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«Esto es como un pasadizo secreto», pensó de nuevo Tubby, volviendo la cabeza hacia la izquierda para mirar el estrecho pasillo entre las dos paredes. Estaba oscuro y olía como el suelo de debajo del porche principal de su casa, donde solía jugar y esconderse de su madre y del viejo cuando era más pequeño. El mismo olor a moho, penetrante y corrompido.

Entonces, precisamente cuando empezaba a sentirse un poco agarrotado y temeroso en aquel pequeño espacio, vio una luz en el extremo del pasadizo. Era aproximadamente donde tenía que estar el final de los servicios y de la parte exterior, tal vez un poco más lejos. Se dio cuenta de que en realidad no era una luz sino una especie de resplandor parecido a la suave luz verdosa que emitían por la noche algunos hongos y setas podridas en el bosque, cuando él y su viejo salían a cazar mapaches.

Sintió frío en el cuello. Empezó a salir del agujero pero entonces comprendió de qué debía ser aquella luz y sonrió. El lavabo de las chicas -esta vez el que había pintado el rótulo GIRLS' había puesto bien el apóstrofe-, que estaba al lado, debía de tener una abertura. Tubby se imaginó atisbando por el agujero o la rendija que dejaba pasar aquella luz.

Con un poco de suerte podría ver a alguna niña meando. Tal vez incluso a Michelle Staffney, Darlene Hansen o una de las engreídas zorras de sexto, con las bragas caídas alrededor de los tobillos y su coñito al aire.

Tubby sintió que le palpitaba el corazón y que la sangre circulaba por el resto de su cuerpo, y empezó a caminar de lado, arrastrando los pies, apartándose del agujero ~ adentrándose en el estrecho pasillo.

Jadeando, pestañeando por culpa de las telarañas y del polvo, y oliendo el penetrante olor a tierra de debajo del porche que le rodeaba, se deslizó hacia el resplandor, apartándose de la luz.

Cuando empezó aquel chillido, Dale y los demás estaban alineados en la clase para recibir las notas y ser despedidos. Al principio fue tan fuerte que Dale pensó que era un trueno, extrañamente estridente, de la tormenta que todavía oscurecía el cielo más allá de las ventanas. Pero era demasiado agudo y duraba demasiado para ser parte de la tormenta, aunque no parecía nada humano.

Al principio el ruido pareció proceder de arriba, de lo alto de la escalera que conducía a la oscura planta que había sido proyectada para enseñanza media; pero entonces pareció resonar en las paredes, en la planta baja, incluso en las tuberías y en el radiador metálico. Y continuó sin parar. Dale y su hermano Lawrence habían estado en la finca de tío Henry y tía Lena el otoño pasado, para la matanza del cerdo, que había sido colgado cabeza abajo de una viga del granero y degollado encima de un cubo de hojalata para recoger la sangre. Aquel ruido se parecía un poco: el mismo chillido en voz de falsete, un chirrido parecido al de las uñas al rascar una pizarra, seguido de un grito más profundo, más pleno, que terminaba con una especie de gorgoteo. Pero entonces empezó de nuevo. Y otra vez.

La señora Doubbet se quedó inmóvil cuando iba a dar las notas a Joe Allen, el primer alumno de la fila. Se volvió hacia la puerta y la miró fijamente cuando cesó el terrible ruido, como si esperase que lo que había lanzado el grito apareciese allí. Dale pensó que en la expresión de la vieja se combinaba el terror con algo más. Tal vez expectación.

Una forma oscura apareció en la penumbra de la puerta, y la clase, todavía alineada por orden alfabético para recibir las notas, lanzó un suspiro de alivio colectivo.

Era el doctor Roon, el director, con su traje oscuro y a finas rayas y sus lisos cabellos negros confundiéndose con la oscuridad del rellano; su cara delgada parecía flotar allí, incorpórea y desaprobadora. Dale miró la piel sonrosada del hombre y pensó no por primera vez: «Como la piel de una rata recién nacida.»

El doctor Roon carraspeó y saludó con la cabeza a la vieja Double-Butt, que no se había movido de su sitio, con las notas medio tendidas hacia Joe Allen, los ojos muy abiertos y la piel tan pálida que el colorete y otros afeites parecían manchas de tizas de colores sobre pergamino blanco.

El doctor Roon miró el reloj.

– Son… oh… las tres y cuarto. ¿Está la clase dispuesta para la partida?

