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Pero Dale no gastaba bromas sobre C. J. cuando podían oírle o repetirlas. Cuando los Stewart se trasladaron a Elm Haven desde Peoria, hacía cuatro años, Dale ingresó en el tercer curso y Lawrence en el primero. Dale cometió el error de llamar la atención a C. J. Congden tenía entonces doce años y todavía estudiaba quinto, pero rondaba por los patios de recreo de los niños como un tiburón entre bancos de peces

Después de la segunda paliza en el patio de recreo, Dale había pedido ayuda a su padre. Su padre le había dicho que todos los matones eran cobardes; que si se les plantaba cara se echaban atrás. Al día Siguiente, Dale le había plantado cara a C. J.

Aquel día, Dale había perdido dos de sus dientes de leche y se le habían aflojado varios de los permanentes. Durante tres días le sangró a ratos la nariz, y aún tenía una cicatriz en la cadera, donde C. J. le había dado una patada después de caer él y retorcerse en el suelo. Desde aquel día, Dale no había confiado tanto en los consejos de su padre.

Dale probó el soborno. Congden aceptaba los dulces y el dinero del almuerzo, y seguía atizándole. Entonces trató de ser uno de sus partidarios, llegando al extremo de pavonearse en el patio de recreo como uno más de su pandilla de aduladores. Congden le daba una paliza al menos una vez a la semana, por cuestión de principios.

Para empeorar las cosas, el único auténtico amigo de Congden, Archie Kreck, iba a la clase de Dale. Archie habría sido el matón del pueblo si Congden no hubiese existido: vestía igual que éste, llevaba las botas claveteadas, era bajo, vigoroso y ruin; parecía un poco el hermano gemelo malo de Mickey Rooney, y tenía un ojo de cristal.

Nadie sabía cómo había perdido Archie su ojo natural. En el patio de recreo circulaba el rumor de que C. J. Congden se lo había saltado con una navaja, como parte de una extraña iniciación, cuando Archie tenía sólo seis o siete años… Pero el ojo de cristal, que era el izquierdo, se empleaba sólo para producir efecto. A veces, cuando la señora Howe recitaba una lección de geografía, Archie se sacaba aquel ojo, lo colocaba en la ranura de los lápices, en la parte delantera de su pupitre, y fingía dormitar mientras su ojo vigilaba.

Dale se había reído la primera vez que había visto esto, pero Archie había esperado a que el director terminase con él, y cuando Dale se dirigía al retrete de los chicos (o BOY'S, según el rótulo de Old Central), había saltado sobre él. Archie había sujetado la cara de Dale dentro del urinario mientras fluía el agua cinco veces, invitándole a que se riese de nuevo. Aquel día, al terminar las clases, Archie y C. J. le estaban esperando juntos en la orilla del patio de recreo. Dale nunca había corrido tan rápido, volando por el callejón de detrás de la casa de la señora Moon, cruzando el gallinero de Mike, volviendo atrás por el jardín de Grayson, atravesando después la calle a toda velocidad hasta su casa, y llegando a la puerta dos segundos antes que los dos dobermans humanos con botas de mecánico

Le habían atrapado dos días más tarde y molido a patadas. A pesar de lo que dicen los padres y las madres no comprenden, no hay manera de librarse de los brutos. Y éstos dos eran de primera clase.

Dale se alegró de haber dejado atrás la casa de Congden: C. J. no tenía coche propio y su padre no le dejaba conducir el potente Chevy, pero Dale le había visto conducir muchos coches de sus «amigos». Fue maravilloso cuando el matón del pueblo empezó a conducir; de este modo no andaba por las calles.

La casa de Harlen estaba tres puertas más abajo, exactamente a cien metros de la vieja estación. Dale detuvo su bici delante del pórtico y llamó a la puerta; pero la casa parecía cerrada y silenciosa, y nadie acudió a abrir. Todavía mirando calle abajo, para asegurarse de que no apareciesen de pronto C. J. y Archie, Dale remolcó su bici calle abajo. El estuche de cuero de los prismáticos de su padre rebotaba sobre su pecho al caminar.

