibiendo llamadas en su casa a altas horas de la noche y viajando en cualquier momento por carreteras de tierra y de grava, para llevar una hogaza de pan a las cuatro de la mañana a alguna vieja dama de Knox County que quería que cargase el importe en la tarjeta de crédito de OmniMart.

El tío Art, que había dirigido la quincallería, se alegró tanto como Duane de la extinción de aquella empresa. El viejo aún sostenía que había tenido razón en lo referente a los «centros comerciales» -¡sólo había que mirar el Centro Sherwood de nueve pisos, en Peoria!-, pero se había adelantado a su tiempo. El viejo predecía que, algún día, los centros comerciales serían enormes establecimientos, docenas de tiendas especializadas bajo un solo techo de cristal, como las galerías que había visto en Italia después de la guerra. La mayoría de la gente le escuchaba y preguntaba «¿Por qué?», con expresión desconcertada; pero Duane y el tío Art habían aprendido a asentir con la cabeza y a guardar silencio.

– ¿Has hecho las tareas? -repitió el viejo.

Duane se distrajo por un momento de su contemplación de las máquinas de aprender.

– Sí. Pensaba ir a la biblioteca.

El viejo le miró y dejó que sus gafas de trabajo resbalasen sobre la nariz.

– ¿A la biblioteca? ¿Por qué hoy? ¿No fuiste el sábado?

– Sí. Pero me olvidé de mirar si tenían un manual de reparaciones de motores pequeños.

El viejo frunció el entrecejo. La bomba del viejo molino necesitaba una reparación.

– Creí que ya lo sabías todo sobre esta materia.

Duane se encogió de hombros.

– Aquel motor es viejo. Lo instalaron antes de la electrificación rural. Si he de hacer algo que no sea cambiar las correas y los cepillos, voy a necesitar un manual.

El viejo desenfocó la mirada y Duane pudo imaginar lo que estaba pensando: le había impresionado que el camión tratase de matar a su chico el día anterior -cuando había enterrado a Witt por la tarde, a Duane le había parecido ver lágrimas en los ojos del viejo…, aunque el viento soplaba fuerte y levantaba arena que podía haberlos irritado-, pero por otra parte no podía tener encerrado a Duane en casa durante todo el verano, ni hacer que le acompañase siempre en la camioneta.

– ¿Puedes ir allí sin seguir la carretera?

– Sí, es fácil -dijo Duane-. Atajaré a través de los pastos del sur y caminaré por la orilla de los campos de Johnson.

El viejo volvió a mirar la serie de mecanismos y poleas que estaba montando.

– Está bien. Pero vuelve a casa antes de la hora de cenar, ¿entendido?

Duane asintió con la cabeza. Preparó un par de bocadillos de morcilla ahumada en la cocina y los metió en una bolsa grasienta. Se colgó del cinturón un termo de café por el asa de la taza, se aseguró de que llevaba la libreta y la pluma en el bolsillo, y salió rápidamente. Había dado cuatro pasos en dirección al granero para despedirse de Witt, cuando recordó lo sucedido. Se ajustó las gafas y cruzó la verja, encaminándose hacia el pasto del sur, tal como había dicho al viejo.