La señora Doubbet consiguió asentir con la cabeza. Su mano derecha apretaba con tanta fuerza las notas de Joe que Dale casi esperó oír el chasquido de los huesos de sus dedos al romperse.

– Ah… sí -dijo el doctor Roon, y miró a los veintisiete alumnos como si fuesen intrusos en un edificio de su propiedad-. Bueno, muchachos y muchachas, pensé que debía explicaros lo que ha sido… ese extraño ruido que acabáis de oír. El señor Van Syke me ha informado de que lo ha producido simplemente la caldera al ser probada.

Jim Harlen se volvió, y Dale tuvo la seguridad de que iba a hacer una mueca graciosa, lo cual habría sido un desastre para Dale, que estaba tan tenso que casi soltó una carcajada. No quería en modo alguno tener que quedarse después de terminada la clase. Pero Harlen abrió los ojos en una expresión más escéptica que divertida y se volvió de nuevo de cara al doctor Roon.

– … de todos modos, quería aprovechar esta oportunidad para desearos a todos unas agradables vacaciones de verano -iba diciendo Roon- y pediros que recordéis lo privilegiados que habéis sido por recibir parte de vuestra educación en Old Central School. Aunque es demasiado pronto para saber cuál será el destino final de este hermoso y viejo edificio, debemos confiar en que las autoridades docentes, en su sabiduría, considerarán adecuado preservarlo para futuras generaciones de colegiales como vosotros.

Dale pudo ver que Cordie Cooke, que estaba mucho más adelante que él en la fila, seguía mirando hacia las ventanas por encima del hombro izquierdo y pellizcándose distraídamente la nariz.

El doctor Roon no pareció advertirlo. Se aclaró la garganta, como preparándose para pronunciar otro discurso, miró de nuevo el reloj y dijo simplemente:

– Muy bien. Señora Doubbet, tenga la bondad de distribuir las notas del trimestre a los niños.

El hombrecillo saludó con la cabeza, se volvió, y se desvaneció en las sombras.

La vieja Double-Butt pestañeó una vez, pareció recordar dónde estaba y entregó las notas a Joe Allen. Este no se entretuvo en mirarlas sino que se apresuró a hacer cola en la puerta. Niños de otros cursos estaban ya bajando la escalera en filas. Dale siempre había visto que en los programas de televisión y en las películas sobre la vida escolar, los muchachos corrían como locos cuando eran despedidos o cuando una campana señalaba el final de un período; pero su experiencia en Old Central era que todo el mundo marchaba siempre en filas y que los últimos segundos del último minuto del último día de colegio seguían siendo iguales.

La fila iba desfilando por delante de la señora Doubbet, y Dale cogió el boletín de sus notas dentro del sobre de color castaño y percibió un agrio olor a sudor y polvos de talco alrededor de su maestra cuando pasó por delante de ella para incorporarse a la otra fila. Entonces recibió sus notas Pauline Zauer, se formaron las filas en la puerta -ahora no por orden alfabético sino de chicos y chicas, con los que debían coger el autobús en los primeros lugares de cada fila, y detrás los que se quedaban en el pueblo- y la señora Doubbet salió al frente de ellos, cruzó los brazos como para hacer un último comentario o advertencia, se detuvo y después, silenciosamente, les indicó con un ademán que siguiesen a los alumnos de quinto de la señora Shrives, que desaparecía escalera abajo.

Joe Allen encabezaba la marcha.

Fuera, Dale respiró el aire húmedo, casi bailando en la súbita y alegre libertad. El colegio se alzaba a sus espaldas como una muralla gigantesca, pero en el paseo enarenado y en los herbosos campos de deporte, los chicos rebullían excitados, recogían sus bicicletas de los sitios donde las guardaban o corrían en busca de los autocares cuyos conductores les gritaban que se diesen prisa, y en general celebraban el acontecimiento moviéndose ruidosamente. Dale agitó la mano para despedirse de Duane McBride, que estaba siendo empujado para subir a un autocar, y entonces vio un grupo de chicos de tercero todavía reunidos como una bandada de codornices cerca de donde estaban las bicicletas. El hermano de Dale, Lawrence, galopó por el paseo, sonriendo ampliamente debajo de las gruesas gafas y balanceando la cartera vacía de los libros al separarse de sus compañeros de tercero y correr al encuentro de Dale.