Había dos maneras de llegar a la casa de Cordie Cooke: empujar la bicicleta sobre el terraplén del ferrocarril y a través de los matorrales hasta la carretera cubierta de grava que conducía al vertedero, o dejar la bici en alguna parte y caminar por la vía.

A Dale no le gustaba dejar su bici en esta parte de la población (una vez Lawrence había echado la suya en falta durante dos semanas, hasta que Harlen la había encontrado en el huerto de detrás de la casa de Congden), pero también recordaba el juego de pillapilla de Duane con el camión.

Dale dejó la bicicleta entre los matorrales de detrás de la estación, cubriéndola con ramas para ocultarla completamente. Miró con los prismáticos para asegurarse de que C. J. no estaba acechando en alguna parte, y caminó cautelosamente por el oeste del terraplén hasta que hubo pasado por delante del elevador de grano. Entonces cogió una rama y caminó por la vía de la derecha, silbando y arrojando piedras a los campos. No le preocupaban los trenes: aquella línea se utilizaba raras veces; en ocasiones transcurrían semanas entre el paso de dos trenes de mercancías, según Harlen, que vivía cerca de la vía férrea. Más allá de Catton Road desaparecían los árboles, a excepción de los álamos de la orilla del riachuelo, y de ocasionales arboledas entre los campos. Dale empezó a preguntarse qué iba a hacer. ¿Y si alguien le sorprendía observando la casa de los Cooke con los gemelos? ¿Estaba esto prohibido por la ley? ¿Y si le pillaba el padre borracho de Cordie, o se daba de manos a boca con uno de los otros tiparracos que vivían cerca del vertedero? ¿Y si rompía los prismáticos?

Dale sacudió los matojos con el palo y siguió andando, sujetando el estuche de cuero con una mano.

«Esto es una locura.»

Vio el tejado de la fábrica de sebo a la izquierda, pero ningún camión de la basura rojo salió de entre los arbustos para atropellarle. Entonces percibió el olor del vertedero y vio la barraca de Cordie entre los árboles.

Dale se apartó del terraplén y descendió por un terreno fangoso cubierto de hierba, adentrándose en el arbolado más espeso. La casa distaba casi cien metros, por lo que se sentía bastante seguro en el bosque. Nadie podía verle desde la carretera del vertedero o desde la vía férrea a su espalda. Sería difícil que alguien se le echase encima sin que él lo advirtiese debido a las ramas secas de su alrededor. Se instaló en un sector cerrado, entre dos árboles y un frondoso arbusto, enfocó los gemelos a la casa de Cordie, y esperó.

La casa de Cordie era una porquería. Era tan pequeña que costaba creer que cuatro adultos (dos tíos de ella vivían allí) y un puñado de chiquillos pudiesen habitar en ella. La casa hacía que la choza de Daysinger y la ratonera de Congden pareciesen palacios.

Tres viejas barracas estaban en la hondonada próxima a la verja del vertedero. La de Cordie era la peor, y todas eran horribles. Se alzaban sobre bloques de escoria, pero la de ella parecía haberse caído y la parte de atrás estaba inclinada de lado como una barca varada después de una tormenta. La hierba crecía espesa y verde en la orilla del bosque y junto al riachuelo, a treinta metros detrás de la casa, pero el patio era de tierra apisonada humedecida sólo por unos hondos charcos de fango. Había chatarra desparramada por todas partes.

Como a la mayoría de los chicos, a Dale le gustaba la chatarra. Si el vertedero no hubiese tenido tantas ratas y vecinos como los Cooke y los Congden, él y los otros muchachos habrían frecuentado este lugar para jugar, cavar, explorar y recoger trastos viejos. Tal como estaba la situación, la Patrulla de la Bici pasaba más tiempo buscando cosas tiradas en las calles y callejones de la población los días de recogida que en cualquier otra actividad. Los trastos viejos estaban limpios. La gente siempre tiraba las cosas más limpias. Una vez, Dale y Lawrence habían encontrado un casco de tanquista, almohadillado, de cuero auténtico y con una inscripción en alemán en su interior, y Lawrence lo había empleado desde entonces en los partidos de fútbol. En otra ocasión, Dale y Mike habían encontrado un gran lavabo que habían llevado al gallinero de Mike, antes de que la señora O'Rourke les ordenase a gritos que se lo llevasen de allí.